El jardín olvidado (38 page)

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Authors: Kate Morton

BOOK: El jardín olvidado
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Capítulo 31

Mansión Blackhurst, Cornualles, 1907

Hubo un fuerte golpe en la puerta, y Eliza escondió «La niña transformada» a sus espaldas. Sintió que sus mejillas enrojecían.

Mary se apresuró a entrar, los rizos más enredados que nunca. Sus cabellos siempre daban una indicación exacta de su estado de ánimo y Eliza tuvo pocas dudas de que la cocina bullía con los preparativos para el cumpleaños.

—¡Mary! Estaba esperando a Rose.

—Señorita Eliza —Mary apretó los labios, un gesto inusualmente recatado que hizo reír a Eliza—. El señor desea verla, señorita.

—¿Mi tío quiere verme? —Aunque había recorrido de un extremo a otro la propiedad en los años que había estado en Blackhurst, Eliza rara vez se había cruzado con su tío. Era una figura sombría que pasaba la mayor parte del tiempo recorriendo el continente en busca de insectos, de cuyas imágenes se apropiaba en el cuarto oscuro.

—Vamos, señorita Eliza —la azuzó.

Mary estaba más seria de lo que Eliza la hubiera visto nunca. Recorrió rápidamente el pasillo y descendió por las angostas escaleras traseras, y Eliza tuvo que apresurarse para seguirle el paso. Cuando llegaron abajo, en vez de girar hacia la izquierda, hacia la parte principal de la casa, Mary viró a la derecha y se adentró apresurada por un silencioso pasillo, en penumbra, por contar con menos lámparas de gas susurrantes que cualquier otra parte de la casa. Tampoco había cuadros colgados, observó Eliza; de hecho, había pocas muestras decorativas a lo largo de las frías y oscuras paredes.

Cuando llegaron a la puerta más alejada, Mary se detuvo. Antes de abrir, miró sobre su hombro y, tomando la mano de Eliza, la estrechó en un gesto completamente inesperado.

Sin darle tiempo a Eliza a preguntar de qué se trataba, la puerta se abrió y Mary la anunció.

—La señorita Eliza, milord.

Entonces se marchó y Eliza quedó sola, junto al marco de la puerta de entrada a la madriguera de su tío, envuelta en el más peculiar de los olores.

Estaba sentado detrás de un gran escritorio de madera en el fondo del cuarto.

—¿Deseaba verme, tío? —La puerta se cerró a sus espaldas.

El tío Linus la miró por encima de sus anteojos. Una vez más Eliza se halló preguntándose cómo ese anciano de piel manchada podía estar vinculado a su bella madre. La punta de su pálida lengua apareció entre los labios.

—Me he enterado de que te has destacado en la escuela, durante tus años aquí en Blackhurst.

—Sí, señor —dijo Eliza.

—Y según mi criado Davies, te gustan los jardines.

—Sí, tío. —Desde su primera mañana en Blackhurst, Eliza se había enamorado de los jardines. Junto con los pasadizos que se extendían detrás de los acantilados, conocía la parte cuidada del laberinto y el resto del jardín tan bien como alguna vez había conocido las nebulosas calles londinenses. Y no importaba lo lejos que fuera en sus exploraciones, el jardín crecía y cambiaba con cada estación.

—Es parte de nuestra familia. Tu madre… —se le quebró la voz—. Tu madre, cuando era niña, tenía un gran aprecio por este jardín.

Eliza intentó incorporar la información a sus propios recuerdos de su madre. A través del túnel del tiempo llegaron imágenes fragmentadas: Madre en la habitación sin ventanas sobre la tienda de la señora Swindell; una pequeña maceta con una planta perfumada. No había durado mucho, poco había que pudiera sobrevivir en semejantes condiciones de oscuridad.

—Acércate, niña —dijo el tío, haciendo un gesto con su mano—. Acércate a la luz para que pueda verte.

