Read El jardín olvidado Online
Authors: Kate Morton
Con algo de temor, Cassandra se preparó para mostrar una reacción entusiasta apropiada, sin importar lo que Ruby estaba tan interesada en mostrarle.
—Ahí lo tienes —indicó Ruby señalando triunfante una hilera de bocetos en la vitrina—. ¿Qué te parecen?
Cassandra estaba sin aliento, se inclinó para mirarlos mejor. No había necesidad de fingir entusiasmo. Los dibujos la sorprendieron y excitaron.
—¿Pero de dónde…? ¿Cómo es que…? —Cassandra miró de reojo a Ruby, quien juntó las manos con gesto de satisfacción—. No tenía idea de que existieran.
—Nadie lo sabía —repuso Ruby exultante—. Nadie excepto la dueña, y puedo asegurarte que no les había prestado atención en muchísimo tiempo.
—¿Cómo los conseguiste?
—Por pura casualidad, querida. De casualidad. Cuando concebí por primera vez la idea para la muestra, no quise sólo reubicar los mismos objetos Victorianos que la gente lleva décadas contemplando. Así que publiqué un pequeño anuncio clasificado en todas las revistas especializadas que se me ocurrieron. Algo muy sencillo, simplemente decía: «Se busca, a préstamo: objetos artísticos de interés, de fines del siglo XIX. Para ser exhibidos con amoroso cuidado en un museo de Londres».
»Dicho y hecho, comencé a recibir llamadas el mismo día que el anuncio apareció. La mayor parte eran pistas falsas, claro; los cuadros que pintó del cielo la tía abuela Mavis y cosas por el estilo, pero entre tanta basura encontré algunas perlas. Te sorprendería el número de objetos de incalculable valor que han sobrevivido a pesar de no haber recibido el más mínimo cuidado.
Cassandra pensó que lo mismo sucedía con las antigüedades: los mejores hallazgos eran siempre aquellos que habían quedado olvidados durante décadas, escapando de las garras de coleccionistas aficionados.
Ruby observó nuevamente los bocetos.
—Éstos estaban entre mis descubrimientos más preciados —le sonrió a Cassandra—. Bocetos inacabados de Nathaniel Walker, ¿quién lo hubiera creído? Quiero decir, tenemos una pequeña colección de sus retratos, arriba, y hay algunos en la Tate, pero hasta donde yo sé, hasta donde sabe nadie, eso era lo único que había sobrevivido. Se pensaba que el resto había sido…
—Destruido. Sí, lo sé. —Cassandra sentía que le ardían las mejillas—. Nathaniel Walker era conocido por deshacerse de los bocetos preparatorios, del trabajo que no lo satisfacía.
—Ya puedes imaginar cómo me sentí cuando la mujer me entregó éstos. Había conducido hasta Cornualles el día anterior y había estado yendo de una casa a otra, rechazando educadamente varios objetos que eran por completo inadecuados. La verdad —declaró elevando la vista al cielo—, te sorprendería ver las cosas que la gente cree que pueden valer algo. Sólo te diré que cuando llegué a la casa estaba a punto de darme por vencida. Era una de esas cabañas marineras, pintadas de blanco, con tejados de pizarra gris, me disponía a irme cuando Clara abrió la puerta. Era una cosita de nada, como un personaje de Beatrix Potter, una ancianita con su delantal de ama de casa. Me hizo pasar a la sala más pequeña y rebosante de adornos que haya visto nunca, a su lado mi apartamento parece una mansión, e insistió en servirme té. Con el día que llevaba hubiera preferido un whisky, pero me hundí en los almohadones y esperé a ver con qué objeto completamente inútil iba a hacerme perder el tiempo.
—Y te dio esto.
—Supe lo que eran de inmediato. No están firmados, pero tienen su sello. Fíjate en la esquina superior izquierda. Te lo juro, comencé a temblar cuando los vi. Casi derramé la taza de té sobre ellos.
