—Aclárame antes cuáles son los riesgos —propuso—. Explícame cuál es la peor de las posibilidades.
—No hay ningún riesgo. Todo está guardado. No existe la peor de las posibilidades. Estamos haciendo las cosas más sencillas que pueden hacerse con este ordenador. Si se bloquea, será como antes. Guardaré todos los mensajes nuevos. Tessa ya había guardado lo demás. Confíe en mí. —Guido acopla el módem al ordenador y entrega a Justin el extremo de un cable telefónico—. Desconecte el teléfono y enchufe eso en la toma de línea. Entonces ya estaremos conectados.
Justin obedece. Guido da una serie de instrucciones y espera. Justin mira por encima del hombro de Guido. Jeroglíficos, una ventana, más jeroglíficos. Una pausa para la oración y la contemplación, seguida de un mensaje a pantalla completa que parpadea como un cartel luminoso intermitente, y de una exclamación de fastidio por parte de Guido.
¡¡¡Zona peligrosa!!!
ESTO ES UNA ADVERTENCIA SANITARIA.
NO VAYA MÁS ALLÁ DE ESTE PUNTO.
ENSAYOS CLÍNICOS HAN REVELADO YA QUE CUALQUIER POSTERIOR INVESTIGACIÓN PUEDE TENER FATALES EFECTOS SECUNDARIOS. PARA SU SEGURIDAD Y BIENESTAR, SE HA ELIMINADO DE SU DISCO DURO TODO CONTENIDO TÓXICO
Durante unos ilusorios segundos Justin no alberga grandes preocupaciones. En otras circunstancias, habría deseado sentarse a la mesa de contaduría y escribir una airada carta al fabricante para quejarse de aquel estilo tan hiperbólico. Además, Guido acababa de demostrar que perro ladrador, poco mordedor. Así pues, se disponía a exclamar algo como «¡Vaya, otra vez
ellos
! Desde luego, son el colmo», cuando vio que Guido había dejado caer la cabeza igual que si hubiera recibido un balazo, y sus manos, vueltas cara arriba, se habían contraído a ambos lados del ordenador como si fueran arañas muertas, y su rostro, la parte que Justin puede ver, presenta de nuevo la palidez de los momentos previos a una transfusión.
—¿Es grave? —susurra Justin.
Echándose con visible ansiedad hacia adelante como un piloto aéreo en una situación crítica, aplica sus procedimientos de emergencia. Al parecer en vano, ya que después se yergue, se lleva la palma de la mano a la frente, cierra los ojos y lanza un estremecedor gemido.
—Dime qué está pasando —suplica Justin—. No puede ser tan grave, Guido. Dime qué es. —Y viendo que Guido sigue sin contestar, agrega—; Has apagado, ¿verdad?
Guido asiente, estupefacto.
—Y ahora estás desconectando el módem.
El niño asiente de nuevo, sin salir de su estupefacción.
—¿Por qué lo haces?
—Voy a reiniciar el sistema.
—¿Qué significa eso?
—Esperaremos un minuto.
—¿Por qué?
—Quizá dos.
—¿De qué servirá?
—Le dará tiempo para olvidar. Para calmarse. Esto no es normal, Justin. Esto es muy grave. —Vuelve a hablar en su neutro inglés americano de ordenador—. Esto no es una simple diversión de un grupo de jóvenes inadaptados. Esto se lo ha hecho gente muy perturbada, créame.
—¿A mí o a Tessa?
Guido mueve la cabeza en un gesto de asombro.
—Da la impresión de que alguien le odia. —Enciende de nuevo el ordenador, se encarama al taburete y respira hondo, como si dejara escapar un suspiro en sentido inverso.
Y Justin, para su gran satisfacción, vuelve a ver la habitual fila de alegres niños negros que le saludan desde la pantalla.
—Lo has conseguido —exclama—. ¡Eres un genio, Guido!
