—Toda la obra es, básicamente, un comentario sobre lo absurdo de la vida —contestó Eponine, al cabo de algunos segundos—. Nos reímos porque nos vemos reflejados en esos zaparrastrosos que están sobre el escenario; escuchamos nuestras propias palabras cuando hablan. Lo que Beckett captó es el anhelo esencial del espíritu humano. Quienquiera que sea, Godot hará que todo esté bien. De algún modo va a transformar nuestra vida y a hacernos felices.
—¿Godot no podría ser Dios? —preguntó Pedro.
—Claro que sí —contestó Eponine—. O hasta los extraterrestres superavanzados que construyeron la nave espacial Rama y supervisaron El Nodo, en el que estuvieron Ellie y su familia. Cualquier poder, fuerza o ser que sea una panacea para los infortunios del mundo podría ser Godot. Eso hace que la obra sea universal.
—Pedro —una voz perentoria gritó desde la parte trasera del pequeño anfiteatro.
—Un minuto, Mariko —respondió el joven—. Estamos teniendo una interesante discusión. ¿Por qué no te unes a nosotros? La muchacha japonesa permaneció parada en la puerta.
—No —dijo con rudeza—. No quiero… vámonos ahora.
Eponine disolvió la reunión y Pedro saltó del escenario. Ellie se acercó hasta ponerse al lado de su profesora, mientras el joven se dirigía con celeridad hacia la puerta.
—¿Por qué él la deja proceder de esa manera? —reflexionó Ellie en voz alta.
—No me lo preguntes —contestó Eponine, encogiendo los hombros—. Ciertamente no soy una experta cuando de relaciones sentimentales se trata.
Esa chica Kobayashi es un problema
, pensó Eponine, recordando que Mariko las había tratado a Ellie y a ella como si fueran insectos, una noche después del ensayo.
Los hombres son tan estúpidos a veces
.
—Eponine —preguntó Ellie—, ¿tiene alguna objeción a que mis padres vengan al ensayo final? Beckett es uno de los dramaturgos favoritos de mi padre y…
—Claro que pueden venir —contestó Eponine—. Tus padres son bienvenidos en cualquier momento. Además, les quiero agradecer…
—¡Señorita Eponine! —un joven gritó desde el otro lado de la sala. Era Derek Brewer, uno de los alumnos que estaba enamorado de Eponine. Derek corrió unos pasos más hacia ella, y después volvió a gritar:
—¿Escuchó la noticia?
Eponine negó con la cabeza. Era obvio que Derek estaba muy exaltado.
—¡El juez Mishkin dictó un fallo estableciendo que las bandas alrededor de los brazos son inconstitucionales!
A Eponine le llevó unos segundos absorber la información. Para ese entonces, Derek estaba a su lado, encantado de haber sido el que trajera la noticia.
—¿Estás… estás seguro? —preguntó Eponine.
—Acabamos de escucharlo en la radio de la oficina.
Eponine acercó la mano hacia su brazo y la odiada banda roja Les lanzó una mirada a Derek y Ellie y, con un solo movimiento veloz, se arrancó la banda y la arrojó por el aire. Mientras la miraba describir una parábola descendente hacia el suelo, los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Gracias, Derek —dijo.
Al cabo de unos instantes, Eponine sintió cuatro jóvenes brazos que la rodeaban.
—Felicitaciones —dijo Ellie en voz baja.
El puesto de hamburguesas de Ciudad Central estaba manejado sólo por biots: dos Lincoln administraban el concurrido restaurante y cuatro García recibían las órdenes de los clientes. La preparación de la comida estaba a cargo de un par de Einstein y todo el sitio se mantenía inmaculado merced a un solo Tiasso. El puesto le generaba un enorme rédito a su propietario porque no había costos, salvo la conversión inicial del edificio y las materias primas.
Ellie siempre comía allí los jueves a la noche, cuando trabajaba en el hospital como voluntaria. El día que se iba a conocer como el de la Proclama Mishkin, se unió a Ellie en el puesto de hamburguesas la profesora Eponine, ahora desprovista de banda.
—Me pregunto por qué nunca te vi en el hospital —dijo Eponine, mientras mordía una patata frita—. De todos modos, ¿qué haces ahí?
—Principalmente hablo con los niños enfermos —contestó Ellie—. Hay cuatro o cinco con enfermedades graves, hasta un niñito con RV-41. Ellos agradecen la visita de los seres humanos. Los biots Tiasso son muy eficientes para manejar el hospital y llevar a cabo todos los trámites pero no son tan compasivos.
—Si no te importa que te pregunte —dijo Eponine, después de masticar y tragar un bocado de hamburguesa—, ¿por qué lo haces? Eres joven, hermosa, saludable. Debe de haber mil cosas que podrías hacer en cambio.
—En verdad, no —contestó Ellie—. Mi madre tiene un sentido comunitario muy fuerte, como ya sabes, y me siento valiosa después de que hablo con los chicos. —Vaciló un momento—. Además, soy torpe desde el punto de vista social. Físicamente, tengo diecinueve o veinte años, lo que es mucho para la escuela secundaria, pero casi no tengo experiencia social. —Se sonrojó—. Una de mis amigas de la escuela me dijo que los muchachos están convencidos de que soy extraterrestre.
