Y nunca estaba de más recordarles quién mandaba. Cauto pero imperturbable, eso era lo que buscaban en sus altos cargos. No era cuestión de pregonarlo, naturalmente; era mejor que en Londres notaran por sí mismos lo bien que funcionaba todo cuando no estaba allí Porter para poner reparos a cada coma.
Aunque, para ser sinceros, hacía falta paciencia para aguantar una situación tan indefinida. Probablemente era eso lo que estaba destrozándole los nervios a Gloria. Ahí tienes la residencia oficial del embajador, a cien metros calle arriba, provista de servicio y a punto para ser habitada, con un Daimler en el garaje pero sin bandera ondeando en el asta. Ahí tienes a Porter Coleridge, nuestro embajador ausente. Y aquí me tienes a mí, pobre desgraciado, haciendo el trabajo de Coleridge bastante mejor que Coleridge, esperando noche y día a que me comuniquen si, habiendo ocupado su puesto, puedo considerarme o no su sucesor oficial, formal y plenamente acreditado, con todo lo que eso conlleva, a saber, la residencia, el Daimler, el despacho particular, Mildren, otras treinta y cinco mil libras anuales de sobresueldo y varios peldaños más cerca del título de sir.
Pero había un serio inconveniente. Tradicionalmente, el ministerio era reacio a ascender de categoría a un diplomático
en poste
. Preferían tenerlo una temporada en Inglaterra y luego asignarle un destino en otra parte. Ha habido excepciones, claro está, pero contadas…
Sus pensamientos saltaron de nuevo a Gloria. Lady Woodrow, con eso se le pasarán todos los males. La impaciencia, ése es su problema. Por no hablar de la ociosidad. Debería haberle pedido un par de hijos, para tenerla ocupada. Pero, bueno, no estará tan ociosa si nos instalamos en la residencia oficial, eso desde luego. Con suerte, le quedará una noche libre a la semana. El mal genio, ése es otro problema. La semana pasada tuvo una acalorada discusión con Juma por algo tan trivial como redecorar el piso de abajo. Y el lunes, aunque Woodrow jamás habría imaginado que llegaría a ver ese día, se enzarzó en una pelea con la bruja de Elena,
casus belli
desconocida.
—¿No va siendo hora de que invitemos a cenar a los El, querida? —había sugerido Woodrow cortésmente—. No los vemos desde hace meses.
—Si quieres que vengan, telefonéalos tú —contestó Gloria con frialdad, así que Woodrow no los telefoneó.
Pero Woodrow notaba la pérdida. Gloria, sin una amiga, era un motor sin engranaje. El hecho —el hecho extraordinario— de que hubiera pactado una especie de tregua armada con Ghita Pearson no le servía de consuelo. Hacía sólo un par de meses hablaba con desdén del mestizaje de Ghita.
—No me siento cómoda con la hija de un brahmán educada en Inglaterra que habla como nosotros y viste como un derviche —había dicho a Elena en presencia de Woodrow—. Y esa chica, la mujer de Quayle, ejerce una mala influencia sobre ella.
Ahora esa chica, la mujer de Quayle, estaba muerta y a Elena la había mandado al cuerno. Y Ghita, que vestía como un derviche, había sido reclutada para hacer de guía a Gloria en una visita al barrio de Kibera con la anunciada intención de encontrarle trabajo en el voluntariado de alguna organización humanitaria. Y esto, para colmo, en unos momentos en que la propia conducta de Ghita causaba seria preocupación a Woodrow.
Primero, su exhibición en el funeral. No había un libro de normas sobre cómo comportarse en un funeral, era cierto. No obstante, a juicio de Woodrow, se había abandonado en exceso a la autocompasión. Luego siguió un período de —como él lo llamaba— luto agresivo, durante el cual vagaba por la cancillería como un zombi, negándose en redondo a mirarlo a los ojos, siendo que en el pasado Woodrow la había considerado… una candidata, digamos. Y el viernes anterior, sin dar la menor explicación, había pedido un día libre, a pesar de que en rigor, como miembro reciente de la cancillería —y el más joven—, no tenía derecho a ello. No obstante, por pura bondad, Woodrow le había dicho:
—Bien, Ghita, de acuerdo, pero no lo dejes muy agotado, al pobre. —Nada insultante, una broma inocente entre un hombre casado y maduro y una joven bonita. Pero si las miradas mataran, Woodrow habría caído muerto a sus pies.
