Read El jardín olvidado Online
Authors: Kate Morton
Hasta el momento, los Swindell habían entrado en razón —apreciaban las monedas que traía Sammy, así como el dinero recibido cuando Madre estaba viva y trabajaba de copista para el señor Blackwater—, pero Eliza no estaba segura de cuánto tiempo más podría mantenerlos a raya. La señora Swindell en particular tenía dificultades para ver más allá de su codicia, y gustaba de hacer amenazas veladas, murmurando sobre los «benefactores» que habían estado husmeando en busca de basura que levantar de las calles para llevar a los orfanatos.
La señora Swindell siempre había tenido miedo de Sammy, pues pensaba que el miedo era la única respuesta a lo que no tenía explicación. Eliza la había oído decir a la señora Barrer, la esposa del carbonero, que según la señora Tether, la partera que los había traído al mundo, Sammy había nacido con el cordón umbilical alrededor del cuello, y en consecuencia no debería haber pasado de la primera noche, dando su último suspiro cuando respiró el primero. «Fue cosa del demonio, la madre del niño debió de hacer un pacto con él», dijo. «Uno sólo tiene que mirarlo para saberlo —el modo en que sus ojos miran en lo profundo de una persona, la inmovilidad de su cuerpo, tan diferente a otros niños de su edad—. Ah, en verdad hay algo que no está nada bien en Sammy Makepeace».
Semejantes historias hacían que Eliza protegiera con mayor vehemencia a su mellizo. A veces, por la noche, cuando yacía en su cama escuchando discutir a los Swindell, y a su hija Hatty llorando desconsolada, le gustaba imaginarse que a la señora Swindell le sucedían cosas horribles. Que se caía, por accidente, en la lumbre, o quedaba atrapada entre los rodillos de las máquinas secadoras estrujada hasta morir, o se ahogaba en una olla de manteca hirviendo, sus delgaduchas piernas la única parte que quedaba como evidencia de su horrible final…
Hablar del diablo era conjurarlo. Aparecía doblando la esquina de la calle Battersea Church, con una bolsa al hombro repleta de mercancías, de regreso al hogar tras otro día de trabajo persiguiendo niñas de bonitos vestidos. Eliza se apartó de la grieta y se bajó del estante, utilizando el borde de la chimenea para descender.
Era tarea de Eliza lavar los vestidos que la señora Swindell llevaba a casa. A veces, cuando hervía los vestidos al fuego, cuidando de no desgarrar los encajes como telas de araña, Eliza se preguntaba qué pensarían esas niñitas cuando veían a la señora Swindell agitar su bolsa de dulces frente a ellas, bolsa de dulces llena de pedacitos de vidrios de colores. No es que éstas se acercaran alguna vez lo bastante para saber qué jugarreta les tenía preparada. Ni mucho menos. Una vez que las tenía a solas en el callejón, la señora Swindell les quitaba sus preciosos vestidos con tanta rapidez que ellas no tenían ni tiempo de gritar. Sin duda tendrían pesadillas, pensaba Eliza, pesadillas como las de ella con Sammy atascado en una chimenea. Sentía pena por ellas —la señora Swindell era una presencia aterradora cuando salía de caza—, pero era su culpa. No debían ser tan codiciosas, siempre queriendo más de lo que ya tenían. Eliza nunca dejaba de sorprenderse de que las niñas de alta cuna, acostumbradas a grandes mansiones, lujosos cochecitos de bebé, encajes y cintillas, pudieran caer víctimas de la señora Swindell por un tesoro tan nimio como una bolsa de dulces hervidos. Tenían suerte de perder solamente un vestido y un poco de tranquilidad. Había cosas peores que perder en los oscuros callejones londinenses.
Escuchó que la puerta de entrada se cerraba de un portazo.
