El vestíbulo estaba sumergido en el inevitable torbellino de última hora de la tarde. En recepción se registraba una delegación japonesa, había destellos de flashes, los botones apilaban costosos equipajes en el único ascensor. Justin ocupó su lugar en la cola, se quitó la gabardina y se la colgó del brazo sin doblar el sobre de Birgit, que llevaba en el bolsillo interior. El ascensor bajó, Justin se hizo a un lado para dejar pasar primero a las mujeres. Subió al tercer piso y fue el único que se bajó en él. El desagradable corredor con su amarilla luz fluorescente le recordó el hospital de Uhuru. Los televisores resonaban en todas las habitaciones. La suya era la 311 y la llave de la puerta era un trozo de plástico con una flecha negra impresa. El estruendo de los televisores compitiendo entre sí lo enfureció y pensó muy seriamente en quejarse a alguien. ¿Cómo voy a escribir a Ham con este ruido? Entró en la habitación, dejó la gabardina sobre una silla y vio que el culpable era su televisor. Las camareras debían de haberlo encendido mientras arreglaban la habitación y no se habían molestado en apagarlo al marcharse. Se dirigió al televisor. Daban un programa del tipo que él detestaba especialmente. Una cantante medio desnuda aullaba al micrófono para deleite de un embelesado público juvenil tras la niebla iluminada de la pantalla.
Y eso fue lo último que vio Justin justo antes de que se apagaran todas las luces: una niebla de luz que llenaba la pantalla. La oscuridad cayó sobre él, y se notó golpeado y ahogado al mismo tiempo. Unos brazos le sujetaron los suyos contra los costados y le metieron una bola de trapo en la boca. Le placaron las piernas como en el rugby y le quedaron dobladas debajo del cuerpo, y decidió que estaba teniendo un ataque cardíaco. Su teoría se vio confirmada cuando recibió un segundo golpe en el estómago, dejándolo sin respiración, porque, cuando intentó gritar, no ocurrió nada, no le salía la voz ni la respiración y la bola de trapo le ahogaba.
Notó unas rodillas sobre el pecho. Le apretaron algo en torno al cuello, un nudo corredizo, pensó, y supuso que iban a colgarlo. Tuvo una visión clara de Bluhm clavado a un árbol. Olió una loción de hombre y recordó el olor corporal de Woodrow y haber olisqueado la carta de amor de Woodrow para ver si olía igual. Extrañamente, por un momento no pensó en Tessa. Estaba tumbado en el suelo sobre el costado izquierdo, y lo que fuera que le había golpeado antes en el estómago volvió a atizarle un golpe terrible en la entrepierna. Llevaba una capucha, pero aún no lo habían colgado, y seguía tumbado de lado. La mordaza le hacía vomitar, pero no podía expulsar el vómito, así que volvía a pasar por la garganta. Unas manos lo pusieron de espaldas, le estiraron los brazos y le pusieron los nudillos de la mano de cara a la alfombra con las palmas hacia arriba. Van a crucificarme como a Arnold. Pero no le crucificaron, al menos no de momento. Le apretaron las manos contra el suelo y se las retorcieron al mismo tiempo, y el dolor era mayor de lo que hubiera creído posible: en los brazos, en el pecho y por las piernas y los testículos. Por favor, pensó. La mano derecha no. ¿Cómo voy a escribir a Ham? Y debieron de oír su plegaria, porque el dolor cesó y Justin oyó una voz de hombre, con acento del norte de Alemania, quizá de Berlín, y muy culta. La voz ordenaba que volvieran a poner al cerdo de costado y le ataran las manos a la espalda, y la orden fue obedecida.
—Señor Quayle. ¿Me oye?
La misma voz, pero en inglés. Justin no respondió. No por falta de educación, sino porque había conseguido escupir al fin la mordaza y estaba vomitando otra vez, y el vómito se acumulaba alrededor del cuello dentro de la capucha. El volumen del televisor fue bajado.
