El jardín olvidado (17 page)

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Authors: Kate Morton

BOOK: El jardín olvidado
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—¿Sabes qué es esto, Eliza?

—Un broche. He visto a las damas elegantes usarlo.

Madre sonrió débilmente y Eliza pensó que debía de haber dado la respuesta equivocada.

—¿Tal vez un colgante que se soltó de su cadena?

—Estabas en lo correcto la primera vez. Es un broche, un broche especial. —Apretó sus manos—. ¿Sabes qué es lo que hay detrás del cristal?

Eliza observó el diseño de hebras rojas y doradas.

—¿Un tapiz?

Madre volvió a sonreír.

—En cierto modo, lo es, aunque no de los que se tejen con hilo.

—Pero puedo ver los hilos, trenzados para formar un cordón.

—Son cabellos, Eliza, tomados de las mujeres en mi familia. Mi abuela, su madre, y así. Es una tradición. Se llama broche de duelo.

—¿Por qué se usa sólo cuando te duele algo?

Madre extendió la mano y acarició el extremo de la trenza de Eliza.

—Porque nos recuerda a los que hemos perdido. A los que llegaron antes que nosotros y nos hicieron lo que somos.

Eliza asintió seria, consciente, aunque no estaba segura cómo, de haber recibido una confidencia especial.

—El broche vale mucho dinero, pero nunca he sido capaz de venderlo. He caído víctima, una y otra vez, de mi sentimentalismo, pero eso no debe detenerte.

—¿Madre?

—No estoy bien, mi niña. Pronto llegará el momento de que cuides de Sammy y de ti misma. Puede que sea necesario que vendas el broche.

—Oh, no, Madre…

—Puede que sea necesario, y será tu decisión. No dejes que mi renuencia te guíe, ¿me oyes?

—Sí, Madre.

—Pero si necesitas venderlo, Eliza, ten cuidado con cómo lo haces. No debe ser vendido de forma oficial, no deben quedar rastros.

—¿Por qué no?

Madre la miró y Eliza reconoció la mirada. Ella misma había mirado de ese modo a Sammy muchas veces a la hora de decirle la verdad.

—Porque mi familia lo averiguaría. —Eliza guardó silencio; la familia de Madre, junto con su pasado, era algo de lo que rara vez se hablaba—. Ellos habrán notificado que fue robado…

Eliza alzó las cejas.

—…Equivocadamente, mi niña, puesto que es mío. Me lo dio mi madre con ocasión de mi decimosexto cumpleaños, ha estado en mi familia mucho tiempo.

—Pero si es tuyo, Madre, ¿por qué nadie puede saber que lo tienes?

—Tal venta revelaría nuestro paradero, y eso no debe saberse. —Tomó la mano de Eliza, con ojos desorbitados, el rostro pálido y agotado por el esfuerzo de hablar—. ¿Lo entiendes?

Eliza asintió, comprendió. Es decir, comprendió a medias. Madre estaba preocupada por el Hombre Malvado, sobre el que les había prevenido toda su vida diciendo que podía estar en cualquier rincón oculto, esperando atraparlos. A Eliza siempre le habían gustado esas historias, aunque Madre nunca entró en suficientes detalles como para satisfacer su curiosidad, dejando a su imaginación embellecer las advertencias de Madre, darle al hombre un ojo de vidrio, una canasta con serpientes y un labio que se fruncía cuando sonreía.

—¿Quieres que te traiga tu medicina, Madre?

—Eres una buena niña, Eliza, una buena niña.

Eliza dejó el tarro de cerámica en la cama junto a Madre y trajo la pequeña botella de láudano. Cuando regresó, Madre volvió a extender la mano para acariciar el largo mechón de cabellos que se había desenredado de la trenza de Eliza.

—Cuida de Sammy —dijo—. Y cuídate. Recuerda siempre, con una voluntad fuerte incluso los débiles pueden ejercer gran poder. Debes ser valiente cuando yo… si algo fuera a sucederme.

