—Entonces reúne la mayor cantidad posible en efectivo. No pagues nunca con tarjeta de crédito o cheques de viaje. No toques un teléfono móvil. No hagas llamadas a cobro revertido ni pronuncies tu nombre por la línea o los ordenadores te localizarán. Rob te ha falsificado un pasaporte y un carnet de prensa del
Telegraph
. Le ha costado lo suyo conseguir tu foto, hasta que al final ha telefoneado al Foreign Office y ha dicho que necesitábamos una para nuestros archivos. Rob tiene amigos en sitios donde se supone que no debemos tener amigos, ¿verdad, Rob? Así que no los uses para entrar y salir de Inglaterra. ¿Trato hecho?
—Sí —respondió Justin.
—Eres Peter Paul Atkinson, periodista. Y nunca, pase lo que pase, lleves los dos pasaportes encima.
—¿Por qué lo hacéis? —preguntó Justin.
—¿A ti qué te importa? —replicó Rob desde la oscuridad—. Nos encargaron un trabajo y nos molesta dejarlo a medias, así de sencillo. Por eso ahora te endilgamos a ti la tarea, para joderlos. Cuando nos echen a la calle, quizá nos permitas lavarte el Rolls-Royce de vez en cuando.
—Puede que lo hagamos por Tessa —dijo Lesley, plantándole el estuche de partituras en los brazos—. Andando, Justin. No confiaste en nosotros. Quizá con razón. Pero si te hubieras fiado, tal vez habríamos llegado hasta el final, dondequiera que esté. —Alargó la mano hacia el tirador de la puerta—. Cuídate. Matan. Pero eso ya lo has notado.
Justin se encaminó calle abajo y oyó hablar a Rob por el micrófono. «Candy sale del cine. Repito, la chica sale con su bolso». La puerta del microbús se cerró a sus espaldas. «Cierras con llave al irte, cierras la mente», pensó, recordando las palabras de Pellegrin. Se alejó a pie hasta hallarse a cierta distancia. Candy para un taxi, y es un chico.
Justin se hallaba de pie junto a la alargada ventana de guillotina del despacho de Ham, escuchando las campanadas de las diez por encima del rumor nocturno de la ciudad. Miraba hacia el pasaje sin acercarse demasiado al cristal, desde un punto donde era relativamente fácil ver, pero no tan fácil ser visto. La tenue luz de una lámpara de lectura brillaba en el escritorio. En un ángulo del despacho, Ham descansaba en un viejo sillón de orejas desgastado por el paso de generaciones de clientes insatisfechos. Fuera flotaba una fría bruma procedente del río, recubriendo de escarcha la reja exterior de la capilla de Santa Etheldreda, escenario de las muchas discusiones no resueltas entre Tessa y su Sumo Hacedor. Un tablón de anuncios verde, iluminado, informaba a los viandantes de que la antigua fe había sido reinstaurada en la capilla por los padres rosminianos. Confesiones, bendiciones sacramentales y bodas a horas concertadas. Un goteo de fieles, los últimos del día, subía y bajaba por la escalera de la cripta. En el suelo del despacho, apilado en la cubeta de plástico de Ham, se encontraba el anterior contenido de la bolsa de piel. En el escritorio estaba el estuche de partituras de Tessa y, al lado, en carpetas con el nombre del bufete, la diligente recopilación de listados, faxes, fotocopias, notas tomadas durante conversaciones telefónicas, postales y cartas que Ham había acumulado a lo largo del último año de correspondencia con Tessa.
—Ha habido una cagada, me temo —admitió Ham, avergonzado—. No encuentro su última serie de mensajes.
—¿Que no los
encuentras
?
—Ni los suyos ni ningún otro, para ser exactos. Ha entrado un virus en el ordenador. El muy cabrón se ha engullido el buzón de correo y medio disco duro. El informático sigue trabajando en ello. Cuando recupere la información te pasaré los mensajes.
Habían hablado de Tessa, de Meg, y luego de críquet, al que Ham también tenía reservado un lugar especial en su gran corazón. Justin no era aficionado al críquet, pero se esforzó por aparentar entusiasmo. Una imagen de Florencia, desdibujada en la penumbra, ilustraba el mugriento cartel publicitario de una agencia de viajes.
