El jardín de Rama (55 page)

Read El jardín de Rama Online

Authors: Arthur C. Clarke & Gentry Lee

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: El jardín de Rama
3.26Mb size Format: txt, pdf, ePub

Después de que este fenómeno se repitió varias veces, el doctor Turner le preguntó a Nicole si ella había observado algo fuera de lo común en el rostro de Amadou.

—Nada más que su sonrisa —fue la respuesta—. Nunca vi a nadie que se sonriera así estando bajo anestesia.

Cuando la operación concluyó y los Tiasso informaron que todos los signos vitales del paciente eran normales, el doctor Turner, Nicole y Ellie se sintieron jubilosos, a pesar del agotamiento. El médico invitó a las dos mujeres a unírsele en su consultorio para tomar una taza final de café como celebración. En ese momento, Turner todavía no se había dado cuenta de que se iba a declarar a Ellie.

Ellie quedó pasmada. Se limitó a mirar al médico. Él le lanzó una rápida mirada a Nicole y después volvió a contemplar a Ellie.

—Sé que es repentino —dijo el doctor Turner—, pero no hay dudas en mi mente. Cuanto antes, mejor.

La habitación estuvo en absoluto silencio durante cerca de un minuto. Durante ese lapso, el médico fue hacia la puerta del consultorio y la cerró con llave. Incluso, desconectó el teléfono. Ellie trató de hablar.

—No —le dijo Turner con firmeza—, no digas nada todavía. Hay algo más que debo hacer antes.

Se sentó en su silla y respiró hondo.

—Algo que debí haber hecho hace mucho —dijo con calma—. Además, las dos merecen conocer toda la verdad respecto de mí.

Afloraron lágrimas en los ojos del doctor Turner, aun antes de que empezara la narración. Se le quebró la voz cuando habló por primera vez pero, después, se recobró y el relato empezó a surgir con fluidez.

—Yo tenía treinta y tres años y era fantásticamente feliz. Ya era uno de los más importantes cardiocirujanos de Norteamérica y tenía una esposa bella, afectuosa y dos hijas de dos y tres años. Vivíamos en una mansión con piscina, dentro de un club situado a unos ochocientos kilómetros al norte de Dallas, Texas.

—Una noche, cuando del hospital llegué a casa (era muy tarde, pues había supervisado una delicada operación a corazón abierto), fui detenido por los guardias de seguridad en los portones del club. Se comportaron como si estuvieran inquietos, como si no supieran qué hacer, pero, después de una llamada telefónica y de algunas miradas extrañas en mi dirección, me hicieron un gesto para que siguiera adelante.

—Dos patrulleros y una ambulancia estaban estacionados frente a mi casa Tres móviles de televisión estaban diseminados en el callejón sin salida que estaba al fondo de mi casa. Cuando empecé a doblar hacia mi casa, un policía me detuvo. Mientras lámparas de magnesio destellaban a mi alrededor y los focos de arco voltaico de las cámaras de televisión me cegaban, el policía me condujo a mi casa.

—Mi esposa estaba tendida bajo una sábana, en una camilla, en el vestíbulo principal que estaba al lado de la escalera que llevaba al segundo piso. Le habían cortado la garganta. Oí a algunas personas que hablaban en el piso superior y ascendí a la carrera para ver a mis hijas. Las niñas todavía yacían donde las habían matado: Christie en el piso del baño, y Amanda en su cama. El degenerado también a ellas les había cortado la garganta.

Sollozos profundos, desolados, sacudían al doctor Turner.

—Nunca olvidaré ese horrible espectáculo. A Amanda la debieron de haber matado mientras dormía, pues en ella no había marcas, salvo por el corte… ¿Qué clase de ser humano era capaz de matar a criaturas tan inocentes?

Las lágrimas del doctor Turner caían como cascada por sus mejillas. El pecho se le agitaba en forma incontrolable. Durante varios segundos no habló. Ellie, en silencio, se acercó a su silla y se sentó en el piso y le tomó la mano.

—Los cinco meses siguientes estuve totalmente pasmado. No podía trabajar, no podía comer. La gente trataba de ayudarme —amigos, psiquiatras, otros médicos—, pero no me podía poner en funcionamiento. Sencillamente no podía aceptar que a mi esposa y a mis hijas las hubiesen asesinado.

—La policía arrestó a un sospechoso en menos de una semana. Su nombre era Carl Tyson: era un joven negro, de veintitrés años, que repartía mercaderías para un supermercado de las proximidades. Mi esposa siempre usaba la televisión para hacer sus compras. Carl Tyson había estado en nuestra casa varias veces ya y aun recuerdo haberlo visto yo mismo una o dos veces y ciertamente sabía desplazarse dentro de la casa.

—A pesar de mi aturdimiento durante ese período, estaba al tanto de lo que estaba ocurriendo en la investigación del asesinato de Linda. Al principio, todo pareció tan sencillo. Huellas digitales recientes de Carl Tyson se encontraron por toda la casa. Esa misma tarde había estado en el interior del club haciendo un reparto. Faltaba la mayor parte de las joyas de Linda, así que el robo fue el motivo obvio. Supuse que al sospechoso lo condenaría el propio juez, sin necesidad de un jurado, y lo ejecutarían.