—¿Dónde te has metido, niña? —La voz subió rodando por las escaleras, una caliente bola de veneno. El corazón de Eliza se acongojó cuando la tocó; la caza no había sido fructífera, hecho que no presagiaba nada bueno para los habitantes del número treinta y cinco de la calle Battersea Church—. Baja y prepara la cena, o recibirás una tunda.
Eliza se apresuró a bajar las escaleras y entrar en la tienda. Su mirada pasó veloz por las siluetas en penumbra, una serie de botellas y cajas reducidas a causa de la oscuridad a extrañas proporciones. Junto al mostrador, una de esas siluetas se estaba moviendo. La señora Swindell estaba inclinada como un cangrejo en el barro, revolviendo en su bolsa, buscando entre los vestidos de encaje.
—Bueno, no te quedes ahí boquiabierta como el idiota de tu hermano. Enciende la linterna, estúpida.
—El guiso está en el fuego, señora Swindell —anunció Eliza, apurándose a encender el gas—. Y los vestidos ya están casi secos.
—Como debe ser. Salgo, día tras día, intentando ganar una moneda, y lo único que tienes que hacer es lavar los vestidos. A veces pienso que sería mejor si lo hiciera yo misma, y sacaros a ti y a tu hermano de las orejas. —Exhaló un desagradable suspiro y se sentó en su silla—. Bueno, ven aquí, pues, y quítame los zapatos.
Mientras Eliza estaba arrodillada en el suelo, aflojándole las botas, la puerta volvió a abrirse. Era Sammy, negro y empolvado. Sin palabras, la señora Swindell extendió su huesuda mano e hizo una leve seña con los dedos.
Sammy buscó en el bolsillo de su mono de trabajo, y sacó dos monedas de cobre que dejó donde debía. La señora Swindell las miró con sospecha antes de patear a Eliza a un lado con su pie sudado, cubierto con una media, y renqueó hasta la caja del dinero. Con una mirada furtiva sobre su hombro, extrajo una llave de su blusa y la metió en la cerradura. Apiló las nuevas monedas sobre las otras, chasqueando los labios mientras calculaba el total.
Sammy se acercó a la cocina y Eliza tomó un par de cuencos. Nunca comían con los Swindell. No era correcto, decía la señora Swindell, porque ambos podían hacerse la idea equivocada de ser parte de la familia. Eran empleados, después de todo, más sirvientes que inquilinos. Eliza comenzó a servir el guiso con un cucharón, colándolo, como insistía la señora Swindell: no quería desperdiciar la carne en un par de infelices desagradecidos.
—Pareces cansado —susurró Eliza—. Esta mañana empezaste muy temprano.
Sammy sacudió la cabeza, no quería que ella se preocupara.
Eliza miró en dirección a la señora Swindell, comprobó que seguía dándoles la espalda, antes de deslizar un pequeño pedazo de carne en el cuenco de Sammy.
Éste sonrió apenas, cansado, sus ojos redondos fijos en Eliza. Verle así: los hombros encogidos por las pesadas tareas del día, el rostro cubierto del hollín de las chimeneas de los ricos, agradecido por el mendrugo de carne correosa, le hizo desear poder pasar sus brazos en torno a su pequeño torso y no soltarlo nunca.
—Bien, bien. Qué bonito cuadro —dijo la señora Swindell cerrando la caja del dinero—. Pobre señor Swindell, afuera, en el barro, en busca de tesoros con los que poner comida en vuestras desagradecidas bocas… —agitó un nudoso dedo en dirección a Sammy— mientras un joven como tú vive gratis en esta casa. Eso no está bien, nada, nada bien. Cuando vuelvan los «benefactores», creo que tendré que decírselo.
—¿El señor Suttborn tiene más trabajo para ti mañana, Sammy? —preguntó rápidamente Eliza.
Sammy asintió.
—¿Y para pasado?
Otra señal de asentimiento.
—Ésas son dos monedas más esta semana, señora Swindell.
¡Ah, cómo se las arreglaba para que su voz sonara humilde!