—Ya basta, señor Quayle. Déjelo, ahora, ¿De acuerdo? O recibirá el mismo trato que su mujer. ¿Me oye? ¿Quiere que le demos un poco más, señor Quayle?
Con el segundo Quayle llegó otra horrible patada en los testículos.
—Quizá se ha vuelto un poco sordo. Le dejaremos una notita, ¿De acuerdo? Sobre la cama. Cuando se despierte, lea la notita y recuérdelo bien. Luego vuélvase a Inglaterra, ¿me oye? No haga más preguntas inoportunas. Vuelva a casa, sea un buen chico. La próxima vez lo mataremos como a Bluhm. Es un proceso muy lento, ¿me oye?
Otra patada en la entrepierna para hacerle entender la lección. Oyó cerrarse la puerta.
Estaba solo en su propia oscuridad y su propio vómito, tirado en el suelo, con las rodillas dobladas hacia la barbilla y las manos atadas a la espalda. Le quemaba el cráneo a causa de las punzadas que le recorrían el cuerpo. Se quedó tumbado, sumido en una negra agonía, pasando lista a sus maltrechas tropas: pies, espinillas, rodillas, entrepierna, estómago, corazón, manos… y confirmó que estaban todos presentes, aunque no en las mejores condiciones. Tiró de sus ligaduras y tuvo la sensación de estar rodando por carbones ardientes. Volvió a quedarse inmóvil y empezó a despertar en él un terrible placer, extendiéndose en victoriosa oleada de reconocimiento.
Me han hecho esto, pero he seguido siendo quien soy. Soy un hombre con temple. Estoy capacitado. Dentro de mí mismo hay un hombre intacto. Si volvieran ahora para hacerme lo que sea, jamás alcanzarían al hombre intacto. He pasado el examen que he rehuido durante toda mi vida. Me he licenciado en dolor.
Entonces, o bien el dolor remitió o bien la naturaleza acudió en su ayuda, porque se quedó adormilado con la boca cerrada y respirando por la nariz a través de la hedionda y negra noche de la capucha. El televisor seguía encendido, lo oía. Y si su sentido de la orientación no le fallaba, lo tenía delante. Pero la capucha debía de tener un forro doble, porque no veía ni siquiera un parpadeo, y cuando, con gran coste para sus manos, se puso de espaldas, no vio el menor atisbo de las luces del techo, aunque estaban encendidas al entrar él en la habitación, y no recordaba que hubiera oído accionar el interruptor cuando se habían ido sus torturadores. Volvió a ponerse de lado y se dejó llevar por el pánico unos instantes, esperando que la parte más fuerte de sí mismo volviera a adueñarse de la situación. Piensa, hombre. Usa esa estúpida cabeza; es lo único que te han dejado intacto. ¿Por qué la han dejado intacta? Porque no querían ningún escándalo. Es decir, quien los había mandado no quería un escándalo. «La próxima vez lo mataremos como a Bluhm», pero esta vez no, por mucho que lo desearan. Así que me pongo a gritar. ¿Es eso? ¿Ruedo por el suelo, doy patadas a los muebles, a los tabiques y al televisor, y me comporto como un maníaco hasta que alguien decida que no somos dos amantes apasionados entregados a las manifestaciones externas del sadomasoquismo, sino un inglés herido y atado con la cabeza en una bolsa?
El diplomático entrenado esbozó minuciosamente las consecuencias de tal descubrimiento. El hotel llama a la policía. La policía me toma declaración y llama al consulado británico, en este caso el de Hanover, si todavía tenemos allí alguno. Entra el cónsul de turno, furioso por haber tenido que abandonar su cena para examinar a otro maldito súbdito británico en apuros, y su reacción visceral es examinar mi pasaporte, no importa cuál. Si es el de Atkinson, tendremos un problema, porque es falso. Así lo dictaminará una llamada a Londres. Si es el de Quayle, el problema será distinto, pero el resultado más probable será muy parecido: el primer avión de vuelta a Londres sin alternativas, y un desagradable comité de bienvenida aguardándome en el aeropuerto.
