Tessa le habla durante el desayuno, sentada al otro lado de la mesa. Está embarazada de siete meses. Mustafa permanece inmóvil en el punto donde siempre insiste en quedarse plantado, dentro de la cocina pero a un paso de la puerta entornada para poder escuchar y saber así cuándo debe empezar exactamente a tostar más pan o servir más té. Las mañanas son un momento feliz. También las noches. Pero es por la mañana cuando la conversación fluye con más naturalidad.
—Justin.
—Tessa.
—¿Me atiendes?
—Soy todo oídos.
—Si de pronto te soltara la palabra «Lorbeer»…, así sin más, pum…, ¿qué me dirías?
—Laurel.
—¿Qué más?
—Laurel. Corona. César. Emperador. Atleta. Vencedor.
—¿Qué más?
—Corona de laurel…, hojas de laurel…, laureado…, dormirse en los laureles…, cosechar laureles en la violenta batalla… ¿Por qué no te ríes?
—¿Es alemán, pues? —insiste Tessa.
—Alemán. Nombre. Masculino.
—Deletréalo.
Justin así lo hizo.
—¿Podría ser holandés?
—Es posible. O casi. No igual pero parecido, probablemente. ¿Te dedicas ahora a los crucigramas o algo así?
—Ya no —contesta con expresión pensativa. Y eso, como ocurre a menudo con Tessa la abogada, marca el final de la conversación. «Una tumba, comparada conmigo, es una charlatana».
«Ni J, ni G, ni A», prosiguen sus notas. Quiere decir: Justin, Ghita y Arnold no se hallan presentes, ninguno de ellos. Está sola con Wanza en la sala del hospital.
15.23 Entran un hombre blanco de cara carnosa y una mujer alta de aspecto eslavo, los dos en bata blanca, la de la eslava escotada. Asistidos por otros tres hombres. Todos con batas blancas. Las abejas napoleónicas usurpadas en los bolsillos. Se acercan a la cama de Wanza y la miran boquiabiertos.
Yo: ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué están haciéndole a esa mujer? ¿Son médicos?
Ellos no me hacen el menor caso, observan a Wanza, le auscultan el pecho, comprueban el ritmo cardíaco, le toman el pulso y la temperatura, le examinan los ojos, le gritan: «¡Wanza!». Ella no responde.
Yo: ¿Es usted Lorbeer? ¿Quiénes son ustedes? ¿Cómo se llaman?
La eslava: No es asunto suyo.
Mutis por el foro.
La eslava es un elemento de cuidado. Teñida de negro, piernas largas, contoneo de caderas, no puede evitarlo.
Como un hombre culpable sorprendido en un delito, Justin esconde rápidamente las notas de Tessa bajo la pila de papeles más cercana, se levanta de un salto y se vuelve con horrorizada incredulidad hacia la puerta del lagar. Alguien la aporrea con vehemencia. Justin la ve temblar al son de los golpes y por encima del estruendo oye la voz potente, autoritaria y espantosamente familiar de un inglés de la clase imperiosa.
—¡Justin! ¡Sal, muchacho! ¡No te escondas! ¡Sabemos que estás ahí! ¡Dos buenos amigos te traen regalos y consuelo!
Paralizado, Justin es incapaz de contestar.
—¡Quieres hacernos creer que no estás! ¡Te haces el sueco! ¡No es necesario! ¡Somos nosotros, Beth y Adrian! ¡Tus amigos!
Justin coge las llaves del aparador y, como un hombre afrontando el patíbulo, sale a ciegas a la luz del sol, encontrándose cara a cara ante Beth y Adrian Tupper, la más grande pareja de escritores de su generación, los mundialmente famosos Tupper de Toscana.
—Beth. Adrian. ¡Qué alegría! —declara cerrando la puerta a sus espaldas.
Adrian lo agarra por los hombros y baja la voz de manera teatral.
