El jardín olvidado (39 page)

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Authors: Kate Morton

BOOK: El jardín olvidado
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Bueno, ahora eso no era completamente cierto.

Había habido una época, tiempo atrás, cuando se ocupaba del jardín. Cuando, de niño, había seguido a Davies en su recorrido, maravillándose frente a las espinosas flores en el jardín de las Antípodas, las piñas en el invernadero, el modo en el que nuevos brotes aparecían de la noche a la mañana, ocupando el lugar de las semillas que había ayudado a plantar.

Y lo más milagroso de todo: en el jardín, la vergüenza de Linus había desaparecido. A las plantas, los árboles, las flores, no les importaba nada que su pierna izquierda hubiera dejado de crecer y fuese varios centímetros más corta que la derecha. Que su pie izquierdo fuera un apéndice inútil, deformado y curvo, monstruoso. Había un lugar para todo y para todos en el jardín de Blackhurst.

Entonces, cuando Linus tenía siete años, se perdió en el laberinto. Davies le había advertido que no entrara solo, que el camino era largo y oscuro, lleno de obstáculos, pero Linus se había sentido mareado de excitación como el niño que era. El laberinto con sus densos y frondosos muros, su promesa de aventuras, lo había atraído. Él era un caballero, que partía a dar batalla contra el más fiero dragón de la comarca, e iba a emerger triunfante. Encontraría la salida al otro lado.

Las sombras llegaron temprano al laberinto. Linus no había previsto lo oscuro que se volvería todo, y con qué rapidez. En la penumbra, las esculturas revivieron espiándolo desde sus escondites, los altos setos se transformaron en monstruos hambrientos, los arbustos bajos le jugaban trucos sucios haciéndole creer que iba en la dirección correcta cuando en realidad estaba retrocediendo, ¿o no era así?

Había llegado hasta el centro antes de caer por completo en la desesperación. Entonces, para añadir sal a la herida, una argolla de bronce asegurada a una plataforma en el suelo lo enganchó, lanzándolo al suelo de modo tal que su tobillo sano se retorció como el de un tosco muñeco de trapo. Poca alternativa tenía Linus salvo sentarse donde estaba, con el tobillo dolorido, y rabiosas lágrimas corriendo calientes por sus mejillas.

Linus había esperado y esperado. La penumbra se volvió oscuridad, la oscuridad frío, y sus lágrimas se secaron. Más tarde supo que su padre se había negado a que enviaran a nadie en su busca. Era un niño, había dicho, y cojo o no, cualquier niño que valiera su peso en sal encontraría el camino para salir del laberinto. Si él mismo —St. John Luke— lo había recorrido cuando tenía apenas cuatro años. El niño necesitaba endurecerse.

Linus había temblado en el laberinto toda la noche antes de que su madre finalmente convenciera a su marido para enviar a Davies en su busca.

Pasó una semana antes de que el tobillo de Linus sanara, pero cuando lo hizo, y durante quince días seguidos, su padre llevó a Linus de regreso al laberinto. Lo envió a hallar la salida, y luego lo reprendía por su inevitable fracaso. Linus comenzó a soñar con el laberinto y cuando estaba despierto dibujaba mapas de memoria. Trabajó como si se enfrentara un problema matemático, porque sabía que debía haber una solución. Si valía su peso en sal, la encontraría.

Tras dos semanas, su padre se dio por vencido. En la mañana número quince, cuando Linus apareció para su prueba diaria, ni siquiera bajó el periódico.

—Eres una gran decepción —dijo—. Un niño tonto que jamás llegará a nada. —Volvió una página, enderezó el periódico de una sacudida y buscó un artículo entre los titulares—. Sal de mi cuarto.

Linus nunca volvió a acercarse al laberinto. Incapaz de culpar a sus padres por sus vergonzantes fracasos —tenían razón, después de todo, ¿qué clase de niño no podía encontrar el camino en un laberinto?—, culpó al jardín. Se dedicó a romper los tallos de las plantas, a arrancar las flores, a pisar los brotes nuevos.