Las piernas no las tenía atadas. Hasta entonces se había mostrado reacio a separarlas. Al hacerlo, le estallaron los testículos y el vientre, y rápidamente le siguieron los muslos y las espinillas. Pero en definitiva pudo separar las piernas y volver a juntar los pies para oír el chasquido de los talones. Envalentonado por este descubrimiento, hizo el esfuerzo extremo de ponerse boca abajo y soltó un involuntario chillido. Luego se mordió los labios para no volver a chillar.
Pero siguió obstinadamente boca abajo. Y con paciencia, procurando no molestar a sus vecinos de las habitaciones contiguas, empezó a aflojar sus ligaduras.
El avión era un viejo Beechcraft de motores gemelos fletado por las Naciones Unidas, con un capitán blanco de Johannesburgo, de cincuenta años de edad, un fornido copiloto africano con patillas, y una caja con comida en cada uno de sus nueve asientos rotos. El aeropuerto era el de Wilson, junto a la tumba de Tessa, y mientras el avión esperaba en la pista, exudando humedad, Ghita estiraba el cuello para ver el túmulo funerario, preguntándose cuánto tendría que esperar la lápida. Pero lo único que vio me hierba, un hombre de una tribu vestido de rojo, que vigilaba sus cabras con un cayado, apoyándose en una sola pierna, y una manada de gacelas moviéndose nerviosamente mientras pacían bajo montones de nubes de un negro azulado. Ghita había metido la bolsa de viaje bajo el asiento, pero la bolsa era demasiado grande y tuvo que separar los pies calzados con zapatos monjiles para dejarle espacio. En el avión hacía un calor terrible y el capitán había advertido ya a los pasajeros que no podrían poner el aire acondicionado hasta que despegaran. En el compartimiento con cremallera de la bolsa, Ghita había metido las notas de su informe y sus credenciales como delegada de la embajada británica para la CEDEA. En la bolsa llevaba el pijama y una muda. Hago esto por Justin. Sigo los pasos de Tessa. No tengo por qué sentirme avergonzada de mi inexperiencia ni del engaño.
La parte trasera del fuselaje estaba llena de sacos de preciosa
miraa
, una planta levemente narcótica, permitida por la ley, que adoraban en las tribus del norte. Su aroma leñoso impregnaba poco a poco el interior del avión. Delante de Ghita se sentaban cuatro insensibilizados cooperantes, dos hombres y dos mujeres. Tal vez la
miraa
fuera de ellos. Ghita envidió su actitud imperturbable, despreocupada, sus ropas raídas y su desalmada dedicación. Y comprendió con una punzada de reproche que tenían su misma edad. Deseó ser capaz de romper con el hábito de una humildad aprendida, de juntar los talones siempre que estrechaba la mano a sus superiores, práctica que le habían inculcado las monjas. Miró el interior de su caja de comida y encontró dos sándwiches de plátano, una manzana, una tableta de chocolate y un zumo de maracuyá en cartón. Apenas había dormido y estaba hambrienta, pero su sentido del decoro le impidió comerse un sándwich antes de despegar. La noche anterior, el teléfono no había dejado de sonar desde que había vuelto a su piso, y uno a uno, sus amigos habían dado rienda suelta a la incredulidad y la indignación por la noticia de que Arnold era buscado por la policía. La posición de Ghita en la embajada hizo preciso que desempeñara el papel de estadista de mayor edad con todos ellos. A medianoche, aunque estaba muerta de cansancio, había intentado dar un paso que no tenía vuelta atrás y que, de haber tenido éxito, la habría rescatado de la tierra de nadie en la que se había ocultado como una reclusa durante las últimas tres semanas. Había metido la mano en la vieja olla de latón donde guardaba cosas sueltas, y sacó un trozo de papel que había ocultado allí. Aquí es donde has de llamamos, Ghita, si decides volver a hablar con nosotros. Si no estamos, deja el mensaje y uno de nosotros te devolverá la llamada antes de una hora, lo prometo. Le respondió una agresiva voz de hombre africana, haciéndole desear que se hubiera equivocado de número.
