La oferta de colaboración de Leslie fue más práctica: se brindó a cazar los gorriones que me hicieran falta. Yo le pregunté si podría hacerlo todos los días.
—Hombre, todos los días no —repuso—. Puede ocurrir que no esté en casa, que me haya ido al pueblo o qué sé yo. Pero siempre que pueda, sí.
Yo sugerí que podía matarlos al por mayor, procurándome un suministro de gorriones para toda la semana, por ejemplo.
—Es buena idea —asintió él calurosamente—. Haz la cuenta de cuántos necesitas para la semana y yo te los traigo.
Laboriosamente, porque la aritmética no era mi fuerte, calculé cuántos gorriones (suplementados con carne) me harían falta para una semana, y fui con el resultado a Leslie, que estaba en su cuarto limpiando lo último que había adquirido para su colección, una magnífica pieza turca antigua de carga por la boca.
—Sí…, vale —dijo, mirando mis números—. Te los traeré. Usaré la carabina de aire comprimido, porque si saco la escopeta el puñetero de Larry se quejará del ruido.
Así que, armados de la carabina y una bolsa grande de papel, salimos a la parte de atrás de la villa.
Leslie cargó el arma, se apoyó en el tronco de un olivo y se puso a disparar. Era tan sencillo como disparar a una diana, porque aquel año teníamos una invasión de gorriones y el tejado de la villa estaba lleno. Según eran alcanzados por la excelente puntería de Leslie rodaban del tejado al suelo, y allí yo los recogía y los echaba a la bolsa.
Al cabo de unos cuantos disparos, los gorriones empezaron a inquietarse y se replegaron a mayor altura, hasta que llegó un momento en que estaban todos posados en el caballete del tejado. Leslie podía seguir disparando, pero desde allí se precipitaban al otro lado del tejado y caían rodando al porche de delante de la casa.
—Espera a que tumbe unos pocos más y luego vas a recogerlos —me dijo mi hermano, y yo esperé obedientemente.
Siguió disparando un rato, fallando rara vez, de modo que cada débil «tunk» de la carabina coincidía con el desplome y desaparición de un gorrión del tejado.
—Maldita sea, he perdido la cuenta —dijo de pronto—. ¿Cuántos van?
Dije que yo tampoco llevaba la cuenta.
—Pues vete a recoger los del porche y quédate ahí. Voy a tumbar otros seis. Con eso ya habrá bastantes.
Abrazado a la bolsa de papel di la vuelta a la casa, y cuál no sería mi consternación al ver que la señora Vadrudakis, de cuya existencia nos habíamos olvidado, había llegado ya a tomar el té. Mamá y ella estaban sentadas un poco envaradas en el porche, agarrada cada una a su taza de té y rodeadas de los cadáveres ensangrentados de numerosos gorriones.
—Pues sí, sí —estaba diciendo Mamá, obviamente alimentando la esperanza de que la señora Vadrudakis no se hubiera percatado de la lluvia de pájaros muertos—, aquí somos todos muy amantes de los animales.
—Eso me han dicho —decía la señora Vadrudakis, con sonrisa bondadosa—. Tengo entendido que son ustedes tan amantes de los animales como yo.
—Ya lo creo —dijo Mamá—. Tenemos muchos. Verdaderamente es pasión por los animales lo que hay en esta casa, ¿sabe usted?
Dirigió una sonrisa nerviosa a la señora Vadrudakis, y en aquel instante cayó un gorrión muerto en la mermelada de fresa.
Era imposible taparlo e igualmente imposible no darse por enterado de su presencia. Mamá se lo quedó mirando como hipnotizada; por fin se humedeció los labios y sonrió a la señora Vadrudakis, que se había quedado con la taza en el aire y una expresión de horror en el semblante.
—Un gorrión —señaló Mamá débilmente—. Eh…, esto…, parece que están muriendo muchos este año.
En ese momento salía de la casa Leslie con la carabina en la mano.
—¿Hemos tumbado bastantes? —preguntó.