¿Y en qué había empleado el tiempo que le había concedido, sin que ella se dignara siquiera a despedirse? Había viajado al maldito lago Turkana en un vuelo chárter contratado junto con una docena de miembros femeninos del autoconstituido club de seguidores de Tessa Quayle para depositar una corona y cantar himnos al son de los tambores en el sitio donde Tessa y Noah habían sido asesinados. La primera noticia que Woodrow tuvo de ello fue el lunes a la hora del desayuno, cuando abrió el
Nairobi Standard
y vio la fotografía de Ghita entre dos enormes africanas que Woodrow recordaba vagamente del funeral.
—Vaya, Ghita Pearson, te pillé —había dicho entre dientes, pasándole el diario a Gloria—. Por el amor de Dios, ya va siendo hora de enterrar a los muertos en lugar de desenterrarlos cada diez minutos. Siempre he pensado que Ghita estaba enamorada de Justin.
—Si no hubiéramos tenido aquí al embajador italiano, yo me habría ido con ellas —respondió Gloria con tono de reproche.
La luz del dormitorio estaba apagada. Gloria hacía ver que dormía.
—¿Nos sentamos, pues, señoras y señores?
Un taladro eléctrico zumbaba en el piso de arriba. Woodrow envió a Mildren a silenciarlo mientras fingía concentrarse en los papeles que tenía delante. El zumbido cesó. Sin prisa, Woodrow levantó la vista para mirar a todos los reunidos, incluido Mildren, jadeante. De manera excepcional, se había solicitado la presencia de Tim Donohue y su ayudante, Sheila. Sin las habituales reuniones del embajador con el personal diplomático al completo, Woodrow había insistido en que asistiera todo el mundo. De ahí la presencia de los agregados de defensa y trabajo, y Barney Long, de la Sección de Comercio. Y la pobre Sally Aitken, con su tartamudeo y rubor, en sustitución del agregado de agricultura y pesca. Ghita, advirtió Woodrow, ocupaba su rincón de siempre, donde desde la muerte de Tessa hacía lo posible por pasar inadvertida. Para su irritación, llevaba aún un pañuelo negro de seda alrededor del cuello que recordaba el vendaje de Tessa, empapado de sangre. ¿Eran sus miradas de soslayo un coqueteo o una muestra de desdén? Con las bellezas euroasiáticas nunca se sabía.
—Hoy traigo noticias tristes, me temo —comenzó—. Te importaría echar el pestillo a la puerta, Barney. —Fue derecho al grano, como tenía planeado. Hay que coger el toro por los cuernos, somos todos profesionales, y si es necesario operar, se opera. Ésa era la actitud que quería reflejar. Pero también cierto valor en su papel de embajador en funciones, consultando primero sus notas, dando luego unos golpes en la mesa con el lado romo del lápiz y adelantando los hombros para dirigirse a las filas—. Hay dos cosas que debo deciros esta mañana. La primera ha de mantenerse en secreto hasta que la oigáis en los noticiarios, británicos o kenianos, igual da. A las doce en punto de hoy la policía de Kenia hará pública una orden de detención contra el doctor Arnold Bluhm por el asesinato de Tessa Quayle y Noah el conductor. Las autoridades kenianas han estado en contacto con el gobierno belga, y los superiores de Bluhm serán informados con antelación. Nosotros les llevamos la delantera gracias a la intervención de Scotland Yard, que entregará su informe a la Interpol.
Apenas si se oye el crujido de una silla tras la explosión. Ni protestas, ni expresiones de estupefacción. Sólo la enigmática mirada de Ghita, posándose por fin en él, con odio o admiración.