—Ham, ¿utilizas aún aquella servicial agencia de mensajería para los envíos semanales entre Londres y Turín? —preguntó Justin.
—Por supuesto. La ha absorbido una empresa mayor, claro. ¿Quién se libra de eso hoy en día? Es la misma gente pero con mucho más jaleo.
—¿Y sigues usando aquellas preciosas sombrereras de piel con el nombre del bufete en la tapa que he visto esta mañana en tu cámara acorazada?
—Mientras de mí dependa, eso es lo último que desaparecerá de aquí.
Entrecerrando los ojos, Justin observó el pasaje exiguamente iluminado. Todavía estaban allí: una mujer alta y robusta con un grueso abrigo y un hombre flaco con un sombrero de ala abarquillada y las piernas arqueadas como un jinete desmontado, y un anorak de esquiador con el cuello levantado hasta la nariz. Llevaban diez minutos mirando el tablón de anuncios de Santa Etheldreda, pese a que toda la información que tenía que ofrecerles en una fría noche de febrero podía memorizarse en diez segundos. Por lo visto, después de todo, en una sociedad civilizada a veces sí se sabe.
—Dime una cosa, Ham.
—Sí, claro, pregunta lo que quieras.
—¿Tenía Tessa dinero disponible en Italia?
—A montones. ¿Quieres ver los extractos de las cuentas?
—No tengo mucho interés. ¿Es mío ahora?
—Ahora y antes. Son cuentas conjuntas, ¿recuerdas? Lo que es mío es suyo, decía. Intenté disuadirla. Me mandó a paseo. Típico.
—Siendo así, tu representante en Turín podría enviarme una parte, ¿no? A tal o cual banco. En cualquier lugar del mundo.
—Sí. Ningún problema.
—O a cualquier otra persona que yo designara, de hecho. Siempre y cuando dicha persona presentara su pasaporte.
—Es tu pasta, muchacho. Haz lo que quieras con ella. Disfrútala, eso es lo más importante.
El jinete desmontado se había vuelto de espalda al tablón de anuncios y fingía contemplar las estrellas. La mujer del abrigo grueso consultaba su reloj. Justin se acordó una vez más del plomífero instructor del curso de seguridad. «Los observadores son actores. Para ellos, no hay nada más difícil que no hacer nada».
—Tengo cierto amigo, Ham, del que nunca te he hablado. Peter Paul Atkinson. Es un hombre de mi absoluta confianza.
—¿Abogado?
—No, claro que no. Para eso ya estás tú. Es periodista, del
Daily Telegraph
. Un viejo amigo de mi época universitaria. Quiero otorgarle plenos poderes para todos mis asuntos. Si tú o tu oficina de Turín recibierais alguna vez instrucciones suyas, desearía que las atendierais exactamente igual que si procedieran de mí.
Ham dejó escapar un murmullo de duda y se frotó la punta de la nariz.
—Muchacho, eso no puede hacerse así sin más. No basta con un toque de varita mágica. Se requieren su firma y sus datos. Una autorización formal tuya. Ante testigos, probablemente.
Justin cruzó el despacho hasta el sillón de Ham y le entregó el pasaporte a nombre de Atkinson para que le echara un vistazo.
—Quizá podrías copiar los detalles de ahí —sugirió.
Ham fue directamente a la fotografía del final y, sin ningún cambio perceptible en la expresión, la comparó con las facciones de Justin. Tras una segunda ojeada, leyó los datos personales. Pasó poco a poco las hojas, profusamente selladas.
—Ha viajado lo suyo, tu amigo —comentó con tono flemático.
—Y viajará mucho más, sospecho.
—Necesitaré una firma. Sin una firma, no puedo empezar a moverlo.
—Dame un momento y la tendrás.