—Pero ¿cómo los obtuvo? —preguntó Cassandra—. ¿De dónde los sacó?
—Me contó que estaban entre los objetos de su madre —dijo Ruby—. Su madre, Mary, fue a vivir con Clara cuando enviudó, y vivió allí hasta que murió, a mediados de los sesenta. Ambas eran viudas, y supongo que se hacían compañía mutua. Por cierto, Clara estaba encantada de tener una audiencia deseosa de oír historias sobre su madre. Antes de partir insistió en hacerme subir el tramo más peligroso de escaleras que puedas imaginar para echar un vistazo al cuarto de Mary. —Ruby se inclinó acercándose a Cassandra—. Fue toda una sorpresa. Mary podía haber muerto hacía cuarenta años, pero el cuarto daba la impresión de estar preparado por si llegaba en cualquier momento. Era tétrico, pero del modo más delicioso: una pequeña cama, con las sábanas dispuestas, un periódico doblado en la mesa de luz, con un crucigrama a medio terminar en la primera página. Y debajo de la ventana, un pequeño baúl con candado de lo más tentador. —Se pasó la mano por sus cabellos grises—. Me costó un gran esfuerzo resistirme a atravesar el cuarto y arrancar el candado con mis manos.
—¿Lo abrió? ¿Viste lo que contenía?
—No tuve esa suerte. Permanecí piadosamente serena y poco después me hizo salir. Tuve que contentarme con los bocetos de Nathaniel Walker y con la afirmación de Clara de que no había nada más de ese estilo entre los objetos de su madre.
—¿Era Mary también una artista? —preguntó Cassandra.
—¿Mary? No, era empleada doméstica. Al menos al principio. Durante la Primera Guerra Mundial trabajó en una fábrica de municiones y supongo que después de eso debió de dejar el trabajo doméstico. Bueno, eso de que dejó el trabajo es una manera de hablar. Se casó con un carnicero y pasó el resto de su vida preparando morcillas y limpiando las tablas de cortar carne. ¡No estoy segura de qué me habría gustado menos!
—En cualquier caso —razonó Cassandra frunciendo el ceño—, ¿cómo diantre llegó esto a sus manos? Nathaniel Walker era famoso por guardar en secreto su trabajo, y apenas existen bocetos. No se los daba a nadie, nunca firmaba contratos con editores que quisieran mantener derechos de autor sobre los originales, y eso con obras terminadas. No puedo imaginarme qué pudo convencerle para desprenderse de bosquejos incompletos como éstos.
Ruby se encogió de hombros.
—¿Los tomaron prestados? ¿Los compraron? Tal vez los robó. No lo sé, y debo admitir que no me importa demasiado. Me alegra dejarlo como uno de los hermosos misterios de la vida. Le agradezco a Dios que ella
pusiera
sus manos sobre ellos, y que nunca se diera cuenta de su valor, que no los considerara dignos de exhibir, y que por ello los preservara tan bellamente para nosotros durante todo el siglo XX.
Cassandra se inclinó sobre los dibujos. Aunque nunca antes los había visto, los reconoció. Eran inconfundibles: primeros bocetos de las ilustraciones del libro de cuentos de hadas. Trazados con más rapidez, las líneas con un carácter exploratorio, desbordantes del entusiasmo inicial del artista frente a su tema. La respiración de Cassandra se agitó al recordar esa misma sensación en sus comienzos como dibujante.
—Es increíble, tener la oportunidad de ver un trabajo en sus primeras fases. Creo que dice tanto o más sobre el artista que el trabajo terminado.
—Como las esculturas de Miguel Ángel en Florencia.
Cassandra la miró de reojo, complacida por la perspicacia de Ruby.
—La primera vez que vi una foto de esa rodilla brotando del mármol se me erizó la piel. Era como si la figura hubiera estado atrapada dentro todo el tiempo, esperando a que alguien con suficiente habilidad llegara para liberarla.
Ruby estaba exultante.