—Justin, mi buen amigo, querido por los dioses. ¿Mmm? ¿Mmm? Hombría. No hay otra solución —recita, todo en un mismo tono confiado de conmiseración—. Estás solo. No hace falta que me lo digas. Desgarradoramente solo.
Sometiéndose a sus abrazos, Justin lo ve lanzar una ávida mirada por encima de él con sus ojos diminutos y hundidos.
—¡Ay, Justin, la queríamos tanto! —maúlla Beth, arqueando su boca pequeña en una mueca de aflicción y enderezándola nuevamente para darle un beso.
—¿Dónde está Luigi, el administrador? —pregunta Adrian.
—En Nápoles. Con su prometida. —Gratuitamente, Justin añade—: Van a casarse en junio.
—Debería estar aquí para apoyarte. ¡Qué tiempos éstos, muchacho! Ya no hay lealtad. En las clases bajas ya no hay espíritu de servicio.
—El grande es por nuestra querida Tessa, en memoria suya, y el pequeño es por el pobre Garth, para que esté al lado de ella —explica Beth con una voz débil que por alguna razón ha perdido su resonancia—. Hemos pensado plantarlos en recuerdo de ellos, ¿verdad, Adrian?
En el patio está aparcada su furgoneta, la parte trasera ostentosamente cargada de rústicos troncos en atención a los lectores de Adrian, invitados así a creer que los corta él mismo. Encima, atados al través, yacen dos jóvenes melocotoneros con las raíces envueltas en plástico.
—Beth tiene esas maravillosas vibraciones —prorrumpe Tupper en confianza—. Longitud de onda, muchacho. Sintonizada permanentemente, ¿verdad, cariño? «Tenemos que llevarle árboles», me ha dicho. Ella sabe de estas cosas, ¿te das cuenta? Sabe.
—Podríamos plantarlos ahora y luego arreglarlos un poco, ¿no os parece? —propone Beth.
—Después del almuerzo —decide Adrian con firmeza. Y muestra una cesta con una frugal comida de campesinos: el paquete de cuidados de Beth, como ella lo llama, compuesto por una barra de pan, aceitunas y una trucha de nuestro ahumadero para cada uno, nosotros tres solos, cariño, con una botella del excelente vino de los Manzini.
Cortés hasta la muerte, Justin los guía hacia la villa.
—No puede llorar su pérdida eternamente, amigo mío. Los judíos no lo hacen. Siete días les dejan, eso es todo. Después, se ponen otra vez de pie, dispuestos a seguir adelante. Es su ley, ¿entiendes, cariño? —explica Adrian, dirigiéndose a su esposa como si fuera imbécil.
Están sentados en el salón, bajo los querubines, comiendo la trucha con los platos sobre las rodillas para ajustarse a la idea de Beth de una merienda campestre.
—Lo tienen todo escrito. Qué han de hacer, quién ha de hacerlo, durante cuánto tiempo. Y luego, vuelta al trabajo. Justin debería hacer lo mismo. No es bueno andar deambulando por la casa, Justin. No te dediques a eso nunca en la vida. Es demasiado negativo.
—Ah, no, no deambulo —objeta Justin, maldiciéndose por abrir una segunda botella de vino.
—¿Y qué haces, pues? —pregunta Adrian taladrando a Justin con sus ojos pequeños y redondos.
—Bueno, Tessa dejó muchas tareas pendientes, ¿sabes? —explica Justin de manera poco persuasiva—. Bueno…, y está su herencia, claro. Y el fondo benéfico que había creado. Más un sinfín de cabos sueltos.
—¿Tienes ordenador?
¡Lo has visto!, pensó Justin, disimulando su consternación. ¡No es posible! He sido más rápido que tú, lo sé.
—Muchacho, es el invento más importante desde la imprenta, ¿no, Beth? No necesitas secretaria, ni esposa, nada. ¿Tú qué usas? Al principio, nosotros nos resistimos, ¿verdad, Beth? Una equivocación.