Eliza se acercó al otro lado del escritorio, de modo que quedó de pie junto a las rodillas de su tío. El olor del cuarto era ahora más intenso, como si proviniera de él.

Linus extendió una mano temblorosa y acarició los extremos dorados de los rojos cabellos de Eliza. Suave, muy suavemente. Retiró la mano, como si le quemara.

Se estremeció.

—¿No se siente bien, tío? ¿Quiere que vaya a llamar a alguien?

—No —respondió rápidamente—. No. —Extendió la mano para volver a acariciar sus cabellos, cerró los ojos. Eliza estaba tan cerca que podía ver los globos oculares moverse bajo los párpados, podía escuchar los leves sonidos de su garganta—. Buscamos durante tanto tiempo, por tantos lugares para traer a tu madre… para traer a Georgiana de regreso a casa.

—Sí, señor. —Mary le había contado todo eso a Eliza. Sobre el lazo entre el tío Linus y su hermana menor, el corazón roto cuando ella partió, sus frecuentes viajes a Londres. La búsqueda que había consumido su juventud y su escaso buen humor, la ansiedad con la que abandonaba Blackhurst cada vez, la inevitable decepción a su regreso. El modo en que se sentaba a solas en el cuarto oscuro, bebiendo jerez, rechazando todo consejo, incluso de la tía Adeline, hasta que el señor Mansell aparecía una vez más con una nueva pista.

—Llegamos demasiado tarde. —Ahora le acariciaba el cabello con más intensidad, enroscando los cabellos de Eliza en torno a sus dedos, en una y otra dirección, como si fueran una cinta. Tiraba de ellos, y Eliza tuvo que apoyarse en el borde del escritorio para evitar caerse. Estaba hipnotizada mirándole el rostro, era el del rey herido del cuento de hadas, cuyos súbditos lo habían abandonado—. Llegué demasiado tarde. Pero ahora tú estás aquí. Por la gracia de Dios, se me ha dado otra oportunidad.

—¿Tío?

La mano de su tío cayó sobre su regazo y sus ojos se abrieron. Señaló un pequeño banco en la pared más alejada, cubierto con una tela blanca de muselina.

—Siéntate —ordenó.

Eliza lo miró parpadeando.

—Siéntate. —Se acercó renqueando a un trípode negro contra la pared—. Deseo tomar tu fotografía.

Eliza nunca había sido fotografiada y no tenía interés en que la fotografiaran ahora. Justo cuando iba a abrir la boca para decírselo, se abrió la puerta.

—El almuerzo de cumpleaños. —Las palabras de tía Adeline terminaron en una nota aguda. Llevó su delgada mano al pecho—. ¡Eliza! —Pronunció su nombre en medio de una desesperada exhalación—. ¿Pero en dónde tienes la cabeza, niña? Sube ahora mismo. Rose te está buscando.

Eliza se apresuró a ir hacia la puerta.

—Y deja de molestar a tu tío —siseó tía Adeline mientras Eliza pasaba a su lado—. ¿No ves que está agotado de sus viajes?

* * *

De modo que había llegado el día. Adeline no había sabido qué forma tendría, pero la amenaza siempre había estado allí, acechando en lugares oscuros, de modo que nunca podía relajarse por completo. Apretó los dientes, concentrando su furia en los huesos de la nuca. Se obligó a apartar la imagen de su mente. La hija de Georgiana, con el cabello suelto, apareciendo frente a todo el mundo como un fantasma del pasado, y la expresión en el rostro de Linus, su viejo rostro atontado por el deseo de un hombre joven. ¡Pensar que había estado a punto de tomar la fotografía de la joven! Y hacer lo que nunca había hecho con Rose. O con Adeline.

—Cierre los ojos, lady Mountrachet —pidió su criada, y Adeline hizo como le ordenaban. El aliento de la otra mujer era tibio al rozar los cabellos de la frente de Adeline, una extraña sensación reconfortante. Ah, quedar sentada allí para siempre, el cálido dulce aliento de esa tonta y alegre muchacha sobre su rostro, sin otros pensamientos que la acosaran—. Ya puede abrirlos, señora, voy a buscar sus perlas.