Ham se puso en pie, devolvió el pasaporte a Justin y se dirigió con parsimonia hacia el escritorio. Abrió un cajón y sacó un par de impresos de aspecto oficial y unas cuantas hojas en blanco. Justin colocó el pasaporte abierto bajo la lámpara de lectura y, con Ham mirando oficiosamente por encima de su hombro, plasmó unas cuantas firmas de prueba antes de otorgarle plenos poderes sobre sus asuntos a un tal Peter Paul Atkinson, en el bufete Hammond Manzini de Londres y Turín.
—La autenticidad debe ser certificada —dijo Ham—. Por mí.
—Hay otra cuestión si no te importa.
—Válgame Dios.
—Tendré que escribirte.
—Cuando quieras. Estaré encantado de seguir en contacto contigo.
—Pero no aquí. Ni a ningún lugar de Inglaterra. Tampoco a tu oficina de Turín si no te importa. Creo recordar que tienes una legión de tías italianas. ¿Accedería alguna de ellas a recibir correo para ti y mantenerlo a buen recaudo hasta que tú te dejes caer por allí?
—Quizá mi tía de Milán, una vieja solterona —contestó Ham con un gesto de indiferencia.
—Una vieja solterona de Milán es precisamente lo que necesitamos. Podrías tal vez darme su dirección.
Era medianoche en Chelsea. Vestido con una chaqueta informal y un pantalón gris de franela, Justin el cumplidor oficinista estaba sentado a la horrenda mesa del comedor bajo una araña de luces de apariencia artúrica, escribiendo una vez más. Con una estilográfica, en una hoja con membrete del número cuatro. Había roto varios borradores antes de quedar satisfecho, pero su estilo y su letra seguían sin resultarle familiares.
Estimada Alison:
Agradezco tus atentas sugerencias de esta mañana en nuestra reunión. El ministerio siempre muestra su cara humana en los momentos críticos, y hoy no ha sido una excepción. He meditado con el debido detenimiento sobre lo que me has propuesto, y he hablado largo y tendido con los abogados de Tessa. Según parece, había descuidado mucho sus asuntos en los últimos meses, y ahora requieren mi inmediata atención. Hay cuestiones domiciliarias y fiscales por resolver, además de la disposición de bienes tanto aquí como en el extranjero. He decidido por tanto ocuparme antes que nada de estos asuntos económicos, y sospecho que la tarea no me vendrá mal.
Confío, pues, que tengas la bondad de esperar mi respuesta a tus sugerencias durante una o dos semanas. En cuanto a la baja por enfermedad, considero que no debo abusar innecesariamente de la buena voluntad del ministerio. No he tomado ningún permiso en el último año, y creo que tengo derecho a cinco semanas por desembarco, más el pertinente tiempo de permiso anual. Prefiero reclamar lo que me corresponde antes de recurrir a tu indulgencia. Gracias de nuevo.
Un placebo falso e hipócrita, decidió con satisfacción. Justin el incorregible funcionario se plantea, preocupado, si es o no correcto tomar la baja por enfermedad mientras soluciona los asuntos pendientes de su esposa asesinada. Volvió al vestíbulo y lanzó otro vistazo a la bolsa de piel, abandonada en el suelo bajo la consola de mármol. Un candado forzado y ya inservible. El otro desaparecido. El contenido recolocado al azar. Hacéis las cosas tan mal, pensó con desprecio. A continuación se dijo: a no ser que vuestro propósito sea asustarme, en cuyo caso lo estáis haciendo bastante bien. Se examinó los bolsillos de la chaqueta. Mi pasaporte, el auténtico, para utilizarlo al entrar o salir de Gran Bretaña. Dinero. Ninguna tarjeta de crédito. Con aparente determinación, empezó a variar la iluminación de la casa de acuerdo con la imagen que mejor se ajustaba a las horas de sueño.