Eponine le sonrió a su alumna favorita.
Aun ser una alienígena sería mejor que tener RV-41
, pensó Eponine,
pero los muchachos realmente se pierden algo bueno si te dejan de lado
.
Las dos mujeres terminaron su cena y salieron del pequeño restaurante. Fueron caminando y entraron en la plaza de Ciudad Central. En el medio de la plaza había un monumento, de forma propiamente cilíndrica, que se había inaugurado en las ceremonias relacionadas con la primera celebración del Día del Asentamiento. El monumento tenía dos metros y medio de altura. Suspendido en el cilindro, a la altura de los ojos del observador, había una esfera transparente de un diámetro de cincuenta centímetros. La lucecita que había en el centro de la esfera representaba al Sol; el plano paralelo al suelo era el plano de la eclíptica que contenía a la Tierra y los demás planetas del Sistema Solar, y las luces esparcidas por toda la esfera mostraban la correcta posición relativa de todas las estrellas dentro de un radio de veinte años luz respecto del Sol.
Una línea de iluminación conectaba el Sol con Sirio, indicando la trayectoria que los Wakefield habían seguido en su odisea hacia, y desde, El Nodo. Otra diminuta línea de luz se extendía desde el Sistema Solar, a lo largo de la trayectoria que había seguido Rama III desde que obtuvo a los colonos humanos en la órbita de Marte. La nave espacial huésped, que estaba representada por una gran luz roja titilante, habitualmente tenía una posición que estaba a un tercio del trayecto entre el Sol y la estrella Tau Ceti.
—Tengo entendido que la idea de este monumento originariamente provino de tu padre —dijo Eponine, mientras las dos mujeres permanecían de pie al lado de la esfera celeste.
—Sí —contestó Ellie—. Papá es extremadamente creativo en todo lo que atañe a la ciencia y a la electrónica. Eponine contempló la luz roja centelleante.
—¿Le molesta que estemos yendo en una dirección diferente, opuesta a Sirio y a El Nodo? Ellie se encogió de hombros.
—No lo creo. No hablamos mucho al respecto… Una vez me dijo que, de todos modos, ninguno de nosotros podía entender lo que estaban haciendo los extraterrestres.
Eponine recorrió con la vista la plaza circundante.
—Mira a toda esa gente que corre de aquí para allá. La mayoría ni siquiera se detiene para ver dónde estamos… Yo compruebo nuestra posición una vez por semana, como mínimo. —De pronto, se puso muy seria—. Desde el momento mismo en que me diagnosticaron el RV-41, he tenido esa necesidad compulsiva de saber con exactitud dónde estoy en el universo… Me pregunto si eso forma parte de mi miedo a morir.
Después de un prolongado silencio, Eponine puso el brazo sobre el hombro de Ellie.
—¿Alguna vez le preguntaste a El Águila sobre la muerte? —preguntó.
—No —repuso Ellie en voz baja—. Pero yo tenía sólo cuatro años cuando salí de El Nodo. Ciertamente, no tenía el concepto de la muerte.
—Cuando era una niña, pensaba como una niña… —Eponine dijo para sí misma. Rió—. ¿De
qué
hablabas con El Águila?
—No lo recuerdo con exactitud —dijo Ellie—. Patrick me dijo que a El Águila le gustaba especialmente mirarnos jugar con nuestros juguetes.
—¿De veras? —dijo Eponine—. Ésa sí que es una sorpresa. Por la descripción de tu madre, me habría imaginado que El Águila era demasiado formal como para interesarse por el juego.
—Todavía lo puedo ver con claridad, en mi imaginación —dijo Ellie—, aun cuando yo era una niña. Pero no puedo recordar cómo era su voz.
—¿Alguna vez soñaste con él? —preguntó Eponine unos segundos más tarde.
—Oh, sí. Muchas veces. Una vez estaba parado en la copa de un árbol enorme, mirándome desde las nubes.
Eponine rió otra vez. Después, miró con rapidez el reloj.
—¡Oh, no! —dijo—. Estoy atrasada para mi consulta. ¿A qué hora tienes que estar en el hospital?
—A las siete.
—Entonces es mejor que nos pongamos en marcha.
Cuando Eponine se presentó en el consultorio del doctor Turner para que le hiciera su revisión bimensual, el Tiasso a cargo la llevó al laboratorio, le extrajo muestras de sangre y orina y después le pidió que se sentara. El biot le informó a Eponine que el doctor estaba atrasado.
Un hombre de tez negra oscura, con ojos penetrantes y sonrisa amistosa, también estaba sentado en la sala de espera.
—Hola —dijo, cuando se encontraron sus miradas—, mi nombre es Amadou Diaba. Soy farmacéutico.
Eponine se presentó y pensó que había visto a ese hombre antes.
—Gran día, ¿eh? —dijo el hombre después de un breve silencio—. Qué alivio sacarse esa maldita banda del brazo.
