—Oh, nuestra policía es muy diligente. Si hemos perdido un ordenador, pues se lo decimos a la compañía de seguros y compramos uno nuevo, no hay que ir a molestar a la policía por eso. ¿Conociste a Wanza?
—Sólo en el hospital, cuando ya estaba muy enferma. ¿Te escribió algo Tessa sobre Wanza?
—Que la habían envenenado. Que Lorbeer y Kovacs habían ido a verla al hospital y que el bebé de Wanza se había curado, pero ella no. Que la droga la mató. Tal vez la mató una combinación. Tal vez estaba demasiado delgada y no tenía grasa corporal suficiente para asimilar la droga. Tal vez si le hubieran dado menos habría vivido. Tal vez KVH reajuste la farmacocinética antes de vender el producto en Estados Unidos.
—¿Dijo eso? ¿Tessa?
—Sí. «Wanza no era más que otro conejillo de Indias. Yo la quería. Ellos la mataron. Tessa».
Justin se apresuró a protestar.
—Por amor de Dios, Birgit. ¿Qué hay de Emrich? Si Emrich, una de las personas que descubrió la droga, ha declarado que no es fiable, seguro que…
Birgit le cortó en seco.
—Emrich exagera. Pregunta a Kovacs. Pregunta a KVH. La contribución de Lara Emrich al descubrimiento de la molécula Dypraxa fue absolutamente mínima. Kovacs puso el genio, Emrich era la ayudante de laboratorio y Lorbeer el visionario. Naturalmente, se ha dado a Emrich mucha más importancia de la que tenía, porque era amante de Lorbeer.
—¿Dónde está Lorbeer ahora?
—No se sabe. Emrich no lo sabe, KVH no lo sabe… dice que no lo sabe. En los últimos cinco meses Lorbeer ha sido completamente invisible. Tal vez también a él lo hayan matado.
—¿Dónde está Kovacs?
—De viaje. Viaja tanto que KVH no puede decirnos nunca dónde está ni dónde estará. La semana pasada estaba en Haití, quizá; hace tres semanas estaba en Buenos Aires o en Tombuctú. Pero dónde estará mañana o la semana que viene es un misterio. Naturalmente, su dirección particular es confidencial y su número de teléfono también.
Carl estaba enfadado. Hacía apenas un instante arrastraba plácidamente una ramita por un charco, ahora berreaba porque quería comer. Se sentaron en un banco y Birgit le dio el biberón.
—Si no estuvieras tú, se lo tomaría solo —dijo orgullosamente—. Iría caminando como un pequeño borracho con el biberón en la boca. Pero ahora tiene un tío que lo observa, así que necesita toda tu atención. —Algo en lo que dijo le recordó el dolor de él—. Lo siento, Justin —musitó—. ¿Qué puedo decir? —Pero lo dijo tan deprisa y tan bajito que, por una vez, él no necesitó contestar «gracias», ni «sí, es terrible», ni «eres muy amable», ni ninguna de las demás frases sin sentido que había aprendido a decir mecánicamente cuando la gente se sentía obligada a expresar lo inexpresable.
Paseaban de nuevo y Birgit revivía el día del robo.
—Llego a la oficina por la mañana. Mi colega Roland está en un congreso en Río, por lo demás es un día normal. Las puertas están cerradas. Tengo que abrirlas, como de costumbre. Al principio no noto nada. Ésa es la cuestión. ¿Qué ladrón cierra las puertas con llave cuando se va? La policía también nos hizo esta pregunta. Pero lo que es incuestionable es que las puertas estaban cerradas. La oficina no está ordenada, pero eso es normal. En Hipo la limpieza la hacemos nosotros mismos. No podemos permitirnos el lujo de pagar por la limpieza, y a veces tenemos demasiado trabajo o demasiada pereza para ponernos a limpiar.
Tres mujeres pasaron pedaleando solemnemente en bicicleta, dieron la vuelta al aparcamiento y volvieron, adelantándolos en su camino colina abajo. Justin recordó a las tres ciclistas de la mañana.