—Oye —dijo, teniendo una repentina idea—, es tu única noche en Londres, salgamos a cenar. Se suponía que iba a quedar con mi amigo Grey, pero lo comprenderá. O le diré que venga también, cuantos más, mejor, después de todo…
—Discúlpeme, señora —dijo una voz con acento estadounidense—, ¿trabaja usted aquí?
Un hombre alto de cabellos oscuros se irguió entre ambas.
—Así es —contestó Ruby—. ¿En qué puedo ayudarle?
—Mi esposa y yo estamos famélicos y uno de los vigilantes del piso superior nos dijo que aquí había una cafetería.
Ruby hizo un gesto con los ojos en dirección a Cassandra.
—Hay un restaurante llamado Carluccio cerca de la estación. Quedamos allí a las siete de la tarde. Yo invito. —Después apretó los labios y forzó una delgada sonrisa—. Por aquí, señor, yo le mostraré dónde es.
* * *
Cuando salió del V&A, Cassandra fue en busca de un tardío almuerzo. Pensó que la última comida que había ingerido debía de haber sido la cena del avión, un puñado del regaliz de Ruby, y una taza de té: no era sorprendente que su estómago le pidiera comida a gritos. El cuaderno de Nell tenía un mapa del centro de Londres pegado en el interior de la tapa, y hasta donde Cassandra podía ver, no importaba qué dirección tomara, habría de toparse con algún sitio para comer y beber. Mientras observaba el mapa se percató de una leve marca con tinta, algo al otro lado del río, una calle en Battersea. La excitación le cosquilleó la piel como si fuera una pluma. Una X marcaba el lugar, pero ¿qué lugar exactamente?
Veinte minutos después, se compró un emparedado de atún y una botella de agua en un café en Kings Road, y luego continuó por la calle Flood hacia el río. Al otro lado, las cuatro chimeneas de la planta eléctrica de Battersea se elevaban altas y robustas. Cassandra sintió un extraño placer en seguir los pasos de Nell.
El sol otoñal había salido de su escondite y lanzaba esquirlas de plata sobre la superficie del Támesis. Cuánto habría visto ese río: incontables vidas que transcurrieron en sus márgenes, incontables muertes. Y era de ese río del que había partido un barco, muchos años atrás, con la pequeña Nell a bordo. Apartándola de la vida que había conocido, hacia un futuro incierto. Un futuro que ahora era el pasado, una vida que había concluido. Y sin embargo importaba, le había importado a Nell y ahora le importaba a Cassandra. Ese rompecabezas era su herencia. Más que eso, era su responsabilidad.
Londres, Inglaterra, 1975
Nell inclinó la cabeza para observar mejor. Había creído que al ver la casa en donde Eliza había vivido la reconocería, de alguna manera, que sentiría instintivamente que era importante para su pasado, pero no fue así. La casa del número treinta y cinco de la calle Battersea Church le resultaba completamente desconocida. Era sencilla, y, por lo demás, tenía el mismo aspecto que cualquier otra casa de la calle: tres pisos, ventanas de guillotina, delgados canalones que reptaban por los ásperos muros de ladrillo ennegrecidos por el tiempo y el hollín. Lo único que la diferenciaba era un extraño añadido en lo alto. Desde fuera, parecía que parte de la cubierta hubiera sido reformada para crear un cuarto extra, aunque sin verlo por dentro era difícil asegurarlo.
La calle corría paralela al Támesis. Una calle con basura en los desagües y chicos de narices sucias jugando en el pavimento no parecía, ciertamente, la clase de lugar para acoger a una escritora de cuentos de hadas. Era una idea tonta y romántica, por supuesto, pero cuando Nell se había imaginado a Eliza, sus pensamientos habían evocado los jardines de Kensington de J. M. Barrie, con el mágico encanto del Oxford de Lewis Carroll.
Pero ésta era la dirección anotada en el libro que le comprara al señor Snelgrove. Ésta era la casa en donde Eliza Makepeace había nacido. En donde había pasado sus primeros años.