Entonces fue que Eponine recordó a Amadou: lo había visto una vez o dos en las reuniones del grupo de quienes padecían del RV-41. Alguien le dijo a Eponine que Amadou había contraído el retrovirus a través de una transfusión de sangre, en los primeros días de la colonia.
¿Cuántos de nosotros hay en total?
, pensó Eponine.
¿Noventa y tres? ¿o noventa y cuatro? Cinco de los cuales contrajeron la enfermedad a través de una transfusión
…
—Parece que las buenas noticias siempre vienen de a dos —estaba diciendo Amadou—; la Proclama Mishkin se anunció sólo unas horas antes de que se viera por primera vez a esos bichos con patas.
Eponine lo miró con curiosidad.
—¿De qué está hablando?
—¿Todavía no se enteró de lo de los bichos con patas? —dijo Amadou, riendo levemente—. ¿Dónde diablos ha estado?
Amadou esperó algunos segundos antes de comenzar su explicación.
—En los últimos días, el equipo de exploración que está en el otro hábitat estuvo en el proceso de ampliar su sitio de penetración. Hoy se vieron súbitamente enfrentados a seis extraños seres que reptaron fuera del agujero que se había hecho en el muro. Estos bichos con patas, como los denominó el cronista de la televisión, aparentemente viven en el otro hábitat: parecen pelotas peludas de golf, a las que se unen seis patas gigantescas, articuladas, y se mueven muy, pero muy, rápido… Caminaron por encima de los hombres, los biots y los equipos mecánicos durante cerca de una hora. Después, volvieron a desaparecer dentro del sitio de penetración.
Eponine estaba a punto de hacer algunas preguntas sobre los bichos con patas, cuando el doctor Turner salió de su consultorio.
—Señor Diaba y señorita Eponine —dijo— tengo un informe detallado para cada uno de ustedes. ¿Quién quiere ser el primero?
El médico todavía tenía los ojos azules más magníficos que se hubieran visto.
—El señor Diaba llegó aquí antes que yo —contestó Eponine—. Así que…
—Las damas siempre primero —interrumpió Amadou—… aun en Nuevo Edén.
Eponine ingresó en el consultorio del doctor Turner.
—Hasta ahora, todo va bien —le dijo el médico, cuando estuvieron a solas. No queda la menor duda de que usted tiene el virus, pero no hay señales de deterioro del músculo cardíaco. No sé con certeza el porqué pero está claro que la enfermedad se desarrolla con más rapidez en algunos pacientes que en otros…
¿Cómo puede ser, mi apuesto médico
, pensaba Eponine,
que sigas tan de cerca todos los datos sobre mi salud pero que nunca hayas advertido, ni siquiera una sola vez, la forma en que te he mirado todo este tiempo?
—Le seguiremos suministrando las medicinas habituales para el sistema inmunológico. Carecen de efectos colaterales graves y pueden ser parcialmente responsables de que no veamos evidencia alguna de las actividades destructoras del virus… Por otra parte, ¿se está sintiendo bien?
Salieron juntos a la sala de espera. El doctor Turner repasó para Eponine los síntomas que indicarían que el virus habría avanzado a otro estadio de desarrollo. Mientras hablaban, la puerta se abrió y Ellie Wakefield entró en la sala. Al principio, el doctor Turner no prestó atención a su presencia pero instantes después experimentó una reacción tardía.
—¿La puedo ayudar, jovencita? —le preguntó a Ellie.
—Vine a hacerle una pregunta a Eponine —contestó Ellie cortésmente—. Si los estoy interrumpiendo, puedo esperar afuera.
El doctor Turner sacudió la cabeza y fue increíblemente confuso en sus comentarios finales a Eponine. Al principio, la joven no entendió lo que había pasado. Pero cuando se estaba yendo con Ellie, vio al médico mirando fijo a su alumna.
Durante tres años
, pensó Eponine,
estuve ansiando ver una mirada como ésa en sus ojos. No creí que este hombre pudiera tenerla. Y Ellie, bendita sea su ingenuidad, ni siquiera se dio cuenta
.
Había sido un largo día Eponine estaba sumamente cansada en el momento en que caminaba desde la estación hasta su departamento en Hakone. La liberación emocional que había sentido después de quitarse la banda del brazo ya había pasado. Ahora estaba un poco deprimida. También estaba luchando contra los celos que sentía por Ellie Wakefield.
Se detuvo delante de su departamento. La ancha banda roja que había en la puerta le recordaba a todo el mundo que un portador del RV-41 vivía allí. Agradeciéndole al juez Mishkin una vez más, Eponine arrancó cuidadosamente la tira. Dejó un contorno marcado en la puerta.
La pintaré mañana
, pensó Eponine.
Una vez en el departamento, se desplomó sobre su suave sillón y extendió el brazo para tomar un cigarrillo. Eponine sintió una oleada de placer anticipado, que la invadió cuando se puso el cigarrillo en la boca.
Nunca fumo en la escuela delante de mis alumnos
, se explicó racionalmente.
No quiero sentar un mal ejemplo para ellos. Únicamente fumo aquí, en casa. Cuando me siento sola
.