—No éramos conscientes —explica Beth, tomando un gran trago de vino para una mujer tan menuda.
—Ah, yo aprovecho lo que tienen por aquí —responde Justin, recobrando la calma—. Los abogados de Tessa me mandaron unos cuantos disquetes. Requisé el aparato de la finca y me las arreglé como buenamente pude.
—Has acabado, pues. Ya es hora de volver a casa. No vaciles. Vete. Tu patria te necesita.
—Tanto como acabar, no, Adrian. Me quedan aún unos días de trabajo por delante.
—¿Sabe el Foreign Office que estás aquí?
—Probablemente —respondió Justin. ¿Cómo es posible que Adrian me haga esto a mí? ¿Me despoje de mis defensas? ¿Escarbe en los rincones más privados de mi vida, que no son en absoluto de su incumbencia? ¿Y cómo es posible que yo se lo consienta?
Una moratoria, durante la cual, para su inmenso alivio, Justin ha de soportar el soporífero relato de cómo la más grande pareja de escritores se convirtió, contra toda inclinación natural, a la Red, sin duda un ensayo general para otro fascinante capítulo de sus Cuentos Toscanos, y otro aparato gratuito obsequio del fabricante.
—Estás huyendo, mi buen amigo —advierte Adrian con severidad mientras desatan los melocotoneros, los descargan de la furgoneta y los transportan en carretilla hasta la
cantina
para que Justin los plante en otro momento—. Existe una cosa que se llama deber. Una palabra anticuada, hoy día. Cuanto más lo retrases, más te costará. Vete a Inglaterra. Te recibirán con los brazos abiertos.
—¿Por qué no los plantamos ahora? —pregunta Beth.
—Demasiado emotivo, cariño. Deja que se ocupe él. Que Dios te ayude, muchacho. Longitud de onda. Lo más importante de este mundo.
¿Y esto qué era?, preguntó Justin a Tupper mientras veía alejarse la furgoneta: ¿Una casualidad o una conspiración? ¿Has saltado o te han empujado? ¿Te atrae el olor de la sangre o te manda Pellegrin? En varias etapas de su excesivamente divulgada vida, Tupper había honrado con su presencia a la BBC y a un abyecto periódico británico. Pero también había colaborado en los amplios cuartos traseros del secreto Whitehall. Justin recordó un comentario de Tessa en su vertiente más mordaz: «¿Qué crees que hace Adrian con toda la inteligencia que no aplica en sus libros?».
Regresó con Wanza, descubriendo que el diario de seis páginas escrito por Tessa acerca de la enfermedad de su compañera de sala se apagaba gradualmente basta llegar a un insatisfactorio final. Lorbeer y su equipo visitan la sala otras tres veces. Arnold se encara con ellos en dos ocasiones, pero Tessa no oye sus palabras. No es Lorbeer sino la despampanante eslava quien realiza el reconocimiento físico de Wanza, mientras Lorbeer y sus acólitos contemplan ociosos la escena. Lo que ocurre después ocurre de noche, mientras Tessa duerme. Tessa se despierta, grita hasta desgañitarse pero no acude ninguna enfermera. Están demasiado asustadas. Con grandes dificultades, Tessa las encuentra y las obliga a admitir que Wanza ha muerto y su hijo recién nacido ha sido devuelto a la aldea de la madre.
Insertando las hojas de nuevo entre los expedientes policiales, Justin se dirigió una vez más hacia el ordenador. Tenía el estómago revuelto. Se había excedido con el vino. La trucha, que debía de haber escapado del ahumadero a medio proceso, le había sentado peor que si se hubiera comido un trozo de goma. Tras pulsar unas cuantas teclas, pensó en regresar a la villa para beberse un litro de agua mineral. De pronto se quedó inmóvil, contemplando la pantalla con horrorizada incredulidad. Desvió la mirada, sacudió la cabeza para despejársela y volvió a mirar. Hundió el rostro entre las manos para aclararse la vista. Pero cuando alzó la cabeza, el mensaje continuaba allí.