Se acercó. No parecía haber actividad alguna dentro de la casa, por lo que se atrevió a mirar por la ventana. Un cuarto pequeño, un hogar de ladrillo, y una tosca cocina. Una estrecha escalera se aferraba a la pared del lado de la puerta.
Nell retrocedió, casi tropezando sobre una maceta con una planta seca.
Un rostro en la ventana de la casa vecina le hizo dar un salto, un rostro pálido flanqueado por una corona de revueltos cabellos blancos. Nell parpadeó, y cuando volvió a mirar, el rostro había desaparecido. ¿Un fantasma? Volvió a parpadear. No creía en fantasmas, no de esos que aparecen haciendo ruido por las noches.
Un momento después, la puerta del número treinta y siete de la calle Battersea Church se abrió con fuerza. De pie al otro lado, una miniatura de mujer, de metro veinte de alto, con piernas como palillos, se apoyaba en un bastón. De una verruga en su mejilla izquierda crecía un largo pelo canoso.
—¿Quién eres, muchacha? —preguntó con un espeso acento de suburbio.
Habían pasado cuarenta años por lo menos desde que alguien la llamara muchacha.
—Nell Andrews —dijo, apartándose de la reseca planta—. Estoy de visita. Miraba, solamente. Intentaba… —Extendió la mano—. Soy australiana.
—¿Australiana? —dijo la mujer, los pálidos labios entreabriéndose en una sonrisa toda encías—. ¿Por qué no lo dijiste? El esposo de mi sobrina es australiano. Viven en Sydney, ¿tal vez los conozcas? ¿Desmond y Nancy Parker?
—Me temo que no —repuso Nell. El rostro de la anciana comenzó a ensombrecerse—. No vivo en Sydney.
—Ah, bueno —dijo la mujer con un dejo de escepticismo—. Tal vez si alguna vez vas allá, te cruces con ellos.
—Desmond y Nancy. Me aseguraré de no olvidarlos.
—Él vuelve tarde, la mayoría de las veces.
Nell frunció el ceño. ¿El marido de la sobrina, en Sydney?
—El tipo que vive al lado es bastante tranquilo. —La mujer bajó la voz hasta convertirla en susurro teatral—. Puede que sea negro, pero trabaja duro. —Sacudió la cabeza—. ¡Imagínate! Un africano viviendo en el número treinta y cinco. Nunca pensé que llegaría ese día. Mi madre se revolcaría en la tumba si supiera que hay negros viviendo en su vieja casa.
A Nell se le despertó la curiosidad.
—¿Su madre vivió ahí?
—Ahí mismo —contestó orgullosa la vieja mujer—. De hecho yo nací allí, en esa misma casa por la que estás tan interesada.
—¿Nació aquí? —Nell enarcó las cejas. No había mucha gente que pudiera afirmar haber vivido en la misma calle toda la vida—. ¿Cuándo fue, hace sesenta, setenta años?
—Casi setenta y ocho, si quieres saberlo. —La mujer adelantó el mentón, por lo que su cabello cano reflejó la luz—. Ni un día menos.
—Setenta y ocho años —repitió Nell lentamente—. Y ha estado aquí todo el tiempo. Desde… —hizo un rápido cálculo—, desde 1897?
—Aja, diciembre de 1897. Bebé de Navidad, eso fui.
—¿Conserva muchos recuerdos? Quiero decir, ¿de la infancia?
—A veces creo que son los únicos recuerdos que tengo —rió.
—Debía de ser un lugar muy distinto entonces.
—Ah, sí —dijo la anciana con voz resabiada—, de eso no cabe duda.
—La mujer por quien estoy interesada vivió también en esta calle. Aparentemente en esa casa. ¿Tal vez la recuerde? —Nell abrió la cremallera de su bolso y sacó la imagen que había fotocopiado de la primera página del libro del cuento de hadas. Notó que le temblaban levemente los dedos—. La dibujaron para que pareciera un personaje de cuento de hadas, pero si mira con detenimiento el rostro…