Y qué poco importaba.
—¡Insolente! ¿Cómo te atreves a responderme? Si no fuera por el señor Swindell y por mí, vosotros dos, retorcidos gusanos, estaríais fregando suelos en un orfanato.
Eliza respiró hondo. Una de las últimas cosas que Madre había hecho fue obtener una promesa de la señora Swindell de que a Sammy y Eliza se les permitiría quedarse como inquilinos tanto tiempo como continuaran pagando el alquiler y contribuyeran al trabajo doméstico.
—Pero, señora Swindell —replicó Eliza con cautela—, Madre dijo que usted prometió…
—¿Prometí? ¿Prometí? —Furibundas babas brotaron de las comisuras de su boca—. Yo sí que voy a prometerte algo. Prometo zurrarte las nalgas hasta que no puedas ni sentarte. —Se puso súbitamente de pie y tomó una correa de cuero que colgaba de la puerta.
Eliza se mantuvo firme, aunque el corazón le latía con fuerza.
La señora Swindell avanzó, para luego detenerse, un cruel tic haciéndole temblar los labios. Sin una palabra, se volvió hacia Sammy.
—Tú —dijo—. Ven aquí.
—No —dijo Eliza, echando una veloz mirada al rostro de Sammy—. No. Lo siento, señora Swindell. Ha sido una insolencia de mi parte, tiene usted razón. Yo… yo la resarciré. Mañana barreré la tienda. Fregaré los escalones de la entrada, yo… yo…
—Cambiarás el agua del cuarto del retrete y echarás a las ratas del altillo.
—Sí —asintió Eliza—. Eso también.
La señora Swindell extendió la correa frente a ella, como un horizonte de cuero. Miró a través de sus párpados entrecerrados, de Eliza a Sammy y viceversa. Finalmente, dejó caer un extremo de la correa y volvió a colgarla en su lugar, junto a la puerta.
Eliza sintió como una lluvia de alivio.
—Gracias, señora Swindell.
Con mano temblorosa, entregó el cuenco con guiso a Sammy y tomó el cucharón para servirse.
—Detente ahora mismo —dijo la señora Swindell.
Eliza alzó la vista.
—Tú —ordenó la señora Swindell señalando a Sammy—, limpia las nuevas botellas y acomódalas en el estante. No habrá guiso hasta que termines. —Se volvió a Eliza—. Y tú, niña, sube y sal de mi vista. —Le temblaban los finos labios—. Esta noche no comerás. No tengo intención de dar de comer a una rebelde.
* * *
Cuando era pequeña, a Eliza le gustaba imaginar que su padre aparecería un día y los rescataría. Después de «Madre y el Descuartizador», «Padre el Valiente» era la mejor historia de Eliza. A veces, cuando se le cansaba el ojo de tenerlo apretado contra los ladrillos, se acostaba sobre el estante superior e imaginaba a su heroico padre. Se decía a sí misma que Madre estaba equivocada, que no se había ahogado en el mar sino que había sido enviado lejos, a una misión importante, y que un día volvería para salvarlos de los Swindell.
Aunque sabía que era una fantasía, tan improbable como que las hadas y gnomos surgieran entre los ladrillos de la chimenea, el placer que sentía al imaginarse su retorno no por ello disminuía. Llegaría a casa de los Swindell. Seguramente a caballo, no en un coche de tiro, sino en un corcel de brillantes crines y patas largas y musculosas. Y todos, en la calle, detendrían sus actividades para mirar a ese hombre, su padre, apuesto con sus negras ropas de jinete. La señora Swindell, con su miserable y enjuto rostro, espiaría por encima de la soga de tender con los bonitos vestidos robados esa mañana, y llamaría a la señora Barrer para que fuera a ver lo que estaba sucediendo. Y sabrían que era el padre de Eliza y Sammy, que venía a rescatarlos. Él los llevaría a caballo hasta el río, donde su barco estaría esperando, y navegarían por el océano hasta lugares lejanos con nombres que nunca habían escuchado.