—Voy a comprobar el contestador automático. En Hipo tenemos contestador. Un aparato corriente de no más de cien marcos, pero cien marcos al fin y al cabo, y nadie se lo ha llevado. Tenemos corresponsales en todo el mundo, así que necesitamos contestador. La cinta no está. Mierda, pienso, ¿quién ha cogido la estúpida cinta? Voy al otro despacho a buscar una cinta nueva. El ordenador no está. Mierda, pienso, ¿qué idiota ha movido el ordenador y dónde lo ha dejado? Es un ordenador grande, en dos bloques, pero no es imposible moverlo, porque tiene ruedas. Tenemos con nosotros a una chica nueva, una abogada en prácticas, una chica estupenda en realidad, pero nueva. «Beate, querida —le digo—, ¿dónde demonios está nuestro ordenador?». Entonces empezamos a buscar. Ordenador. Cintas. Disquetes. Documentos. Archivos. Todo ha desaparecido y las puertas cerradas con llave. No se han llevado nada de valor. Ni el dinero de la caja, ni la máquina de café, la radio, el televisor o la grabadora vacía. No son drogadictos. No son ladrones profesionales, Y para la policía, no son delincuentes. ¿Para qué iban a cerrar las puertas unos delincuentes? Tal vez tú me lo puedas decir.
—Para que lo sepamos —contestó Justin después de una larga pausa.
—¿Cómo? ¿Para que sepamos qué? No te entiendo.
—También cerraron las puertas de Tessa.
—Explícate, por favor. ¿Qué puertas?
—Las del todoterreno. Cuando la mataron. Cerraron las puertas del todoterreno para que las hienas no se llevaran los cadáveres.
—¿Por qué?
—Para asustarnos. Ése fue el mensaje que pusieron en el ordenador portátil de Tessa. Para ella o para mí. «Cuidado. No sigas con lo que estás haciendo». A ella, además, le enviaron una amenaza de muerte. Lo descubrí hace apenas unos días. Ella no me lo contó.
—Entonces era muy valiente —dijo Birgit.
Birgit recordó las baguettes. Se sentaron en otro banco y se las comieron mientras Carl mordisqueaba una galleta para bebés y cantaba, y los dos viejos centinelas pasaban por delante sin mirarlos, colina abajo.
—¿Siguieron algún patrón en lo que se llevaron, o se limitaron a llevárselo todo?
—Se lo llevaron todo, pero también seguían un patrón. Roland dice que no, pero Roland está demasiado relajado, como siempre. También es un atleta con un corazón que late a la mitad de la velocidad normal, así que corre más que nadie. Pero sólo cuando quiere. Va deprisa cuando sirve para algo. Cuando no hay nada que hacer, se echa a dormir.
—¿Cuál era el patrón? —preguntó Justin.
Frunce el entrecejo como Tessa, notó de repente. Es el ceño de la discreción profesional. Justin no hizo el menor intento por romper el silencio, como tampoco hacía con Tessa.
—¿Cómo traduces
waghalsig
? —preguntó ella al fin.
—Imprudente, creo. Temeraria, quizá. ¿Por qué?
—Entonces yo también fui
waghalsig
—dijo Birgit.
Carl quería que lo llevaran en brazos, hecho insólito, según su madre. Justin insistió con éxito en llevar la carga. No fue tan sencillo; Birgit se quitó la mochila de la espalda y alargó las cintas para que se la pusiera él, y sólo cuando quedó ajustada a su plena satisfacción, metió a Carl en ella y le exhortó a portarse bien con su nuevo tío.
—Fui peor que
waghalsig
. Fui una completa idiota. —Se mordió el labio, detestándose a sí misma por lo que tenía que decir—. Nos llegó una carta. La semana pasada. El jueves. Llegó por correo desde Nairobi. No era una carta, sino un documento. Setenta hojas. Sobre la Dypraxa. Historia, aspectos y efectos secundarios. Positivo y negativo, pero sobre todo negativo, teniendo en cuenta las muertes y los efectos secundarios. No estaba firmado. Era objetivo en todos los aspectos científicos, pero en otros resultaba un poco extraño. Estaba dirigido a Hipo, sin ningún nombre en particular, sólo Hipo. A las damas y caballeros de Hipo.