—Por supuesto, Madre, pero nada te sucederá. —Eliza no lo creía, y tampoco lo creía Madre. Todos sabían lo que les sucedía a los que enfermaban de tuberculosis.

Madre consiguió tomar un sorbo de medicina y luego se recostó contra la almohada, exhausta por el esfuerzo. Sus rojos cabellos extendidos hacia arriba, revelando en su pálido cuello una sola cicatriz, el delgado corte que nunca se esfumaba y que había inspirado por primera vez a Eliza el relato del encuentro de Madre con el Destripador. Otro de los cuentos que nunca dejó que Madre oyera.

Con los ojos aún cerrados, Madre habló suavemente, con frases cortas y rápidas.

—Mi Eliza, sólo te lo diré una vez. Si él te encuentra y necesitas escapar, entonces, sólo entonces, toma el tarro. No vayas a Christie's, no vayas a ninguna de las grandes casas de subastas. Allí tienen registros. Ve a la vuelta de la esquina y pregunta en la casa del señor Baxter. Él te dirá cómo encontrar al señor John Picknick. El señor Picknick sabrá qué hacer. —Sus párpados temblaron con el esfuerzo de tanto hablar—. ¿Lo entiendes?

Eliza asintió.

—¿Lo entiendes?

—Sí, Madre, lo entiendo.

—Hasta entonces, olvida que existe. No lo toques, no se lo muestres a Sammy, no se lo digas a nadie. ¿Eliza?

—¿Sí, Madre?

—Estate alerta respecto al hombre de quien te hablo.

* * *

Y Eliza había cumplido su palabra. En su mayor parte. Había sacado el tarro dos veces, sólo para mirarlo. Para pasar sus dedos por la superficie del broche, tal como Madre había hecho, para sentir su magia, su inestimable poder, antes de sellar rápidamente la tapa con cera y volver a guardarlo en su lugar.

Y aunque hoy lo había cogido, no era para mirar el broche de duelo. Porque Eliza había añadido su propia contribución al tarro de arcilla. Dentro estaba también su propio tesoro, su plan para el futuro.

Retiró una bolsita de cuero y la apretó con fuerza en su mano. Tomó energía de su solidez. Era una bagatela que Sammy había encontrado en la calle y le había regalado. Un juguete de algún niño acomodado, tirado y olvidado, encontrado y revivido. Eliza lo había escondido desde el principio. Sabía que si los Swindell lo veían, sus ojos se encenderían e insistirían en tenerlo en la tienda. Había sido un regalo y era suyo. No había muchas cosas de las que pudiera decir lo mismo.

Pasaron varias semanas antes de que encontrara un uso para él como lugar para ocultar sus monedas secretas, de las que los Swindell no sabían nada, pagadas por Matthew Rodin, el cazador de ratas. Eliza era hábil para cazar ratas, aunque no le gustara hacerlo. Las ratas intentaban seguir con vida, después de todo, del mejor modo posible en una ciudad que no favorecía ni a los humildes ni a los tímidos. Intentaba no pensar en lo que diría Madre —que siempre había tenido debilidad por los animales—, recordándose que no tenía mucha alternativa. Si ella y Sammy iban a tener una oportunidad, necesitaban dinero propio, dinero secreto que no fuera detectado por los Swindell.

Eliza se sentó al borde del hogar, con el tarro de arcilla en la falda, y se limpió el hollín de las manos con el reverso de su vestido. No sería bueno que lo hiciera donde la señora Swindell pudiera verlo. Nada bueno sucedía una vez que su sospechosa nariz olía algo.

Cuando Eliza estuvo satisfecha con el aspecto de sus manos, abrió la bolsita, aflojó la suave cinta de seda y agrandó cuidadosamente la abertura. Echó un vistazo.