A veces, en las raras ocasiones en las que Eliza la había convencido para sumarse a sus relatos, Madre hablaba del océano. Porque ella lo había visto con sus propios ojos, y por tanto era capaz de adornar sus historias con sonidos y olores que a Eliza le resultaban mágicos: el estallido de las olas y el aire salado, los finos granos de arena blanca, en vez del negro sedimento pegajoso del barro del río. No era muy frecuente, empero, que Madre se sumara al relato de historias. En general, ella no aprobaba esos relatos, especialmente el de «Padre el Valiente».
—Debes aprender a comprender la diferencia entre los cuentos y la realidad, mi Liza —le decía—. Los cuentos de hadas terminan demasiado bruscamente. Nunca muestran lo que sucede después, cuando el príncipe y la princesa cabalgan más allá de sus páginas.
—Pero ¿qué quieres decir, Madre? —preguntaba Eliza.
—¿Qué sucede después, cuando los protagonistas necesitan hallar su lugar en el mundo, ganar dinero y escapar de los males terrenales?
A Eliza eso le parecía irrelevante, aunque no se atrevía a decírselo. Eran príncipes y princesas, no necesitaban un lugar en el mundo, a excepción de su mágico castillo.
—No debes esperar que alguien venga a rescatarte —continuaba Madre, con mirada perdida—. Una niña que espera que la rescaten nunca se salvará a sí misma. Incluso aunque tenga los medios, descubrirá que le falta valor. No seas así, Eliza. Debes encontrar tu valor, aprender a rescatarte, no depender de nadie.
Sola, en el cuarto superior, hirviendo de desprecio contra la señora Swindell y de rabia contra su propia impotencia, Eliza se metió a gatas dentro de la chimenea en desuso. Con cuidado, lentamente, alargó el brazo hasta sentir con la mano el ladrillo suelto y lo sacó. En la pequeña cavidad, sus dedos rozaron la familiar tapa del tarro de mostaza, su fría superficie de bordes redondeados. Tratando de que sus movimientos no llegaran por el tiro de la chimenea hasta los oídos atentos de la señora Swindell, Eliza lo sacó.
Él tarro había sido de Madre, y ella lo había guardado en secreto durante años. Días antes de su muerte, en un raro momento de lucidez, Madre le había revelado a Eliza el escondite y le había pedido que lo sacara. Llevó el tarro de mostaza hasta Madre, y miró con ojos deslumbrados el misterioso objeto oculto.
A Eliza el suspense le cosquilleaba la punta de los dedos mientras esperaba a que Madre abriera el tarro. En sus últimos días, sus movimientos se habían vuelto torpes, y la tapa estaba bien cerrada con un sello de cera. Finalmente, se abrió.
Eliza miró maravillada. Dentro del tarro había un broche, del tipo de los que arrancaría lágrimas de alegría por el horrible rostro de la señora Swindell. Era del tamaño de un penique, con brillantes piedras rojas, verdes y blancas adornando el decorativo borde exterior.
El primer pensamiento de Eliza fue que el broche era robado. Ella no podía imaginarse a Madre haciendo tal cosa, pero ¿de qué otro modo había llegado a poseer un tesoro tan magnífico? ¿De dónde provenía?
Tantas preguntas y ni siquiera podía soltar su lengua para hablar. Poco hubiera importado si lo hubiera hecho; Madre no la escuchaba. Miraba el broche con una expresión que Eliza no había visto nunca.
—Este broche me es muy querido —declaró de pronto—. Muy querido. —Madre puso el tarro en manos de Eliza, casi como si no soportara tocarlo.
El tarro estaba barnizado, suave y frío bajo sus dedos. Eliza no sabía qué decir. El broche, la extraña expresión de Madre… era todo tan repentino…