—Me consta que a muchos os sorprenderá, sobre todo a quienes conocíais y apreciabais a Arnold. Si deseáis comentarlo con vuestras parejas, tenéis mi permiso para actuar a vuestro arbitrio. —Una fugaz imagen de Gloria, quien hasta la muerte de Tessa había considerado a Bluhm un gigoló pero ahora sentía una misteriosa preocupación por su bienestar—. Tampoco yo puedo decir que me entusiasme la noticia —admitió Woodrow, en un flagrante eufemismo—. Naturalmente, aparecerán en la prensa explicaciones simplistas de los motivos. La relación entre Tessa y Bluhm se utilizará hasta la saciedad. Y si algún día lo detienen, el juicio será sonado. Así que, desde el punto de vista de esta misión, la noticia no podría ser peor. Por ahora, no dispongo de datos sobre la solidez de las pruebas. Me han asegurado que son concluyentes, pero ¿qué iban a decir? —Un indicio de aspereza en el jocoso comentario—. ¿Preguntas?
Ninguna, al parecer. Daba la impresión de que, con la noticia, se les hubieran deshinchado las velas a todos. Incluso a Mildren. Ni siquiera Mildren, que la conocía ya desde la noche anterior, encontró nada mejor que hacer que rascarse la punta de la nariz.
—La segunda noticia no guarda relación con la primera pero es mucho más delicada. No podéis informar a vuestras parejas sin mi consentimiento previo. El personal subalterno será informado selectivamente cuando sea oportuno, y bajo riguroso control. Por mí o por el embajador cuando regrese. No por vosotros. ¿Queda claro hasta el momento?
Totalmente claro. Esta vez hubo gestos de expectación. Todas las miradas estaban puestas en él, junto con la de Ghita, que no la había apartado ni un instante. Dios mío, ¿y si se ha enamorado de mí? ¿Cómo me libraré de ella? Desarrolló el razonamiento hasta el final. ¡Claro! Por eso anda ahora con Gloria. Primero iba tras Justin, y ahora me ha elegido a mí. Es de esas mujeres que no se conforman sólo con el marido, ha de tener también a la esposa. Se cuadró y reanudó su sobrio boletín informativo.
—Lamento mucho tener que deciros que nuestro antiguo colega Justin Quayle está en paradero desconocido. Probablemente sabréis ya que rechazó cualquier tipo de recepción a su llegada a Londres, alegando que prefería moverse por su cuenta, etcétera. Al llegar, se reunió con la jefa de personal, y ese mismo día comió con Pellegrin. Los dos lo notaron tenso, irascible y hostil, al pobre. Le ofrecieron refugio en un lugar tranquilo y terapia, pero lo rechazó todo. Entretanto, ha saltado del barco.
Ahora era Donohue hacia quien Woodrow dirigía discretamente su atención, no ya a Ghita. Su mirada, por estudiada decisión, no permanecía fija en ninguno de ellos, claro está. Oscilaba entre la media distancia y las notas que tenía en la mesa. Pero en realidad se concentraba en Donohue, y cada vez estaba más convencido de que Donohue y su flaca ayudante Sheila, una vez más, habían sido informados previamente de la deserción de Justin.