La silueta negra de la montaña se recortaba contra un cielo cada vez más oscuro, y el cielo era un revoltijo de raudas nubes, pertinaces vientos insulares y lluvia de febrero. La tortuosa carretera estaba sembrada de guijarros y barro rojo desprendidos de la ladera empapada. A veces se convertía en un túnel de ramas de pino y a veces era un precipicio con una caída libre de trescientos metros sobre el embravecido Mediterráneo. Tomaba una curva, e inexplicablemente el mar se alzaba ante él como un muro, para replegarse a la siguiente hasta el fondo del abismo. Pero, por más veces que girara, la lluvia venía siempre de cara, y cuando azotaba el parabrisas, notaba estremecerse el todoterreno como un caballo viejo no apto ya para tirar de cargas pesadas. Y la antigua fortaleza de Monte Capanne lo vigilaba en todo momento, ora desde las alturas, ora agazapada junto a su hombro derecho en alguna cima inesperada, arrastrándolo hacia adelante, engañándolo como un faro ilusorio.
—¿Dónde demonios está? A la izquierda en algún sitio, lo juro —se quejó en voz alta, en parte para sí mismo, en parte para Tessa. Al llegar a una cresta, paró crispado en la cuneta y se llevó las yemas de los dedos a la frente en ademán introspectivo. Empezaba a adquirir los gestos exagerados de la soledad. Abajo, se extendían las luces de Portoferraio. Enfrente, al otro lado del mar, en la península, titilaba Piombino. A izquierda y derecha, un arrastradero dividía en dos el bosque a lo largo de una hondonada. Aquí es donde esperaron tus asesinos en su camión de safari verde al acecho para matarte, explicó a Tessa en su mente. Aquí es donde se fumaron sus asquerosos Sportsman y se bebieron sus botellas de Whitecap y esperaron a que pasarais tú y Arnold. Se había afeitado, cepillado el pelo y puesto una camisa vaquera limpia. Se notaba la cara caliente y le palpitaban las sienes. Se decidió por la izquierda. El todoterreno se tambaleó sobre una desigual alfombra de ramas y pinaza. Los árboles se dispersaron, el cielo se iluminó y volvió a ser casi de día. Abajo, al pie de un claro en pendiente, se arracimaban unas cuantas casas de labranza. «Nunca las venderé; nunca las alquilaré», me aseguraste la primera vez que me trajiste aquí. «Las dejaré a personas que de verdad me importan, y más adelante, algún día, vendremos a morir aquí».
Tras aparcar el todoterreno, Justin se encaminó por la hierba mojada hacia la casa más cercana. Pequeña y pulcra, tenía las paredes recién enjalbegadas y la techumbre de antiguas tejas rosadas. Se veía luz en las ventanas de la planta baja. Llamó a la puerta con la aldaba. Una sosegada columna de humo de leña se elevaba verticalmente desde la chimenea en la claridad vespertina, y a cierta altura, allí donde escapaba a la protección del bosque circundante, se desvanecía de pronto, disipada por el viento. Unos pájaros de plumaje negro y ajado revoloteaban y reñían. La puerta se abrió y una campesina con un vistoso pañuelo en la cabeza lanzó un gemido de dolor, agachó la cabeza y musitó unas palabras en un idioma que él no esperaba entender. Con la cabeza todavía gacha, su cuerpo de perfil a él, le cogió una mano con las suyas y se la llevó con vehemencia a una y otra mejilla por turno para después besarle fervorosamente el pulgar.
—¿Dónde está Guido? —preguntó él en italiano mientras la seguía adentro de la casa.
La mujer abrió una puerta interior y lo hizo pasar. Guido estaba sentado a una mesa larga bajo un crucifijo de madera, un anciano encorvado y exánime de doce años, pálido, esquelético, con la mirada extraviada. Sus manos consumidas descansaban en la mesa, sin nada en ellas, y era difícil por tanto saber qué hacía antes de llegar Justin en aquella habitación de techo bajo y vigas vistas, él solo, a oscuras, sin leer ni jugar ni mirar nada. Con la oblonga cabeza ladeada y la boca abierta, Guido observó entrar a Justin. Al cabo de un momento se puso en pie y apoyándose en la mesa avanzó hacia Justin con paso vacilante y, de medio lado, se abalanzó sobre él para abrazarlo. Pero calculó mal la distancia, y cuando sus brazos caían fláccidamente a los costados sin alcanzar su objetivo, Justin lo atrapó al vuelo y lo sujetó, evitando que se desplomara.