La criada salió deprisa y Adeline se quedó a solas con sus pensamientos. Se inclinó hacia delante. Sus cejas estaban peinadas, sus cabellos arreglados. Se pellizcó las mejillas, tal vez con más fuerza de lo necesario, y se reclinó a observar el resultado. ¡Ah, pero qué cruel era envejecer! Había sufrido pequeños cambios sin que se diera cuenta, que nunca podrían detenerse. El néctar de la juventud desapareciendo como por un colador cuyos agujeros se hacían cada vez más grandes. «Y así se volvió enemigo el amigo», susurró Adeline al despiadado espejo.

—Aquí las tiene, milady —dijo la criada—. Traje el juego con el broche de rubíes. Alegre y festivo para una ocasión tan feliz. Quién lo hubiera imaginado, el almuerzo de cumpleaños de la señorita Rose. ¡Dieciocho años! Lo próximo, un casamiento, recuerde mis palabras…

Mientras la criada seguía hablando, Adeline apartó la mirada, negándose a seguir contemplando su decadencia.

La fotografía seguía colgada donde siempre había estado, a un lado de su tocador. Qué correcta lucía en su vestido de bodas, qué apropiada. Nadie adivinaría en esa foto el intenso autocontrol que había empleado para presentar esa expresión de calma. Linus, por su parte, aparecía como el perfecto caballero. Sombrío tal vez, pero ésa era su costumbre.

Se casaron un año después de la desaparición de Georgiana. Desde el momento de su compromiso, Adeline Langley había trabajado con denuedo para reinventarse. Había decidido convertirse en una mujer digna del gran nombre de Mountrachet: deshaciéndose de su acento norteño y de los placeres pueblerinos, devorando los artículos en
Debrett
y aprendiendo las artes de la vanidad y el refinamiento. Adeline sabía que tenía que ser el doble de dama que cualquier otra si quería borrar de la memoria de la gente la verdad de sus orígenes.

—¿Quiere su sombrero verde, lady Mountrachet? —preguntó la criada—. Es que le queda tan bien con este vestido, y querrá un sombrero si es que va a ir hacia la ensenada. Lo dejaré sobre la cama, ¿le parece?

Su noche de bodas no había sido en absoluto como Adeline esperaba. No podía explicarlo, y ciertamente no había palabras para preguntar, pero sospechaba que había sido decepcionante también para Linus. Después compartieron el lecho matrimonial muy ocasionalmente, y menos aún cuando Linus comenzó sus viajes. Tomando fotografías, decía él, pero Adeline sabía la verdad.

Qué inútil se sentía. Qué fracaso como esposa y como mujer. Peor aún, fracaso como dama de sociedad. A pesar de todos sus esfuerzos, rara vez eran invitados. Linus, cuando estaba en Blackhurst, era una compañía tan lamentable, de pie, solo la mayor parte del tiempo, respondiendo a las preguntas cuando era necesario, con beligerantes comentarios. Cuando Adeline enfermó, pálida y agotada, creyó que era por despecho. Sólo cuando su estómago comenzó a expandirse se dio cuenta de que estaba embarazada.

—Ahí lo tiene, lady Mountrachet. Su sombrero está sobre la cama y ya está usted lista para la fiesta.

—Gracias, Poppy. —Alcanzó a sonreír con levedad—. Eso es todo.

Al cerrarse la puerta, Adeline borró su sonrisa y volvió a enfrentarse con su mirada.

Rose era la auténtica heredera de la gloria de Mountrachet. Esa muchacha, la hija de Georgiana, era poco más que un cuclillo, enviado para suplantar a la hija de Adeline. Para empujarla del nido que Adeline había luchado tanto por hacer propio.