Todo estaba formado por objetos más allá de su control, conducta heredada, conducta aprendida. Para Linus esa porción de hueso de su pierna que había rehusado a seguir desarrollándose lo había definido. Al crecer, la cojera se volvió timidez, la timidez dio lugar al tartamudeo, y por ello Linus se convirtió en un desagradable chiquillo que descubrió que sólo le prestaban atención cuando se comportaba mal. Se negó a salir, por lo que su piel empalideció y su pierna sana adelgazó. Puso insectos en el té de su madre, espinas en las pantuflas de su padre, y con alegría recibió cualquier castigo que le impusieran. Y así, de modo predecible, continuó la vida de Linus.

Después, cuando cumplió diez años, nació una hermanita.

Linus la despreció con sólo verla: tan blanda, atractiva y bonita… Y, tal como Linus descubrió al espiar debajo de su larga camisola, perfectamente formada. Ambas piernas de la misma longitud. Con pequeños y hermosos pies, no con uno que fuera un inútil pedazo de carne.

Peor aún que su perfección física, era su felicidad. Su rosada sonrisa, su risa musical. ¿Qué motivos tenía ella para ser feliz cuando él, Linus, era miserable?

Linus se decidió a hacer algo al respecto. Cuando podía escapar de su gobernanta, se iba hasta el cuarto de la niña y se arrodillaba al lado del moisés. Si el bebé dormía, él hacía un ruido repentino para sobresaltarla. Si buscaba un juguete, él lo apartaba. Si ella extendía los brazos, él cruzaba los suyos. Si ella sonreía, él reordenaba sus facciones en una máscara de horror abrumador.

Y sin embargo ella no parecía afectada. Nada de lo que Linus hiciera la hacía llorar, nada arruinaba su alegre temperamento. Esto lo confundía, y entonces se puso a inventar desaprensivos y extraños castigos para su hermanita.

Al entrar Linus en la adolescencia, se volvió aún más torpe, de largos brazos y espaciado vello rojizo creciéndole en el mentón; Georgiana se convirtió en una niña hermosa, querida por todos. Hacía sonreír incluso a los más endurecidos; granjeros que no habían tenido una palabra amable hacia la familia Mountrachet durante años enviaban canastos de manzanas a la cocina para que Georgiana las disfrutara.

Un día, Linus estaba sentado junto a la ventana de la biblioteca, usando su preciada lupa nueva para reducir a las hormigas a cenizas cuando se resbaló y cayó. No se lastimó, pero su preciosa lupa se rompió en cientos de pequeños trozos. Tan querido era ese nuevo juguete, tan habituado estaba él a la decepción, que a pesar de sus trece años Linus irrumpió en lágrimas de ira, por no haber sido lo suficientemente inteligente, por no tener amigos, por no ser querido, por haber nacido imperfecto.

Sus lágrimas lo cegaron hasta tal punto que no se dio cuenta de que su caída había sido observada. No hasta que sintió un golpecito en el brazo. Alzó la vista y vio a su hermanita de pie, junto a él, sosteniendo algo que le entregaba. Era Claudine, su muñeca favorita.

—Linus triste —dijo—. Pobre Linus. Claudine pone contento a Linus.

Linus se quedó mudo, había aceptado la muñeca, mirando a su hermanita mientras ella se sentaba a su lado.

Con un incierto desdén empujó uno de los párpados de Claudine, de modo que quedara hundido. Miró a ver qué efecto tenía el vandalismo sobre su hermanita.

Se estaba chupando el pulgar, mirándolo, los grandes ojos azules llenos de empatía. Tras un instante ella tomó la muñeca y hundió el otro párpado de Claudine.