—El mismo día de su llegada a Gran Bretaña, la misma noche para ser más exactos, Justin envió una carta muy poco sincera a la jefa de personal, notificándole que se tomaba un periodo de permiso para resolver los asuntos de su esposa. Utilizó el correo ordinario, lo cual le proporcionó tres días de ventaja. Cuando la jefa de personal tomó medidas para refrenarlo, por el bien de él, debo añadir, ya había desaparecido. Hay indicios de que se tomó grandes molestias para ocultar sus movimientos. Se le siguió la pista hasta Elba, donde Tessa tenía una finca, pero cuando el Foreign Office encontró el rastro ya se había marchado. Nadie sabe adonde, pero sí existen ciertas sospechas. No solicitó formalmente el permiso, por supuesto, y el ministerio, por su parte, estaba intentando decidir cuál podía ser la mejor manera de ayudarlo, qué destino le convenía más para recuperarse de sus heridas. —Se encogió de hombros, indicando que no había mucha gratitud en el mundo—. En fin, sea lo que sea lo que está haciendo, está haciéndolo solo. Y desde luego no lo hace por nosotros. —Dirigió una sombría mirada a los presentes y volvió a consultar sus notas—. En este asunto, hay un aspecto relacionado con la seguridad del que obviamente no puedo informaros, así que el ministerio espera con inquietud el siguiente paso de Justin Quayle. También están preocupados por él mismo, como todos nosotros. Habiendo demostrado una gran serenidad y dominio de sí mismo durante su estancia aquí, parece que finalmente se ha desmoronado a causa de la tensión. —Llegaba la parte difícil, pero Woodrow estaba ya preparado—. Contamos con varias interpretaciones de los expertos, ninguna de ellas agradable desde nuestra perspectiva. —El hijo de militar prosiguió con gallardía—. Una de las posibilidades, según los sagaces especialistas que ven segundas lecturas en estos casos, es que Justin atraviesa una etapa de negación, es decir, se resiste a aceptar la muerte de su esposa y está buscándola. Resulta doloroso, pero hablamos de la lógica de una mente temporalmente ofuscada. O confiamos en que se trate de algo temporal. Otra teoría, análogamente verosímil o inverosímil, sostiene que ha emprendido un viaje de venganza, en busca de Bluhm. Por lo visto, Pellegrin, con las mejores intenciones, dejó escapar que Bluhm era sospechoso del asesinato de Tessa. Puede que Justin, al oírlo, decidiera actuar por su cuenta. Es triste. Muy triste, de hecho.
Por un momento, en su fluctuante visión de sí mismo, Woodrow se convirtió en la personificación misma de la tristeza. Era la cara honesta de un comprensivo servicio diplomático. Era el juez romano, cauto al juzgar y más cauto aún al condenar. Era el clásico hombre de mundo, sin miedo a tomar decisiones difíciles pero resuelto a regirse por sus mejores sentimientos. Alentado por la excelencia de su interpretación, pensó que podía permitirse improvisar.
—Según parece, las personas en el estado de Justin a menudo tienen planes que ellos mismos desconocen. Actúan con piloto automático, esperando un pretexto para llevar a cabo lo que inconscientemente ya habían planeado. Como los suicidas, en cierto modo. Alguien hace un comentario en broma y… pum, ha apretado el gatillo sin saberlo.
¿Estaba hablando demasiado? ¿Demasiado poco? ¿Estaba yéndose por las ramas? Ghita lo miraba con desprecio, como una sibila furiosa, y se apreciaba algo en el fondo de los ojos hinchados y amarillentos de Donohue que Woodrow era incapaz de interpretar. ¿Desdén? ¿Ira? ¿O simplemente la permanente expresión de quien tiene un objetivo distinto, de quien viene o va a un lugar distinto?
—Pero la teoría más probable sobre lo que ocurre en la mente de Justin en estos momentos, me temo, la que más concuerda con los datos conocidos, y por la que se inclinan los psiquiatras del ministerio, es que Justin ha caído en la monomanía de la conspiración, lo cual podría plantear un grave problema. Si uno es incapaz de asimilar la realidad, inventa una conspiración. Si alguien no acepta que su madre murió de cáncer, atribuye la culpa al médico que la atendía. Y a los cirujanos. Y a los anestesistas. Y a las enfermeras.
Que
actuaban confabulados, claro está. Y conspiraron colectivamente para deshacerse de ella. Y en apariencia eso es precisamente lo que piensa Justin ahora de la muerte de Tessa. Tessa no sólo fue violada y asesinada. Tessa fue víctima de una intriga internacional. No murió porque fuera joven y atractiva y en extremo desafortunada, sino porque
ellos
la querían muerta. ¿Quiénes son
ellos
? Me temo que nadie tiene la respuesta. Podría ser el verdulero de vuestro barrio, o la señora del Ejército de Salvación que llamó al timbre y os entregó un ejemplar de su revista. Todos están involucrados. Todos conspiraron para matar a Tessa.