Los diez minutos siguientes fueron de gran emoción. La señora Vadrudakis dijo que jamás en su vida había sufrido mayor vejación, y que todos éramos demonios disfrazados de personas. Mamá no hacía más que decir que ella le aseguraba que Leslie no había querido ofenderla, y que de todos modos era seguro que los gorriones no habían sufrido. Leslie, a voces y en pie de guerra, repetía una y otra vez que aquello eran ganas de armar escándalo por una tontería, y que además los búhos comían gorriones, y ¿quería la señora Vadrudakis que los búhos se murieran de hambre, eh? Pero la señora Vadrudakis se negó a aceptar explicaciones; envolvió en su capa su figura trágica y ultrajada, se abrió camino con paso estremecido entre los cadáveres de gorrión, subió a su coche y se alejó a buen trote por los olivares.
—Hijos, no deberíais hacer esas cosas —dijo Mamá, sirviéndose una taza de té con tembloroso pulso mientras yo recogía los gorriones—. Verdaderamente has sido muy… desconsiderado. Leslie.
—Y ¿cómo iba a saber yo que estaba aquí esa vieja idiota? —dijo Leslie sulfurado—. ¿No querrás que vea a través de las paredes, no?
—Pero podrías estar más atento, hijo. Sabe Dios lo que se irá pensando de nosotros.
—Se va pensando que somos unos salvajes —dijo Leslie con una risilla—. Ya lo ha dicho. Pues ella se lo pierde, la vieja estúpida.
—En fin, con todo esto me ha dado color de cabeza. Gerry, ¿quieres hacer el favor de decirle a Lugaretzia que prepare más té?
Después de dos teteras y varias aspirinas. Mamá empezó a encontrarse mejor. Yo, sentado en el porche, le estaba dando una conferencia sobre los búhos, a la cual ella sólo atendía a medias, diciendo «Ah, sí, que interesante» de tanto en tanto, cuando de sopetón la electrizó un bramido de ira procedente del interior de la casa.
—¡Dios santo, no lo soporto! —gimió—. ¿Y ahora qué pasa?
Larry irrumpió en el porche.
—¡Mamá! —gritó—. ¡Esto no puede seguir así! ¡No aguanto más!
—Calma, hijo, calma, no des voces. ¿Qué ocurre? —inquirió Mamá.
—¡Que esto es como vivir en un museo de historia natural, puñetas!
—¿Pero de qué hablas, hijo?
—¡De esto! ¡De vivir en esta casa! ¡Es intolerable! ¡No aguanto más! —vociferó mi hermano.
—¿Pero qué ha pasado, hijo? —preguntó Mamá perpleja.
—Que voy a sacar algo de beber de la nevera, y ¿qué dirás que me encuentro?
—¿Qué te encuentras? —preguntó Mamá con interés.
—¡Gorriones! —bramó Larry—. ¡Unas bolsas inmensas de puñeteros gorriones antihigiénicos y supurantes!
Estaba visto que no era mi día.
Faquires y fiestas
El Príncipe de las Tinieblas es un caballero
SHAKESPEARE,
El rey Lear
A finales de la primavera mi colección zoológica se engrosaba hasta tal punto que incluso Mamá se alarmaba a veces. Por esas fechas todo llegaba y nacía, y al fin y al cabo es más fácil hacerse con animales jóvenes que con adultos. También por entonces las aves recién llegadas para anidar y criar sufrían el acoso de las escopetas de los acaudalados de la zona, pese a ser tiempo de veda. Todo les venía bien a aquellos cazadores señoritos: mientras que los campesinos se limitaban a las aves consideradas de caza —zorzales, mirlos y demás—, los de la ciudad abatían cualquier cosa que volara. Se los veía regresar triunfales, cargados de escopetas y cartucheras, repletos los morrales de un conglomerado plumoso, pringoso y sanguinolento de cuanto pillaran, petirrojos o colirrojos, trepadores o ruiseñores. Así que en primavera mi cuarto y el sector del porche reservado a tal fin contenían siempre media docena por lo menos de jaulas y cajones con boquiabiertos polluelos o pájaros adultos que había conseguido rescatar de los tiradores y que se recuperaban con tablillas improvisadas en alas o patas.