A partir de ese día, formaron un equipo. Sin quejas, sin siquiera fruncir el ceño, ella toleró los ataques de ira de su hermano, su cruel humor, todas las cosas que el rechazo le había impuesto. Permitió que peleara con ella y la reprendiera, para después abrazarla.

Si sólo los hubieran dejado solos todo habría salido bien. Pero sus padres no podían tolerar que alguien lo quisiera. Los escuchó hablar en voz baja —tanto tiempo juntos, no es adecuado, no es saludable— y en cuestión de meses él fue enviado interno a un colegio.

Sus notas eran desastrosas. Linus se aseguraba de ello, pero su padre había cazado en una ocasión con el director del Balliol College por lo que le hallaron ubicación en Oxford. Lo único positivo que resultó de sus días universitarios fue el descubrimiento de la fotografía. Un tutor de inglés, sensible, le había permitido que usara su cámara y luego lo asesoró para que comprara una.

Y finalmente, cuando cumplió los veintitrés, Linus regresó a Blackhurst. ¡Cómo había crecido
su poupée
! Trece años y tan alta. La más larga cabellera roja que hubiera visto. Por un tiempo se sintió intimidado frente a ella; había cambiado tanto que tendría que conocerla de nuevo. Pero un día, cuando estaba tomando fotografías cerca de la cala, ella había aparecido en su visor. Sentada en la cima de la roca negra, mirando el mar. La brisa salada le agitaba los cabellos, los brazos en torno a las rodillas, y sus piernas, sus piernas estaban desnudas.

Linus casi no podía respirar. Parpadeó, continuó mirando mientras ella giró la cabeza con lentitud, mirándolo directamente. Mientras que otros modelos no podían ocultar la artificialidad en su mirada, Georgiana era completamente natural. Parecía mirar más allá de la cámara, directamente a sus ojos. Los suyos eran los mismos ojos comprensivos que lo habían visto llorar todos esos años atrás. Sin pensarlo, apretó el disparador de la cámara. Su rostro, su rostro perfecto, era suyo para ser capturado.

* * *

Con delicadeza, Linus sacó la copia fotográfica del bolsillo de su abrigo. Tuvo cuidado, puesto que ahora era vieja, gastada en los bordes. La última luz del sol casi había desaparecido, pero si la sostenía en el ángulo correcto…

¿Cuántas veces se había sentado así a mirarla, a examinarla después de que desapareciera? Era la única copia que tenía, porque cuando Georgiana se fue, alguien —¿Madre? ¿Adeline? ¿Uno de los criados?— había entrado en el cuarto oscuro llevándose los negativos. Sólo le quedaba ésta, salvada porque la llevaba siempre consigo.

Pero ahora tenía una segunda oportunidad y no la perdería. Ya no era un niño, sino el amo de Blackhurst. Sus padres hacía mucho que yacían en sus tumbas. Sólo quedaban esa agotadora esposa suya y su enfermiza hija, y ¿quiénes eran ellas para oponerse a la marcha de Linus? Había cortejado a Adeline para castigar a sus padres por la huida de Georgiana, y el compromiso había infligido un golpe final tan brutal que el tolerar a esa mujer en su casa le había parecido un precio bajo a pagar. Y así había sido. Y continuaría siendo. Ella era ignorada con facilidad. Él era el amo, y lo que quería, lo tendría.

Eliza. Permitió que el sonido escapara de sus labios, se alojara en los rizos de su barba. Sus labios estaban temblorosos y sentía la piel fría.

Iba a hacerle un regalo. Algo que inspirara gratitud. Algo que sabía que ella deseaba, porque ¿cómo no iba a hacerlo si su madre lo había deseado tanto antes que ella?

Capítulo 32

Cabaña del Acantilado, Cornualles, 2005

Cassandra cruzó la verja y volvió a impresionarse con el extraño y pesado silencio que flotaba en torno a la cabaña. También había otra cosa, algo que ella sentía pero a lo que no podía dar nombre. Una extraña sensación de confabulación. Como si al atravesar la entrada estuviera aceptando un pacto cuyas reglas desconocía.