—El asunto pronto se volvió nebuloso. Jamás se encontró ninguna de las joyas. Los guardias de seguridad habían marcado la entrada y la salida de Carl Tyson en el registro cronológico maestro, pero había estado dentro de Greenbriar durante veintidós minutos, tiempo apenas suficiente como para entregar las mercaderías y cometer un robo más tres asesinatos. Por añadidura, después de que un famoso abogado decidió defender a Tyson y lo ayudó a preparar sus declaraciones juradas, Tyson insistió en que, esa tarde, Linda le había pedido que la ayudara a desplazar algunos muebles: ésa era la explicación perfecta para la presencia de sus huellas digitales por toda la casa…

El doctor Turner hizo un instante de silencio; el dolor era evidente en su rostro. Ellie le apretó la mano con suavidad, y él continuó:

—Para el momento del juicio, el argumento de la fiscalía era que Tyson había traído las mercaderías a la casa esa tarde y, después de hablar con Linda, había descubierto que yo iba a permanecer en cirugía hasta muy tarde esa noche. Como mi esposa era una mujer amistosa y confiada, no era improbable que hubiera conversado con el empleado y mencionado que yo no vendría a casa sino hasta tarde… Sea como fuere, según el fiscal, Tyson regresó después de que terminó su turno en el supermercado, trepó el muro de roca que rodeaba los predios del club y atravesó la cancha de golf. Después, ingresó en la casa con el propósito de robar las joyas de Linda, suponiendo que toda la familia estaría durmiendo. Aparentemente, mi esposa lo enfrentó y Tyson se asustó y mató primero a Linda y después, a las niñas, para asegurarse de que no hubiera testigos.

—A pesar de que nadie vio a Tyson regresar a nuestro vecindario, creí que el caso de la fiscalía era sumamente persuasivo y que a ese hombre lo condenarían con facilidad. Después de todo, no tenía coartada alguna para el lapso durante el cual se cometió el delito. El lodo que se encontró en los zapatos de Tyson correspondía, exactamente, con el lodo del arroyo que habría cruzado para llegar a la parte de atrás de la casa. No apareció en su trabajo durante los dos días posteriores al asesinato y, además, cuando lo arrestaron, en su poder tenía una gran cantidad de dinero en efectivo que, según dijo, «había ganado en un juego de póquer».

—Durante la parte del juicio correspondiente a la defensa, realmente empecé a albergar mis dudas sobre el sistema judicial norteamericano. Su abogado convirtió al caso en un problema racial, presentando a Carl Tyson como a un pobre, desafortunado, negro al que se estaba por encarcelar sobre la base de pruebas circunstanciales. El abogado arguyó, de modo enfático, que todo lo que Tyson había hecho ese día de octubre era repartir mercaderías en mi casa. Otra persona, dijo el abogado, algún maniático desconocido, había trepado la cerca de Greenbriar, robado las joyas y después, asesinado a Linda y a las niñas.

—Los dos últimos días del juicio me convencí, mas por la expresión en el rostro de los miembros del jurado que por cualquier otra cosa, que a Tyson lo iban a absolver. Me volví loco de indignación. En mi mente no había la menor duda de que ese joven había cometido el delito. El pensamiento de que pudiera salir libre era intolerable.

—Todos los días, durante el juicio, que duró alrededor de seis semanas, aparecía en el palacio de tribunales con mi pequeño maletín médico. Al principio, los guardias de seguridad revisaban el maletín cada vez que yo entraba pero, después de un tiempo, en particular porque la mayoría de ellos compartía mi aflicción, simplemente me dejaban pasar.

—El fin de semana previo a que terminara el juicio, volé a California, supuestamente para asistir a un seminario médico, pero, en realidad, para comprar en el mercado negro una escopeta que cupiera en mi maletín. Tal como esperaba, el día que se anunciaba el veredicto, los guardias no me hicieron abrir el maletín.

—Cuando se anunció la absolución hubo un alboroto en la sala. Todos los negros de la galena gritaron «hurra». Carl Tyson y su abogado, un tipo judío llamado Irving Bernstein, se abrazaron con fuerza. Yo estaba listo para actuar: abrí el maletín, rápidamente armé la escopeta, salté por encima de la barrera, y maté a ambos, uno con cada cañón.

El doctor Turner inspiró hondo e hizo una pausa.

—Nunca antes admití, ni siquiera ante mí mismo, que lo que hice estuvo mal. Sin embargo, en algún momento durante esta operación a su amigo, el señor Diaba, comprendí con claridad en qué medida mi desafuero emocional envenenó mi alma durante todos estos años… Mi violento acto de venganza no me devolvió ni a mi esposa ni a mis hijas. Ni me hizo feliz, salvo por ese enfermizo placer animal que experimenté en el instante en que supe que tanto Tyson como su abogado iban a morir.

Ahora había lágrimas de contrición en los ojos del doctor Turner. Miró a Ellie.

—Aunque puedo no merecerte, te amo, Ellie Wakefield, y deseo, con toda mi alma, casarme contigo. Espero que me puedas perdonar por lo que hice hace años.