Lo único bueno de aquella matanza, primaveral era que me permitía hacerme una idea bastante completa de qué aves se encontraban en la isla. Ya que no estaba en mis manos impedir tal carnicería, por lo menos le sacaba algún fruto. Les seguía los pasos a los valerosos y nobles monteros y les pedía que me dejaran ver el contenido de sus morrales. Entonces hacía una lista de todos los pájaros muertos, y a fuerza de porfiar les salvaba la vida a los que sólo estaban heridos. Por ese procedimiento entré en posesión de Hiawatha.
Había pasado una mañana interesante y muy activa en compañía de los perros. Muy temprano nos encontrábamos ya en los olivares, donde todo estaba aún fresco del amanecer y empañado de rocío. Yo había descubierto que esa hora era buena para coger insectos, porque el frío los aletargaba y les quitaba las ganas de volar, y así era más fácil atraparlos. Había obtenido dos mariposas diurnas y una nocturna que no tenía en la colección, dos escarabajos desconocidos y diecisiete langostas que recogía para alimento de mis pájaros jóvenes. Cuando el sol estuvo bien alto y daba cierto calor, ya habíamos nosotros perseguido infructuosamente a una culebra y un lagarto verde, ordeñado en un tarro a la cabra de Agathi (sin conocimiento de su dueña) porque todos teníamos sed, y visitado a mi viejo amigo el pastor Yani, que proveyó a nuestro sustento con pan y torta de higos y un sombrero de paja lleno de fresas silvestres, Bajamos a una pequeña ensenada y allí los perros se tumbaron jadeantes o se pusieron a buscar cangrejos por la orilla mientras yo, tendido boca abajo en el agua cálida y transparente, flotaba conteniendo la respiración y dejándome llevar sobre el paisaje marino. Cuando se acercó la hora del mediodía y el estómago me dijo que el almuerzo estaría preparado, me sequé al sol, quedándome la sal en ronchas sobre la piel como un sedoso dibujo de delicado encaje, y emprendí la vuelta a casa. Según marchábamos serpeando por los olivares, entre aquellos grandes troncos que daban sombra y frescura de pozo, oí una serie de detonaciones en los campos de arrayán a mi derecha. Me acerqué a investigar, conservando a los perros a mi lado, porque los cazadores griegos eran nerviosos y en la mayoría de los casos apretaban el gatillo sin pararse a hacer averiguaciones. Yo corría el mismo peligro, así que por precaución fui hablándoles a voces a los perros: «¡Ven, Roger…, aquí! Buen chico. ¡Puke, Widdle! ¡Ven acá, Widdle! ¡Aquí…, así me gusta! ¡Vuelve aquí, Puke!». Descubrí al cazador sentado en una gigantesca raíz de olivo y enjugándose la frente, y, tan pronto como tuve la seguridad de que nos había visto, me acerqué.
Era un hombrecito pálido y regordete, con un bigote como un cepillo de dientes negro y alargado sobre la bocucha remilgosa y ojos de pájaro, líquidos y redondos, cubiertos por gafas oscuras. Vestía a la plena moda cinegética: botas de montar lustradas, pantalón nuevo de pana blanca, y chaqueta de
tweed
color mostaza y verde y corte atroz, con tantos bolsillos que más que chaqueta parecía un alero poblado de nidos de golondrina. Sobre la coronilla de su cabeza rizosa se posaba un sombrero tirolés verde, con penacho de plumas rojas y anaranjadas, y se estaba secando la marfileña frente con un pañolón que apestaba a colonia barata.
—
¡Kalimera, kalimera
! —saludó, entre sonrisas y resoplidos—. Bienvenido. ¡Uf! Hace calor, ¿eh?