ESTE PROGRAMA HA REALIZADO
UNA OPERACIÓN INCORRECTA.
ES POSIBLE QUE PIERDA LA INFORMACIÓN NO GUARDADA DE TODAS LAS APLICACIONES EN USO.
Y debajo de la sentencia de muerte, una hilera de casillas dispuestas como ataúdes para un entierro en fosa común: haga clic en aquel con el que le gustaría ser sepultado. Dejó caer los brazos a los costados, hizo girar la cabeza y, empujando con los talones, echó atrás la silla con suma cautela para apartarse del ordenador.
—¡Maldito seas, Tupper! —masculló—. Maldito seas, maldito seas, maldito seas. —Pero en realidad quería decir: maldita sea mi suerte.
Es por algo que he hecho, o por algo que no he hecho. Debería haber apagado este miserable artefacto.
Guido. Traedme a Guido.
Consultó la hora en su reloj de pulsera. El colegio termina dentro de veinte minutos, pero Guido ha insistido en que no pase a recogerlo. Prefiere tomar el autobús escolar como los demás niños normales, gracias, y le pedirá al conductor que toque la bocina cuando lo deje ante la verja de la villa, donde accederá gentilmente a que Justin vaya a buscarlo en el todoterreno. No le quedaba más remedio que esperar. Si salía a toda prisa para intentar adelantarse al autobús, muy probablemente llegaría tarde al colegio y tendría que regresar aún más deprisa. Dejando el ordenador en su estado de hosco silencio, volvió a la mesa de contaduría con la esperanza de que el contacto con el papel, que de todas todas prefería a la pantalla, le levantara el ánimo.
PANA Servicio de teletipo (09/24/97)
En 1995 el África subsahariana experimentó una cifra de nuevos casos de tuberculosis más alta que cualquier otra región del planeta, así como un elevado índice de coinfección de tuberculosis y sida, según la Organización Mundial de la Salud…
Eso ya lo sabía, gracias.
Las megaciudades tropicales se convertirán en un infierno en la Tierra.
Mientras la tala ilegal de árboles, la contaminación del agua y la tierra y la descontrolada extracción de petróleo destruyen el ecosistema del tercer mundo, cada vez más comunidades rurales del tercer mundo se ven obligadas a emigrar a las grandes urbes en busca de trabajo y posibilidades de supervivencia. Según las previsiones de los expertos, la formación de decenas y quizá centenares de megaciudades tropicales, que atraerán a ingentes masas de población suburbial de los más bajos niveles salariales, y provocarán unos índices sin precedentes de enfermedades mortales como la tuberculosis…
Oyó la bocina de un autobús lejano.
—Así que la ha pifiado —dijo Guido con satisfacción cuando Justin lo llevó al lugar del desastre—. ¿Ha llegado a entrar en el buzón electrónico?
Estaba ya tecleando.
—Claro que no. No sabría cómo. ¿Qué haces?
—¿Ha añadido información y se ha olvidado de guardarla?
—No, ni mucho menos. Ni lo uno ni lo otro. Sería incapaz.
—Entonces no hay de qué preocuparse. No ha perdido nada —aseguró Guido con serenidad en su internacional jerga informática, y con unos cuantos golpes de dedo más devolvió la salud a la máquina—. ¿Podemos conectarnos ahora a la Red? ¿Por favor? —rogó.
—¿Para qué?
—¡Pues para descargar su correo, por Dios! Hay cientos de personas que le mandaban mensajes todos los días, y si no los bajamos, no podrá leerlos. ¿Es que no piensa en la gente que quiere hacerle llegar su cariño y su pésame? ¿No quiere saber qué dicen? Hay aquí mensajes míos que no contestó. Puede que ni los leyera.
Guido estaba al borde de las lágrimas. Cogiéndolo con delicadeza por los hombros, Justin lo sentó en el taburete frente al teclado.