—Había una mujer de una de las aldeas pobres del norte que Tessa visitaba con regularidad. Wanza, de apellido desconocido. Wanza padecía una enfermedad misteriosa. La habían seleccionado para someterla a un tratamiento especial. Luego, casualmente, coincidieron en el hospital de Uhuru y se hicieron amigas.
¿Perciben el tono cauteloso que se ha filtrado en su voz? Justin sí lo percibe.
—¿Sabes qué enfermedad era?
—En concreto, no. Sólo sé que estaba enferma y podía empeorar peligrosamente.
—¿Tenía el sida?
—Desconozco si su enfermedad guardaba relación con el sida. Pero me dio la impresión de que el problema era otro.
—No es habitual que una mujer de una aldea o un barrio pobre dé a luz en un hospital, ¿no?
—Estaba en observación.
—¿Quién la tenía en observación?
Es la segunda vez que Justin se censura. No sabe mentir con naturalidad.
—Algún centro médico, supongo. En su aldea. En una barriada de chabolas. Como ves, no dispongo de información muy precisa. Yo mismo me asombro de mi capacidad para permanecer en la ignorancia.
—Y Wanza murió, ¿no es así?
—Murió la última noche que Tessa pasó en el hospital —contesta Justin, abandonando agradecido su reserva a fin de reconstruir el episodio para ellos—. Yo había estado toda la tarde en la sala, pero Tessa insistió en que me marchara a casa a dormir. Lo mismo había dicho a Arnold y Ghita. Nos turnábamos los tres para velarla. Arnold había conseguido una cama de campaña. A las cuatro de la madrugada, Tessa me telefoneó. En su sala no había teléfono, así que utilizó el de la enfermera jefa. Estaba muy alterada. «Histérica» sería una descripción más exacta, pero cuando Tessa estaba histérica, no levantaba la voz. Wanza había desaparecido. El bebé también. Al despertarse, no vio a Wanza en su cama ni la cuna del niño. Salí hacia el hospital de Uhuru. Arnold y Ghita llegaron al mismo tiempo. Tessa se encontraba en el mayor desconsuelo. Era como si hubiese perdido a un segundo hijo en el espacio de unos días. Entre los tres, la convencimos de que era ya hora de proseguir con la convalecencia en casa. Muerta Wanza y trasladado el niño a otra parte, no se sintió obligada a quedarse.
—¿Tessa no vio el cadáver?
—Pidió que se lo dejaran ver pero le dijeron que no era conveniente. Wanza había muerto y su hermano se había llevado al bebé a la aldea de la madre. Para el hospital, el asunto estaba zanjado. A los hospitales no les gusta recrearse en la muerte —añade, hablando por su propia experiencia con Garth.
—¿Vio Arnold el cadáver?
—Cuando llegó, ya era demasiado tarde. Habían enviado el cuerpo al depósito y se les había perdido.
Lesley abrió desmesuradamente los ojos en un gesto de sincera estupefacción mientras, al otro lado de Justin, Rob se apresuraba a inclinarse, coger el casete y mirar a través de la ventanilla para cerciorarse de que la cinta continuaba pasando.
—¿Perdido? ¡Los cadáveres no se
pierden
! —exclama Rob.
—Al contrario: me han asegurado que en Nairobi ocurre muy a menudo.
—¿Y el certificado de defunción?
—Sólo puedo deciros lo que supe por Arnold y Tessa. No tengo noticia de ningún certificado de defunción. Nadie lo mencionó.
—¿Y no se practicó autopsia? —Lesley ha salido de su asombro.
—Que yo sepa, no.
—¿Visitó alguien a Wanza en el hospital?
Justin se para a pensar, pero obviamente no encuentra razón alguna para eludir la pregunta.
—Su hermano Kioko. Dormía en el suelo junto a ella cuando no estaba espantándole las moscas. Y Ghita Pearson se imponía el deber de sentarse un rato a su lado siempre que iba a ver a Tessa.