Yo asentí, y le ofrecí unas fresas de las que todavía quedaban en el sombrero. El las miró con cierta aprensión, como temeroso de que estuvieran envenenadas, tomó una delicadamente entre sus dedos rollizos y me lo agradeció con una sonrisa al tiempo que se la echaba a la boca. Daba la impresión de que era la primera vez que comía fresas de un sombrero con los dedos y no estaba del todo seguro de lo que prescribían las reglas en esos casos.
—¡Se me ha dado bien la mañana! —dijo muy ufano, sentando a conde yacía su morral, siniestramente abultado y pringoso de sangre y plumas. De la boca sobresalían un ala y la cabeza de una alondra, tan reventadas y desfiguradas que costaba trabajo identificarlas.
—¿Le importaría que examinara el contenido del morral?, pregunté.
—No, no, no faltaba más —respondió—. Verás que soy buen tirador.
Sí que lo vi. Su morral se componía de cuatro mirlos, una oropéndola, dos zorzales, ocho alondras, catorce gorriones, dos petirrojos, una tarabilla y un chochín. Este último, reconoció, era un poco pequeño pero estaba muy bueno guisado con ajo y pimentón.
—Pero esto es lo mejor —dijo con orgullo—. Ten cuidado, porque no está del todo muerto.
Me acercó un pañuelo ensangrentado, y yo lo desplegué con mucho tiento. Dentro, boqueando y extenuada, con un pegotón de sangre seca en un ala, había una abubilla.
—Esa no se come, por supuesto —me explicó—, pero las plumas me quedarán muy bonitas en el sombrero. Hacía tiempo que ambicionaba yo poseer uno de aquellos espléndidos pájaros de aspecto heráldico, de gallarda cresta y cuerpo color salmón y negro, y por todas partes había buscado un nido para criar algún pollo en casa. Hete aquí que ahora tenía en las manos una abubilla viva, o, para ser exactos, una abubilla medio muerta. La examiné atentamente y descubrí que en realidad no estaba tan maltrecha como parecía, porque no tenía más que un ala rota, y por lo que se veía parecía ser una fractura limpia. El problema estaba en conseguir que mi ufano y obeso cazador quisiera desprenderse de ella.
De repente me vino la inspiración. Empecé diciendo que me apenaba sobremanera que no estuviera allí mi madre, porque, expliqué, era una autoridad mundial sobre pájaros. (La verdad era que Mamá apenas distinguía un gorrión de un avestruz). En efecto, era autora de la obra definitiva sobre aves para los cazadores de Inglaterra. Para demostrarlo saqué de la bolsa de recolección un ejemplar baqueteado y muy consultado de la
Pequeña guía de aves
de Edmund Sanders, libro del que jamás me separaba.
Mí gordo amigo se quedó muy impresionado. Lo hojeó, murmurando po-po-pos de admiración por lo bajo. Mi madre, dijo, debía de ser una mujer fuera de serie para poder escribir un libro así. La razón de que yo echara de menos que estuviera allí en aquel momento, seguí diciendo, era que mi madre no había visto nunca una abubilla. Conocía todos los demás pájaros de la isla, hasta el raro martín pescador; en prueba de ello saqué el copete de un martín pescador muerto que había encontrado una vez y que llevaba como talismán en la bolsa, y se lo puse delante. Aquel moñito de brillantes plumas azules le llamó mucho la atención. Pensándolo bien, eran mucho más bonitas que las plumas de la abubilla, dije. Me costó un poco de tiempo meterle la idea en la cabeza, pero pronto le tuve suplicándome que le llevara la abubilla a mi madre, a cambio de aquel mechón de aterciopeladas plumas azules. Yo hice un bonito despliegue de asombrada resistencia que acabó transformándose en servil gratitud, me guardé la abubilla herida en la camisa y corrí a casa con ella, dejando a mi amigo cazador sentado en su raíz de olivo con todo el aspecto de Tweedledum
[4]
y felizmente ocupado en la tarea de prender a su sombrero el copete de martín pescador con un alfiler.