Pero no ha acabado aún de decirlo cuando los niños son sustituidos por un vistoso reloj de arena atravesado en diagonal por una flecha blanca. Después también esto desaparece, dejando un infinito negro azulado.
—Lo han fulminado —musita Guido.
—¿Cómo?
—Han metido un virus, y el virus tenía orden de borrar el disco duro y dejar un mensaje diciendo lo que acababa de hacer.
—No tienes la culpa, pues —asegura Justin.
—¿Hacía copias, Tessa?
—Todo lo que imprimió lo he leído ya.
—No hablo de copias en papel. ¿Grababa la información en disquetes?
—No los hemos encontrado. Creemos que se los llevó al norte.
—¿Cómo al norte? ¿Por qué no transfirió los ficheros a otro ordenador por correo electrónico? ¿Qué sentido tenía llevarse los disquetes al norte? No lo entiendo. No encaja.
Justin se acuerda de Ham y piensa en Guido. El ordenador de Ham tenía también un virus.
—Me has dicho que te enviaba mensajes a menudo —comenta Justin.
—Una o dos veces por semana. Si una semana se olvidaba, me mandaba dos a la siguiente. —Ahora habla en italiano. Vuelve a ser un niño, tan extraviado como el día que lo encontró Tessa.
—¿Has leído tu correo después de su muerte?
Guido niega enérgicamente con la cabeza. Había sido incapaz.
—Quizá podríamos volver a tu casa y ver si tienes algún mensaje de ella. ¿Te importaría? ¿No es una molestia?
Mientras ascendían por la carretera y se adentraban en el bosque cada vez más oscuro, Justin no pensó en nada ni nadie, salvo Guido. Guido era un amigo dolido, y el único objetivo de Justin era devolverlo sano y salvo a su madre, ayudarlo a recuperar la serenidad y asegurarse de que en adelante Guido abandonaba sus lamentaciones y volvía a convertirse en un joven genio de doce años, saludable y arrogante, y no en un inválido cuya vida había terminado con la muerte de Tessa. Y si, como Justin sospechaba, aquella gente —quienquiera que fuese— había hecho con el ordenador de Guido lo mismo que con el de Ham y el de Tessa, Justin tendría que consolarlo y, en la medida de lo posible, tranquilizarlo. Ésa era la prioridad absoluta de Justin, excluyendo cualquier otro objetivo o emoción, porque si se entregaba a esas otras consideraciones caería en la anarquía. Se desviaría del camino de investigación racional que se había trazado y confundiría la búsqueda de Tessa con el deseo de venganza.
Aparcó y, con una sensación de momentos finales, cogió a Guido del brazo. Y Guido, para sorpresa de Justin, no intentó siquiera desprenderse. Su madre había preparado un estofado con pan recién hecho del que se sentía muy orgullosa, así que, por insistencia de Justin, primero comieron, los dos, y elogiaron el guiso mientras ella los observaba. Luego Guido fue a buscar el ordenador a su habitación y pasaron un rato sin conectarse a la Red, sentados los dos hombro con hombro, leyendo los partes informativos de Tessa sobre los leones dormidos que había visto en sus viajes y los juguetones elefantes, que se habrían sentado encima del todoterreno y lo habrían aplastado si les hubiera dado la menor oportunidad, y las altivas jirafas, que sólo estaban contentas cuando alguien contemplaba sus elegantes cuellos.
—¿Quiere que le grabe en un disquete todos los mensajes de ella? —preguntó Guido, percibiendo acertadamente que Justin tenía ya más que suficiente de aquello.
—Te lo agradecería —dijo Justin, muy cortés—. Y quiero también que hagas copias de tu trabajo, para que pueda leerlo todo tranquilamente y escribirte: redacciones, tareas del colegio y todo lo que te hubiera gustado que Tessa viera.