Era más temprano que la última vez y los parches de luz solar caían en el jardín. Faltaban quince minutos para que llegara el jardinero, por lo que Cassandra guardó la llave en su bolsillo y decidió explorar un poco.

Un estrecho sendero de piedra, casi oscurecida por líquenes, serpenteaba al frente antes de desaparecer en una esquina. Las hierbas en los laterales de la casa eran altas y gruesas y tuvo que apartarlas de la pared antes de poder avanzar.

Había algo en ese jardín que le recordaba el patio trasero de la casa de Nell en Brisbane. No tanto las plantas como el ambiente. Hasta donde Cassandra podía recordar, el jardín de Nell había sido una mezcla de plantas de granja, hierbas y brillantes plantas anuales. Pequeños senderos de cemento serpenteaban por entre las mismas. Tan diferente de los otros jardines suburbanos, con sus extensiones de césped quemado por el sol y el ocasional rosal sediento dentro de ruedas de coche pintadas de blanco.

Cassandra llegó hasta el fondo de la cabaña y se detuvo. Un denso entramado de setos espinosos, de al menos tres metros de altura, había crecido a lo largo del sendero. Se acercó y se puso de puntillas para intentar ver por arriba. La forma era uniforme, lineal, casi como si las plantas mismas hubieran formado un muro.

Se abrió paso a lo largo de los setos, rozando con los dedos las hojas serradas de las enredaderas. Avanzaba lentamente, la hierba le llegaba hasta las rodillas y amenazaba con hacerla caer a cada paso. A medio camino notó un claro entre los setos, un espacio pequeño pero suficiente para notar que la luz no se filtraba, que había algo sólido detrás. Cuidando de no clavarse las espinas, Cassandra extendió una mano y se inclinó sobre el seto que devoró sus brazos, hasta llegar al hombro. Sus dedos rozaron algo duro y frío.

Un muro, un muro de piedra, cubierto de musgo, si es que las manchas verdes en las yemas de sus dedos eran señal de algo. Cassandra se limpió la mano en sus vaqueros, sacó el título de propiedad de su bolsillo y examinó el mapa de la propiedad. La cabaña estaba claramente marcada, un pequeño cuadrado en la parte delantera. De acuerdo con el mapa, sin embargo, la línea de la propiedad se extendía bastante. Cassandra volvió a doblar el mapa y lo guardó. Si el mapa era correcto, esa pared era parte de la propiedad de Nell, no su límite. Pertenecía a la Cabaña del Acantilado, así como todo lo que se encontraba al otro lado.

Cassandra continuó el obstruido curso a lo largo de la pared, esperando encontrar una entrada o una puerta, cualquier cosa que le diera acceso. El sol se estaba elevando en el cielo y los pájaros habían cesado en su canto. El aire era denso por el dulce, embriagador perfume de un rosal trepador. Aunque estaban en otoño, Cassandra se sintió acalorada. Pensar que alguna vez había imaginado Inglaterra como un país frío en donde el sol era un extraño. Se detuvo para secarse el sudor de la frente y golpeó su cabeza contra algo que colgaba bajo.

La retorcida rama de un árbol se extendía sobre la pared, como un brazo. Un manzano, advirtió Cassandra al ver que la rama tenía frutas: brillantes manzanas doradas. Estaban tan maduras, tan deliciosamente fragantes, que no pudo resistir tomar una.

Cassandra comprobó la hora en su reloj y lanzando una mirada añorante al cerco de setos, comenzó a regresar por donde había venido. Podía continuar la búsqueda de una puerta más adelante, no quería arriesgarse a no recibir al jardinero. Tan grande era la sensación de aislamiento que rodeaba a la cabaña que tenía la impresión de que tal vez no lo oiría desde el fondo, aunque él la llamara.

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