—¿Alguien más?
—Un médico blanco, creo. No estoy muy seguro.
—¿De si era blanco?
—De si era médico. Un hombre blanco con bata blanca. Y un estetoscopio.
—¿Solo?
De nuevo la reserva, proyectándose sobre su voz como una sombra.
—Lo acompañaba un grupo de estudiantes. O eso me parecieron. Eran jóvenes. Llevaban batas blancas.
Con tres abejas de color oro bordadas en el bolsillo de cada bata, podría haber añadido, pero se contuvo, fiel a su determinación.
—¿Por qué crees que eran estudiantes? ¿Te lo dijo Tessa?
—No.
—¿Arnold?
—Arnold no hizo ningún comentario sobre ellos en mi presencia. Es una simple conjetura mía. Eran jóvenes.
—¿Y sobre su mentor? Me refiero a ese médico, en el supuesto de que lo fuera. ¿Dijo Arnold algo sobre él?
—A mí no. Si tenía algún motivo de preocupación, se lo planteó directamente a él…, al hombre del estetoscopio.
—¿En tu presencia?
—Pero no al alcance de mi oído. —O apenas.
Rob, al igual que Lesley, alarga el cuello para no perderse una sola palabra.
—Danos más detalles.
Justin así lo hace. Establecida una breve tregua, pasa a formar parte de su equipo. Pero la reserva no ha abandonado su voz. En torno a sus ojos cansados se advierten cautela y circunspección.
—Arnold se llevó a ese hombre a un rincón. El hombre del estetoscopio. Cogido del brazo. Hablaron como suelen hacerlo los médicos. En voz baja, aparte.
—¿En inglés?
—Eso creo. Cuando Arnold habla en francés o kiswahili, adopta un lenguaje gestual distinto. —Y cuando habla en inglés tiende a subir un poco el volumen, podría haber añadido.
—Descríbelo…, al tipo del estetoscopio —ordena Rob.
—Era robusto. Corpulento. Rollizo. Desastrado. Con zapatos de ante, eso se me quedó grabado en la memoria. Recuerdo que se me antojó raro que un médico calzara zapatos de ante, no sé bien por qué. Pero aún conservo en la memoria la imagen de los zapatos. Llevaba la bata mugrienta, no manchada de nada en particular sino mugrienta en conjunto. Zapatos de ante, la bata mugrienta, cara rubicunda. Un hombre del espectáculo o algo así. De no ser por la bata blanca, habría pasado por un empresario teatral. —Y con tres abejas doradas, sin lustre pero inconfundibles, bordadas en el bolsillo, tal como la enfermera del anuncio del aeropuerto, piensa Justin. Para su propia sorpresa, añade—: Se lo veía avergonzado.
—¿De qué?
—De su propia presencia allí. De lo que hacía.
—¿Por qué lo dices?
—Evitaba mirar a Tessa. A Tessa y a mí. Miraba a cualquier parte menos hacia nosotros.
—¿Color de pelo?
—Rubio. Entre rubio y rojo. Tenía en la cara ese color encendido de los bebedores y el pelo rojizo lo hacía más visible. ¿Sabéis de quién hablo? Tessa sentía mucha curiosidad por él.
—¿Barba? ¿Bigote?
—Bien afeitado. No. Miento. Empezaba a asomarle una barba de un día como mínimo, con un tono dorado. Tessa le preguntó el nombre varias veces. Él se negó a darlo.
Rob vuelve a meterse donde no le llaman.
—¿Qué clase de conversación parecía? —insiste—. ¿Era una discusión? ¿Era cordial? ¿Estaban invitándose a comer? ¿Qué pasaba?
Otra vez la cautela. No oí nada. Sólo vi.
—Aparentemente Arnold protestaba…, hacía reproches. El médico lo desmentía. Me dio la impresión… —Justin se interrumpe, tomándose un tiempo para elegir las palabras. «No confíes en nadie», le había dicho Tessa. «En nadie excepto Ghita y Arnold. Prométemelo». Lo prometo—. Mi impresión me que aquélla no era la primera vez que entraban en discordia. Lo que presencié formaba parte de una disputa continuada. O al menos eso pensé después: que había presenciado una reanudación de hostilidades entre adversarios.