Rescátate, había dicho Madre, y cuida de Sammy. Y eso era exactamente lo que Eliza intentaba hacer. Dentro de la bolsita había cuatro monedas de tres centavos. Dos más y tendría suficiente para comprar cincuenta naranjas. Era todo lo que necesitaban para comenzar como vendedores de naranjas. Las monedas que ganaran les permitirían comprar más naranjas y entonces tendrían su propio dinero, su propio negocio. Podrían buscar un nuevo lugar donde vivir, donde estar a salvo, sin los vigilantes y vengativos ojos de los Swindell sobre ellos. La amenaza siempre presente de ser entregados a los «benefactores» y enviados al orfanato…

Pasos en la escalera.

Eliza guardó las monedas en la bolsita, apretó el nudo y la guardó dentro del tarro. Con el corazón latiéndole con fuerza, guardó el tarro en la chimenea; ya lo sellaría más tarde. Apenas a tiempo, saltó y se sentó, con mirada inocente, en un extremo de la destartalada cama.

La puerta se abrió y Sammy apareció, aún cubierto de hollín. Ahí de pie junto al marco de la puerta, con la vela ardiendo débilmente en su mano, le pareció tan delgado que
creyó
que era un engaño de la luz. Le sonrió y él se acercó, buscó en su bolsillo y extrajo una pequeña patata que había robado de la alacena de la señora Swindell.

—¡Sammy! —lo reprendió Eliza, tomando la blanda patata—. Ya sabes que las cuenta. Sabrá que tú la tomaste.

Sammy se encogió de hombros, comenzando a lavarse el rostro en la bacinilla con agua junto a la cama.

—Gracias —dijo, guardándola en el cesto de costura cuando él no la observaba. La devolvería por la mañana—. Está empezando a hacer frío —comentó, mientras se quitaba el delantal quedándose sólo con sus enaguas—. Este año ha empezado antes. —Se metió en la cama, temblando bajo la delgada manta gris.

Con su camiseta y calzones, Sammy entró tras ella. Sus pies estaban helados e intentó calentarlos con los suyos.

—¿Quieres que te cuente una historia?

Notó que asentía, su cabello rozándole la mejilla al hacerlo. Y entonces comenzó su historia favorita: «Hace mucho tiempo, cuando la noche era fría y oscura y las calles estaban desiertas, y los mellizos empujaban y se agitaban dentro de su vientre, una joven princesa escuchó pasos a sus espaldas, y supo al instante a qué espíritu malvado pertenecían…».

La había estado relatando durante años, aunque no cuando Madre podía oírla. Madre hubiera dicho que estaba alterando a Sammy con sus historias. Ella no comprendía que los niños no se asustan con los cuentos; que sus vidas están llenas de cosas mucho más terribles que las que se encuentran en los cuentos de hadas.

La agitada respiración de su hermano se había vuelto regular, y Eliza supo que se había quedado dormido. Guardó silencio y continuó agarrando su mano en la suya. Era tan fría, tan huesuda, que sintió un temblor de pánico en su estómago. La apretó con fuerza, escuchándolo respirar.

—Todo saldrá bien, Sammy —susurró, pensando en la bolsita de cuero, y el dinero dentro—. Me aseguraré de ello, te lo prometo.

Capítulo 15

Londres, Inglaterra, 2005

Ruby, la hija de Ben, estaba esperando a Cassandra cuando llegó a Heathrow. Una mujer regordeta de más de cincuenta años, con un rostro brillante, cabello corto y canoso que crecía disparado. Tenía una energía capaz de cargar el aire a su alrededor; era de esas personas que no pasan desapercibidas. Antes de que Cassandra pudiera mostrar su sorpresa porque una desconocida hubiera ido al aeropuerto a recibirla, Ruby se había apropiado de la maleta de Cassandra, le había pasado un rollizo brazo en torno a ella y la guiaba a través de las puertas acristaladas del aeropuerto hacia el aparcamiento.

Su automóvil era una vieja camioneta destartalada, cuyo interior rebosaba a perfume de almizcle y a otro compuesto floral que Cassandra no pudo identificar. Cuando se pusieron el cinturón de seguridad, Ruby sacó una bolsa con regaliz de varios sabores de su bolso y se la ofreció a Cassandra, quien cogió un cubo a rayas marrones, blancas y negras.