Por un tiempo se había mantenido el orden. Adeline se aseguró de decorar a Rose con nuevos y encantadores vestidos, un bello sofá sobre el cual sentarse, mientras que Eliza era vestida con los trajes de la temporada anterior. Los modales de Rose, su naturaleza femenina, eran perfectos, mientras que Eliza no podía ser educada. Adeline estaba en calma.

Pero a medida que las niñas crecían, que crecían imparables hacia la madurez, las cosas comenzaron a cambiar, a escapar del control de Adeline. La habilidad de Eliza en la escuela era una cosa —a nadie le gustaba una mujer inteligente—, pero ahora que pasaba tanto tiempo al aire libre, expuesta a la fresca brisa marina, su aspecto había adquirido un saludable brillo, su cabello, su maldito cabello rojo, había crecido largo, y ya no era una delgaducha.

Días atrás, Adeline había escuchado a uno de los criados comentar lo bella que era la señorita Eliza, más bella incluso que su madre, lady Georgiana. Adeline había quedado paralizada cuando escuchó pronunciar ese nombre. Después de tantos años de silencio, ahora la acechaba en cada rincón. Riéndose de ella, recordándole su propia inferioridad, su fracaso en intentar parecerse, a pesar de haber trabajado tanto más duro que Georgiana.

Adeline sintió un sordo latir en sus sienes. Alzó una mano y se las apretó levemente. Algo le sucedía a Rose. Ese punto en sus sienes era el sexto sentido de Adeline. Desde que Rose era un bebé, Adeline había anticipado los males de su hija. Era como un lazo que no podía romperse, de madre a hija.

Y ahora volvían a latirle las sienes. Adeline apretó los labios, decidida. Observó su severo rostro como si le perteneciera a una desconocida, la dama de una casa noble, una mujer cuyo control era infranqueable. Inhaló fuerza en los pulmones de esa mujer. Rose debía ser protegida, la pobre Rose que había fallado al no reconocer a Eliza como una amenaza.

Una idea comenzó a formarse en la mente de Adeline. No podía alejar a Eliza, Linus nunca lo permitiría y la pena de Rose sería demasiado grande, y además, era mejor mantener cerca a los enemigos, pero tal vez Adeline podía encontrar un motivo para llevar a Rose al extranjero por un tiempo. ¿A París o Nueva York? Darle una oportunidad de brillar sin el inesperado reflejo de Eliza llamando la atención de todos, estropeando todas las oportunidades de Rose…

Adeline se alisó la falda mientras se dirigía hacia la puerta. Una cosa era segura; hoy no visitarían la cala. Había hecho una tonta promesa en un momento de debilidad. Gracias a Dios todavía había tiempo de corregir ese error de juicio. No debía permitir que la perversidad de Eliza ensuciara a Rose.

Cerró la puerta a su paso y comenzó a avanzar por el pasillo, agitando sus faldas. En cuanto a Linus, él se mantendría ocupado. Ella era su esposa, y era su deber asegurarse de que no tuviera oportunidad de sufrir bajo sus propios impulsos. Lo enviaría a Londres. Imploraría a las esposas de los ministros del Gobierno que solicitaran sus servicios, que sugirieran exóticos lugares para fotografiar, que lo enviaran lejos. No permitiría que Satanás encontrara ocupación para sus ociosas manos.

* * *

Linus se reclinó contra el respaldo del asiento en el jardín y colgó su bastón en el decorativo apoyabrazos. El sol se estaba poniendo y el atardecer se extendía, naranja y rosado, sobre el extremo oeste de la propiedad. Había llovido en abundancia durante el mes, y el jardín brillaba. Aunque no es que a Linus le importara.

Durante siglos, los Mountrachet habían sido horticultores. Antepasado tras antepasado habían viajado a lo largo y ancho del planeta en busca de especímenes exóticos con los que enriquecer sus tierras. Linus, sin embargo, no había heredado el impulso jardinero. Eso había desaparecido con su hermana menor…

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