—¿En inglés?
—En inglés, pero creo que no lo había escrito un inglés. Estaba escrito a máquina. Mencionaba a Dios muchas veces. ¿Eres una persona religiosa?
—No.
—Pero Lorbeer sí.
La fina llovizna había empezado a intercalarse con aguaceros esporádicos. Birgit estaba sentada en un banco. Habían llegado a una plataforma con columpios que tenían barras en los asientos para impedir que los niños se cayeran. Carl quiso subirse a uno y que lo columpiaran. Intentaba no dejarse vencer por el sueño, pues le embargaba una indolencia gatuna. Tenía los ojos entornados y sonreía mientras Justin lo columpiaba con obsesiva prudencia. Un Mercedes blanco con matrícula de Hamburgo subió por la colina lentamente, pasó junto a ellos y dio una vuelta por el abarrotado aparcamiento. Un conductor y un pasajero a su lado, ambos hombres. Justin recordó a las dos mujeres del Audi aparcado cuando había salido a la calle por la mañana. El Mercedes bajó por la colina.
—Tessa me dijo que hablabas todo tipo de lenguas —dijo Birgit.
—Eso no significa que tenga algo que decir en ellas. ¿Por qué fuiste
waghalsig
?
—Di mejor estúpida.
—¿Por qué fuiste estúpida?
—Lo fui porque cuando el documento de Nairobi llegó por correo, me entusiasmé y telefoneé a Lara Emrich a Saskatchewan y le dije: «Lara, querida, escucha, hemos recibido una larga historia anónima sobre la Dypraxa, muy mística, muy extraña y auténtica, sin remite y sin fecha, y creo que es de Markus Lorbeer. Habla de las víctimas de la combinación de drogas y te será de gran ayuda». Yo estaba muy contenta porque el documento llevaba en realidad su nombre. «La doctora Lara Emrich tiene razón», se titulaba. «Es una locura», le dije, «pero suena como una feroz declaración política. También es muy polémica, muy religiosa y muy destructiva para Lorbeer». «Entonces es de Lorbeer. Markus quiere autoflagelarse. Típico de él», dijo ella.
—¿Has visto a Emrich alguna vez? ¿La conoces?
—Igual que conocía a Tessa. Por correo electrónico. Así que somos amigas electrónicas. En el documento se decía que Lorbeer pasó seis años en Rusia, dos bajo el viejo régimen comunista y cuatro bajo el nuevo orden caótico. Le cuento esto a Lara, que ya lo sabía. Según el documento, Lorbeer fue representante de ciertas empresas farmacéuticas occidentales y presionó a las autoridades sanitarias rusas para que compraran sus medicamentos, le digo. En seis años Lorbeer tuvo tratos con ocho ministros de Sanidad distintos. El documento menciona un dicho con respecto a ese período y estoy a punto de leérselo a Lara, cuando ella me interrumpe y me lo suelta tal como aparece en el documento: «Los ministros de Sanidad rusos llegaron en un Lada y se fueron en un Mercedes». Es una de las bromas predilectas de Lorbeer, me dice. Esto nos confirma a las dos que Lorbeer es el autor del documento. Es una confesión masoquista. También me entero por Lara de que el padre de Lorbeer era un luterano alemán, muy calvinista, muy estricto, lo que explica las morbosas ideas de Lorbeer y su deseo de confesar. ¿Sabes algo de medicina? ¿De química? ¿Un poco de biología quizá?
—Me temo que mi educación fue demasiado cara para eso.