Ellie alzó la vista hacia el doctor Turner y le volvió a apretar la mano.

—Sé muy poco sobre amores —dijo con lentitud—, pues no he tenido experiencia. Pero sí sé que lo que siento cuando pienso en usted es maravilloso. Lo admiro, lo respeto, hasta puede ser que lo ame. Me gustaría hablar con mis padres respecto de esto, claro… pero, doctor Robert Turner, si ellos no ponen objeciones, estaría muy feliz de casarme con usted.

8

Nicole se inclinó sobre el lavabo y se miró el rostro en el espejo. Se pasó los dedos por las arrugas que tenía debajo de los ojos y se alisó el mechón gris del cabello.
Ya casi eres una anciana
, se dijo a sí misma. Después, sonrió.

—Soy madura, soy madura, llevo mis pantalones con dobladura.

Rió y se alejó del espejo, dándose vuelta para poder ver cómo lucía de atrás. El vestido color verde inglés que había planeado llevar en el casamiento de Ellie le caía perfectamente. Su cuerpo todavía era esbelto y atlético después de todos esos años.
No está tan mal
, pensó Nicole, con aprobación.
Por lo menos, Ellie no se va a sentir avergonzada
.

En la mesa de luz que tenía al lado de la cama estaban las fotografías que Kenji Watanabe le había dado de Genevieve y su marido francés. Después de que Nicole regresó al dormitorio, levantó las fotos y se quedó mirándolas.
No pude estar en tu casamiento, Genevieve
, pensó de repente, sintiendo un ramalazo de tristeza.
Ni siquiera conocí a tu marido
.

Mientras luchaba con la emoción, cruzó con rapidez hacia el otro lado del dormitorio. Contempló durante casi un minuto la fotografía de Simone y Michael O'Toole, tomada el día de su casamiento en El Nodo.
Y a ti te dejé nada más que una semana después de tu casamiento… Eras tan joven, Simone
, se dijo Nicole,
pero en muchos aspectos eras mucho más madura que Ellie

No se permitió completar el pensamiento: había demasiado dolor en su corazón al recordar a Simone o a Genevieve. Era más sano concentrarse en el presente. Deliberadamente, Nicole extendió el brazo y tomó la foto individual de Ellie, que colgaba de la pared al lado de las de sus hermanos y hermanas.
Así que vas a ser tú mi tercera hija que se casa
, pensó Nicole.
Parece imposible. A veces, la vida se mueve con demasiada celeridad
.

Una sucesión de imágenes pasó como un relámpago por la mente de Nicole. Otra vez vio a la tímida bebita acostada a su lado en la Sala Blanca de Rama II: el rostro, pasmado por el asombro, de la niñita Ellie cuando se acercaban en el transbordador a El Nodo; sus nuevos rasgos de adolescente en el momento de despertar del prolongado sueño; y, finalmente, la madurez en la determinación y en el coraje de Ellie cuando habló frente a los ciudadanos de Nuevo Edén en defensa del programa del doctor Turner. Era un poderoso viaje emotivo hacia el pasado.

Nicole volvió a colocar el retrato de Ellie en la pared y se empezó a desvestir. Acababa de colgar el vestido en el ropero, cuando oyó un sonido extraño, como el de alguien que lloraba, en el límite de su capacidad auditiva.
¿Qué fue eso?
, se preguntó. Se sentó inmóvil durante varios minutos pero no percibió otros ruidos. Sin embargo, cuando se puso de pie, súbitamente tuvo la sobrenatural sensación de que tanto Genevieve como Simone estaban en la habitación con ella. Nicole echó un rápido vistazo en derredor pero seguía estando sola.

¿Qué me está pasando?
, se preguntó.
¿Habré estado trabajando con demasiada intensidad? ¿Es que la combinación del caso Martínez y el casamiento me empujaron más allá del límite?… ¿O es que éste es otro de mis incidentes de percepción psíquica?

Nicole trató de calmarse, respirando lenta y profundamente. No pudo, sin embargo, desembarazarse de la sensación de que Genevieve y Simone en verdad estaban en la habitación con ella. La presencia de ellas era tan intensa que Nicole se tuvo que contener para no hablarles.

Recordaba con claridad las pláticas que había tenido con Simone, antes del casamiento de la muchacha con Michael O'Toole.
Quizás ésa es la causa de que estén aquí
, pensó Nicole.
Vinieron para recordarme que he estado tan ocupada con mi trabajo que no tuve la charla con Ellie, previa a la boda
. Rió con fuerza, nerviosamente, pero la piel de su brazo estaba erizada.

Discúlpenme, mis amores
, dijo Nicole, tanto a la fotografía de Ellie como a los espíritus de Genevieve y Simone que estaban en la habitación.
Prometo que mañana

Other books

Hostage Three by Nick Lake
First Contact by Marc Kaufman
A Prince of Swindlers by Guy Boothby
Robin Schone by Gabriel's Woman
Reap & Repent by Lisa Medley
Come Rain or Shine by Allison Jewell
The Accidental Siren by Jake Vander Ark