—Soy adicta —explicó Ruby, metiéndose uno rosa en la boca y acomodándolo en su carrillo—. Gravemente adicta. A veces no puedo terminar el que tengo en la boca y ya estoy comiendo el siguiente. —Masticó con fuerza durante un momento, y luego tragó—. Pero, en fin, la vida es demasiado breve para ser moderado, ¿no crees?

A pesar de lo tarde que era, las carreteras estaban repletas de automóviles. Las farolas de cuello curvo brillaban con luz naranja sobre el asfalto. Mientras Ruby conducía con rapidez, pisando el freno con fuerza sólo cuando era absolutamente necesario, haciendo gestos y sacudiendo la cabeza a los otros conductores que se atrevían a interponerse en su camino, Cassandra miraba por la ventanilla, dibujando mentalmente los círculos concéntricos de las corrientes arquitectónicas de Londres. Le gustaba pensar en las ciudades de ese modo. El trayecto desde las afueras hacia el centro era como coger una nave que viajara hacia el pasado. Los modernos hoteles de los aeropuertos, las anchas y tersas carreteras de circunvalación transformándose en casas de cemento, luego en grandes mansiones y, finalmente, en el oscuro corazón de casas victorianas.

A medida que se acercaban al centro de Londres, Cassandra pensó que debía decirle a Ruby el nombre del hotel que había reservado para dos noches antes de partir hacia Cornualles. Buscó en su bolso la carpeta de plástico en la que guardaba todos sus documentos de viaje.

—Ruby —dijo—, ¿estamos cerca de Holborn?

—¿Holborn? No, queda al otro lado de la ciudad. ¿Por qué?

—Allí es donde está mi hotel. Claro que puedo tomar un taxi, no es necesario que me lleves hasta allí.

Ruby la miró lo justo para que Cassandra pensara que había alguien a su espalda.

—¿Hotel? No hace falta. —Cambió de velocidad, frenando justo a tiempo para evitar chocar con una camioneta azul que iba delante—. Te quedarás conmigo, y no admito objeciones.

—Oh, no —dijo Cassandra, el destello azul metálico todavía brillando en su mente—. No podría, es demasiada molestia. —Comenzó a relajar la mano que aferraba el asa de la puerta—. Además, es demasiado tarde para cancelar mi reserva.

—Nunca es demasiado tarde. Yo lo haré por ti. —Ruby se volvió otra vez hacia Cassandra, el cinturón de seguridad apretando sus prominentes pechos de tal modo que casi se le salían de la camisa—. Y no es ninguna molestia. He preparado una cama y estoy encantada de tu visita. —Sonrió—. ¡Papá me despellejaría viva si supiera que te mandé a un hotel!

Cuando llegaron a South Kensington, Ruby aparcó marcha atrás en un minúsculo espacio y Cassandra contuvo la respiración, en silenciosa admiración por la seguridad que la otra mujer tenía en sí misma.

—Hemos llegado. —Apagó el motor e hizo un gesto hacia una casa blanca al otro lado de la calle—. Hogar dulce hogar.

El apartamento era diminuto. Encajado al fondo de una casa eduardiana, en el segundo tramo de escaleras, detrás de una puerta amarilla, tenía un solo dormitorio, una pequeña ducha y aseo, y una minúscula cocina adosada a la sala. Ruby había preparado el sofá cama para Cassandra.

—Sólo tres estrellas, me temo —dijo—. Te compensaré con el desayuno.

Cassandra miró dubitativa la diminuta cocina, y Ruby se rió tanto que agitó su blusa color verde lima. Se secó los ojos.

—¡Por Dios, no! No quise decir que cocinaría. ¿Para qué soportar semejante agonía cuando alguien puede hacerlo mejor? Te llevaré a un café a la vuelta de la esquina. —Encendió el interruptor de la tetera—. ¿Una taza?

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