Realizadas las copias, Guido sustituyó el cable del teléfono por el del módem en la toma de línea, y vieron una magnífica manada de gacelas a todo galope antes de que la pantalla se oscureciera. Pero cuando Guido intentó volver al escritorio, tuvo que declarar con la voz empañada que el disco duro se había borrado, como el de Tessa pero sin el descabellado mensaje sobre los ensayos clínicos y la toxicidad.
—¿Y no te envió Tessa algo para que se lo guardaras? —preguntó Justin con la sensación de que hablaba como un agente de aduanas.
Guido movió la cabeza en un gesto de negación.
—¿Alguna cosa para que se la entregaras a otra persona? ¿No te utilizó como oficina de correos o algo así?
Guido volvió a negar.
—¿Y qué información has perdido que fuese importante para ti?
—Sólo sus últimos mensajes —susurró Guido.
—Vaya, pues ya somos dos. —O tres si incluimos a Ham, pensó—. Así que si yo puedo soportarlo, tú también podrás. Porque yo estaba casado con ella. ¿De acuerdo? Quizá había un virus en el ordenador de Tessa que ha afectado también al tuyo. ¿Es posible? Recibió algún virus y, sin saberlo, te lo pasó a ti. ¿Sí? No sé bien de qué hablo, eh. Son puras suposiciones. En realidad, lo que quiero decir es que nunca sabremos qué ha ocurrido. Así que lo mejor será pensar que simplemente hemos tenido mala suerte y seguir con nuestras vidas. Los dos. ¿No crees? Y pide lo que necesites para poner tus cosas en orden otra vez. ¿Bien? Avisaré a la oficina de Milán de que eso es lo que vas a hacer.
Con una relativa confianza en la recuperación de Guido, Justin se marchó, bajando de nuevo a la villa y aparcando el todoterreno donde lo había encontrado. Luego cogió el ordenador portátil y se lo llevó a la orilla del mar. En varios cursos de instrucción le habían explicado, y estaba dispuesto a creerlo, que cierta gente muy hábil era capaz de rescatar la información de discos duros teóricamente borrados. Pero esa clase de gente estaba en el lado oficial de la vida al que él ya no pertenecía. Le pasó por la mente ponerse en contacto con Rob y Lesley y convencerlos para que le prestaran ayuda, pero finalmente prefirió no molestarlos. Y además, para ser sincero consigo mismo, había algo contaminado en el ordenador de Tessa, algo obsceno de lo que deseaba deshacerse en sentido físico.
A la luz de una luna medio oculta, recorrió un precario embarcadero, dejando atrás un viejo y un tanto histérico cartel donde se advertía que era peligroso pasar de aquel punto. Al llegar al extremo del embarcadero, relegó a las profundidades del mar el violado ordenador de Tessa para regresar después al lagar y escribir sin cesar hasta el amanecer.
Querido Ham:
Esta es la primera de lo que espero sea una larga serie de cartas dirigidas a tu amable tía. No quiero ponerme dramático, pero si me atropella un autobús, desearía que entregaras personalmente todos los documentos al miembro de tu profesión más implacable e independiente que conozcas, le pagaras con toda generosidad e hicieras rodar la bola. Así, ambos le haremos un buen servicio a Tessa.
Como siempre,
J
USTIN
.
Hasta última hora de la tarde, cuando empezaba ya a notar los efectos del whisky, Sandy Woodrow permaneció lealmente en su puesto de la embajada, dando forma, enmendando y puliendo su intervención en la reunión de la cancillería prevista para la mañana siguiente; sometiéndola primero a la opinión de la alta jerarquía de su mente oficial, y pasándosela luego a esa otra mente de rango inferior que, como un lastre errático, tiraba de él sin previo aviso y lo arrastraba entre una delirante muchedumbre de fantasmas acusadores, obligándolo a levantar la voz por encima de ellos y declarar: no existís, sois una serie de episodios inconexos; no guardáis relación alguna con la repentina marcha de Porter Coleridge a Londres con su esposa e hija, por la discutible razón de que habían decidido de improviso tomarse un permiso y buscar a Rosie una escuela especial.