—Has pensado mucho en eso, pues.
—Sí. Sí, así es —asiente Justin con recelo—. Tuve la impresión asimismo de que el inglés no era la lengua materna de ese médico.
—Pero ¿no comentaste nada al respecto con Arnold y Tessa?
—Cuando aquel hombre se fue, Arnold volvió junto a la cama de Tessa, le tomó el pulso y le habló al oído.
—¿Tampoco oíste nada?
—No, y ésa era la intención. —Poco convincente, piensa. Esfuérzate más—. Ya me había acostumbrado a ese papel —explica, eludiendo sus miradas—: a permanecer fuera de su círculo.
—¿Qué medicación administraban a Wanza?
—No lo sé.
Lo sabía perfectamente. Veneno. Había traído a Tessa del hospital y estaba dos peldaños por debajo de ella en la escalera, camino del dormitorio, con una bolsa en cada mano —una con las cosas de ella y otra con la canastilla de Garth—, pero la observaba con la actitud alerta de un luchador porque Tessa, como siempre, tenía que arreglárselas sin ayuda de nadie. Al primer indicio de desfallecimiento, Justin soltó las bolsas y la sujetó antes de que se le doblaran las rodillas, y notó la alarmante levedad de su cuerpo, y el temblor y la desesperación cuando prorrumpió en su lamento, no por la muerte de Garth sino por la muerte de Wanza. «¡La han matado!», barbotó ante la cara de Justin porque la sostenía en un estrecho abrazo. «¡Esos hijos de puta han matado a Wanza, Justin! La han matado con su veneno». ¿Quiénes, cariño?, preguntó él, apartándole de la frente y las mejillas el pelo húmedo de sudor. ¿Quiénes la han matado? Dímelo. Rodeando su consumida espalda con un brazo, la guió escalera arriba con delicadeza. ¿Qué hijos de puta, cariño? Dime quiénes son los hijos de puta. «Esos hijos de puta de las TresAbejas. Esos medicastros de pega. Los que no querían mirarnos». ¿A qué médicos te refieres?, levantándola en brazos y dejándola tendida en la cama, sin darle una segunda oportunidad de caerse. ¿Tienen nombre, esos médicos? Dímelo.
Desde las profundidades de su mundo interior, Justin oye a Lesley formular la misma pregunta a la inversa.
—¿Te dice algo el apellido Lorbeer, Justin?
Ante la duda, miente, se ha jurado a sí mismo. Ante una situación apurada, miente. Ante el compromiso de no confiar en nadie —ni siquiera en mí—, de ser fiel sólo a los muertos, miente.
—Me temo que no —contesta.
—¿No lo has oído alguna vez accidentalmente? ¿Escuchando sin querer una conversación telefónica? ¿Mencionado de pasada por Arnold o Tessa mientras charlaban? ¿Lorbeer, alemán, holandés…, quizá suizo?
—El apellido Lorbeer no me suena en ningún contexto.
—¿Y Kovacs, una mujer húngara? Imponente, por lo que cuentan. Pelo oscuro.
—¿Tiene un nombre de pila? —Eso equivale de nuevo a una negación, pero esta vez es la verdad.
—No, ni ella ni ninguno de los otros —responde Lesley con cierta desesperación—. Emrich. También mujer. Pero rubia. ¿No? —Dándose por vencida, lanza el lápiz a la mesa—. Así pues, Wanza muere —dice—. Confirmado. La ha matado un hombre que no quería miraros. Y a fecha de hoy, seis meses después, sigues sin saber de qué murió. Simplemente murió, sin más.
—No llegué a enterarme. Si Tessa o Arnold conocían la causa de la muerte, yo no.