—Quisiera hablar con Rob o con Lesley, por favor.
—¿De parte de quién?
—Quiero hablar con Rob o con Lesley. ¿Está alguno de los dos?
—¿Quién es usted? Déme su nombre y dígame qué quiere inmediatamente.
—Quiero hablar con Rob o con Lesley, por favor.
Cuando le colgaron el teléfono bruscamente, Ghita aceptó sin mayores dramatismos que, como había sospechado, estaba sola. A partir de entonces no habría Tessa, ni Arnold, ni la experimentada Lesley de Scotland Yard para que cargaran con la responsabilidad por sus acciones. Sus padres no podían ayudarla, por mucho que los quisiera. Su padre, el abogado, escucharía su testimonio y diría que por una parte esto, pero por la otra parte lo otro, y le preguntaría qué pruebas tenía para respaldar aquellas acusaciones tan graves. Su madre, la doctora, le diría: trabajas demasiado, querida, ven a casa a descansar y divertirte un poco. Con esta idea en su aturdida cabeza, había abierto el ordenador portátil, cuya memoria sin duda estaría también atestada de gritos de dolor e indignación por lo de Arnold. Pero en cuanto se conectó, la pantalla se quedó en blanco. Reinició el procedimiento, en vano. Llamó a un par de amigos, sólo para confirmar que sus aparatos no se habían visto afectados.
—¡Oye, Ghita, a lo mejor se te ha metido uno de esos virus de las Filipinas, o de donde quiera que salgan esos fanáticos cibernéticos! —exclamó uno de sus amigos con envidia, como si Ghita hubiera sido distinguida con una atención especial.
Tal vez era eso, precisamente, pensó, y durmió mal, preocupada por los mensajes de correo electrónico que había perdido, los chats que había tenido con Tessa y que no había imprimido nunca porque prefería releerlos en la pantalla; así eran más vividos, más de Tessa.
El Beechcraft no había despegado aún, así que Ghita, como tenía por costumbre, se entregó a reflexionar sobre las cuestiones importantes de la vida, evitando con cuidado la más importante de todas, a saber: ¿Qué hago aquí y por qué? Un par de años atrás, en Inglaterra —en mi Era Antes de Tessa, como secretamente la llamaba ella—, le habían obsesionado las afrentas, reales o imaginarias, que soportaba todos los días por ser anglohindú. Se veía a sí misma como un híbrido insalvable, una muchacha medio negra que buscaba a Dios, una mujer medio blanca, superior a otras razas, sin que la ley estuviera de acuerdo. Tanto despierta como dormida, había querido saber qué lugar ocupaba en un mundo de blancos, y cómo y dónde debía invertir sus ambiciones y su humanidad, y si debía seguir estudiando danza y música en la escuela londinense a la que asistía, después de pasar por Exeter, o si, a imagen de sus padres adoptivos, debía seguir su otra estrella y dedicarse a una de sus profesiones.
Todo ello explicaba por qué una mañana, casi por un impulso, se encontró haciendo un examen para el servicio de Su Majestad en el extranjero. No tuvo nada de sorprendente que lo suspendiera, puesto que jamás había prestado atención a la política, pero le aconsejaron que volviera a presentarse al cabo de dos años. Y en cierto sentido, la decisión misma de presentarse al examen, aunque no hubiera dado sus frutos, le hizo ver los motivos, y era que se sentía más cómoda consigo misma uniéndose al Sistema que manteniéndose al margen y logrando poco más que la satisfacción parcial de sus impulsos artísticos.