Y a veces sus pensamientos se habían desencadenado por sí mismos, y Woodrow los descubría de pronto centrados en torno a asuntos tan subversivos como el divorcio de mutuo acuerdo, o si Ghita Pearson o aquella chica nueva de la Sección Comercial, Tara, serían una pareja adecuada para compartir la vida con ellas, y en tal caso, a cuál de los chicos elegirían. O si, después de todo, se ajustaba mejor a sus necesidades aquella existencia de lobo estepario, soñando con una posible relación y sin encontrarla, viendo alejarse el sueño, cada vez más inalcanzable. En el camino de regreso a casa, con las puertas y ventanas del coche cerradas y bloqueadas, logró verse de nuevo como el fiel esposo y cabeza de familia —sí, admitámoslo, aún discretamente abierto a sugerencias, pero ¿qué hombre no lo estaba?—, siendo en el fondo el honrado, inquebrantable y equilibrado hijo de militar del que Gloria se había enamorado perdidamente hacía ya tantos años. Se sorprendió, pues, por no decir que se ofendió, cuando al entrar en casa descubrió que Gloria no sólo no había adivinado sus buenas intenciones mediante algún acto telepático, sino que ni siquiera lo esperaba levantada, dejándole la cena en el frigorífico. Maldita sea, soy el embajador en funciones, después de todo. Tengo derecho a un poco de respeto, como mínimo en mi propia casa.
—¿Algo interesante en las noticias? —le preguntó lastimeramente, proyectando la voz hacia arriba, mientras se comía un filete frío en indigna soledad.
El techo del comedor, que era una delgada placa de hormigón, era asimismo el suelo del dormitorio.
—¿Es que no os llegan las noticias a la embajada? —replicó Gloria a gritos.
—No nos pasamos el día escuchando la radio, por si te refieres a eso —contestó Woodrow, insinuando claramente que eso hacía Gloria. Y de nuevo esperó, el tenedor suspendido a medio camino de sus labios.
—Han matado a otros dos granjeros blancos en Zimbabwe, si eso es noticia —anunció Gloria tras cortarse momentáneamente la transmisión.
—¡Ah, no me hables! Hemos tenido a Pellegrin encima todo el santo día con ese asunto. ¿Por qué no podemos convencer a Moi para que le pare los pies a Mugabe? Por la misma razón por la que no podemos convencer a Moi de que le pare los pies a Moi, ésa es la respuesta. —Esperó alguna afectuosa muestra de compasión, pero recibió sólo un críptico silencio—. ¿Nada más? En las noticias. ¿Nada más?
—¿Acaso debería haber algo más?
¿Qué mosca le ha picado a esta condenada mujer?, se preguntó malhumorado, sirviéndose otra copa de vino. Antes las cosas no eran así. Desde que el playboy viudo se marchó a Inglaterra, Gloria ronda por la casa como una vaca enferma. No come conmigo, no bebe conmigo, no me mira a la cara. De lo otro tampoco quiere saber nada, aunque ciertamente nunca ha ocupado un lugar muy alto en su lista de preferencias. Asombrosamente, ni siquiera se maquilla.
Aun así, le complació que ella no conociera la noticia. Al menos, por una vez sabía algo que ella ignoraba. No es frecuente que Londres consiga mantener oculta una noticia de primera plana sin que algún idiota del Departamento de Información la filtrara a los medios antes de tiempo. Si podían esperar hasta la mañana siguiente, tendrían ya una clara ventaja, que era lo que Woodrow había pedido a Pellegrin.
—Es una cuestión moral, Bernard —le había advertido en su mejor tono militar—. Hay por aquí un par de personas que se lo van a tomar muy mal. Me gustaría ser yo quien se lo comunicara. Sobre todo, hallándose Porter ausente.