Rob y Lesley se distienden de pronto en sus sillas como dos atletas que, de común acuerdo, deciden tomarse un descanso. Recostándose, Rob estira los brazos y exhala un teatral suspiro, mientras que Lesley, aún inclinada, apoya la barbilla en el hueco de la mano con una expresión melancólica en su sagaz semblante.
—¿Y seguro que no te lo has sacado de la manga? —pregunta a Justin por entre los nudillos—. ¿Ese cuento de la moribunda Wanza, su hijo recién nacido, el supuesto médico avergonzado, los supuestos estudiantes en bata blanca? ¿No será, por decir algo, un entramado de mentiras del principio al fin?
—¡Qué ocurrencia tan absurda! ¿Por qué iba a haceros perder el tiempo inventándome una historia semejante?
—En los archivos del hospital de Uhuru no consta ninguna Wanza —explica Rob con igual desaliento desde su postura semiyacente—. Tessa existió, tu pobre Garth también. Pero Wanza no. Nunca ha estado allí. No ingresó, no la atendió ningún médico, ni falso ni auténtico, nadie la tuvo en observación, no se le prescribió ningún tratamiento. Su hijo no nació, ella no murió, su cadáver no se perdió porque nunca ha existido. Les, aquí presente, probó a hablar con varias enfermeras, pero no sabían nada, ¿verdad, Les?
—Alguien tuvo una charla en privado con ellas antes que yo —aclara Lesley.
Oyendo una voz de hombre a sus espaldas, Justin volvió al instante la cabeza. Pero sólo era el auxiliar de vuelo interesándose por su bienestar físico. ¿Requería acaso el señor Brown un poco de ayuda con los mandos del asiento? Gracias, el señor Brown prefería mantener el respaldo recto. ¿O con el sistema de vídeo? Gracias, no, no me hace falta. ¿Y no desearía acaso bajar la persiana de la ventanilla? No, gracias —categóricamente—, Justin prefería su ventanilla abierta al cosmos. ¿Qué tal, pues, una cálida y agradable manta para el señor Brown? Movido por su incorregible cortesía, Justin aceptó la manta y fijó nuevamente la mirada en la ventanilla negra a tiempo de ver a Gloria irrumpir en el comedor sin llamar a la puerta, cargada con una bandeja de sándwiches de paté. Al colocarla en la mesa, lanza un furtivo vistazo a lo que Lesley tiene anotado en su libreta; en vano, ya que Lesley ha pasado hábilmente la hoja.
—No haréis trabajar demasiado a nuestro huésped, ¿eh que no, chicos?
Bastante
carga lleva ya a sus espaldas, el pobre, ¿no, Justin?
Y un beso en la mejilla para Justin, y un mutis propio de vedette para todos los presentes, que saltan los tres a una de sus sillas para abrir la puerta a su carcelera cuando parte con la bandeja del té ya terminado.
Después de la intrusión de Gloria, el interrogatorio se toma deshilvanado durante un rato. Mientras mordisquean los sándwiches, Lesley abre otra libreta, una azul, y Rob comienza a ensartar preguntas sin aparente conexión.
—¿Conoces a alguien que fume cigarrillos Sportsman continuamente? —En un tono que induce a pensar que fumar Sportsman constituye un delito castigado con la pena capital.
—Que yo sepa, no. A los dos nos molestaba mucho el humo de tabaco.
—Quería decir en general, no sólo en casa.
—Tampoco.
—¿Conoces a alguien que tenga un camión de safari verde, de chasis largo, en buen estado, matrícula de Kenia?
—El embajador anda luciéndose por ahí en una especie de todoterreno blindado, pero dudo que sea eso lo que tienes en mente.
—¿Conoces a ciertos individuos de alrededor de cuarenta años, aspecto militar, musculosos, bronceados, botas relucientes?
—No me viene a la cabeza nadie de esas características, lo siento —admite Justin, con una sonrisa de alivio por verse fuera de la zona de peligro.
—¿Has oído hablar de Marsabit?