—En su confesión Lorbeer asegura que mientras trabajaba para KVH obtuvo la validación de la Dypraxa por medio de halagos y sobornos. Describe cómo compró a funcionarios de Sanidad, aceleró ensayos clínicos, compró registros de medicamentos y licencias de importación, y untó todas las manos burocráticas de la cadena de gobierno. En Moscú, la validación de los más prestigiosos líderes de opinión sobre medicina podía comprarse por veinticinco mil dólares. Eso es lo que dice. El problema era que, cuando se sobornaba a uno, era preciso sobornar a todos los demás porque, de lo contrario, podían menospreciar la molécula por envidia o resentimiento. En Polonia no era muy diferente, pero salía más barato. En Alemania, la influencia era más sutil, pero no mucho. Lorbeer habla de una ocasión famosa en que alquiló un jumbo para KVH y llevó a Tailandia a ochenta eminentes médicos alemanes para realizar una excursión didáctica. —Birgit sonreía al relatar la anécdota—. La educación se la dieron durante el viaje de ida, en forma de películas y conferencias, y también caviar Beluga, así como brandys y whiskys selectísimos. Todo debía ser de la mejor calidad, escribe, porque los buenos doctores alemanes están ya muy mimados. El champán ya no les interesa. En Tailandia, los médicos tuvieron libertad para hacer lo que les diera la gana, pero se procuró diversión a quien la solicitó, sin olvidar una atractiva pareja. Lorbeer en persona organizó un viaje en helicóptero para dejar caer orquídeas sobre cierta playa donde los médicos y sus acompañantes se relajaban. En el viaje de vuelta a casa no fue necesario educarlos más. Los médicos se habían educado muy bien. Lo único que necesitaban recordar era qué prescribir y cómo redactar los artículos aprendidos.
Aunque Birgit reía, aquella historia le resultó incómoda y quiso corregir su impacto.
—Eso no significa que la Dypraxa sea un mal medicamento, Justin. Es un medicamento muy bueno que no ha completado sus ensayos clínicos. No todos los médicos se dejan seducir, ni todas las empresas farmacéuticas son negligentes y codiciosas.
Hizo una pausa, consciente de que había hablado demasiado, pero Justin no hizo el menor intento por cambiar de tema.
—La industria farmacéutica moderna sólo tiene sesenta y cinco años de existencia. Tiene buenos profesionales y ha logrado milagros humanos y sociales, pero no ha desarrollado aún una conciencia colectiva. Lorbeer dice en el documento que las empresas farmacéuticas le han dado la espalda a Dios. Hay muchas citas bíblicas que no comprendo. Tal vez sea porque no comprendo a Dios.
Carl se había dormido en el columpio, así que Justin lo sacó, y con la mano sobre la espalda caliente lo paseó suavemente de un lado a otro.
—Me estabas contado que llamaste a Lara Emrich por teléfono —recordó a Birgit.
—Sí, pero me he desviado deliberadamente porque me avergonzaba de haber sido tan estúpida. ¿Vas bien o quieres que lo coja yo?
—Estoy bien.
El Mercedes blanco se había detenido al pie de la colina. Los dos hombres seguían dentro.
—En Hipo hace años que damos por sentado que tenemos los teléfonos intervenidos, en cierto sentido nos enorgullece. De vez en cuando nos censuran el correo. Nos enviamos cartas a nosotros mismos y vemos después que nos llegan en diferente estado. A menudo hemos fantaseado con la idea de transmitir información errónea al
Organy
.
—¿El qué?
—Es la palabra que usa Lara. Es una palabra rusa de la época soviética. Define al conjunto de órganos del Estado.
—La incorporaré a mi vocabulario inmediatamente.
—Así pues, quizá el
Organy
nos estaba escuchando cuando Lara y yo nos reíamos y nos alegrábamos por teléfono, y cuando le prometí enviarle una copia del documento a Canadá de inmediato. Lara dijo que, desgraciadamente no tenía fax porque se había gastado el dinero en abogados y no le permiten entrar en el hospital. Si hubiera tenido un fax, tal vez hoy no habría ningún problema. Habría recibido la copia de la confesión de Lorbeer y ahora la tendría, aunque no la tengamos nosotros. Todo se habría salvado. Tal vez. Siempre tal vez. No se ha demostrado nada.