—Me encontré con que se había casado —dijo el señor Kralefsky, no sin cierto rubor, porque se daba cuenta de que aquel desenlace era un tanto decepcionante.
—Algunas mujeres son caprichosas e impacientes, ya lo sabes. Pero pude tener unos minutos de conversación con ella en privado, y me lo explicó todo.
Yo aguardaba expectante.
—Me dijo —continuó el señor Kralefsky— que había creído que yo me marchaba para siempre, para hacerme lama y que por eso se casó. Sí; la pobrecilla me habría estado esperando si lo hubiera sabido, pero, destrozada por la pena, se casó con el primero que encontró. Si yo no hubiera calculado mal la duración del viaje, a estas horas sería mía.
Se sonó muy fuente, con dolorido semblante. Yo digerí aquella historia, pero no vi en ella pistas claras sobre la manera de ayudar a Adrian. ¿Acaso le debería prestar mi bote, el
Bootle-Bumtrinket
, y sugerirle que se fuera remando a Albania? Aparte del peligro de perder mi preciosa embarcación, no me parecía Adrian lo bastante robusto como para remar hasta tan lejos. No; estaba de acuerdo con Kralefsky en que Adrian mostraba demasiado empeño, pero, sabiendo lo caprichosa que era mi hermana, era de temer que acogiese la desaparición de su admirador de la isla con más regocijo que aflicción. El verdadero problema estaba en la manía de Adrian de no dejar a Margo ni a sol ni a sombra. Decidí que tenía que ocuparme de él si quería que sus desvelos dieran algún fruto.
Lo primero era que dejara de seguir a Margo a tocas partes como un corderito y que fingiera indiferencia, así que le enredé para que me acompañara en mis salidas de exploración por los campos circundantes. Me resultó bastante fácil. Margo, en defensa propia, había tomado la costumbre de levantarse con el alba y esfumarse de la villa antes de que Adrian asomara la nariz, con lo cual él se encontraba bastante solo. Mamá había intentado interesarle por la cocina, pero una vez que él dejó abierta la nevera y de resultas de ello se nos derritieron la mitad de las provisiones perecederas, que se le prendió una sartén llena de aceite, que de un cuarto de cordero en perfecto estado hizo algo muy parecido a la mojama, y que dejó caer media docena de huevos al suelo de la cocina, mi madre acogió con harto entusiasmo mi propuesta de llevármelo conmigo.
Encontré en él un compañero admirable, teniendo en cuenta su educación urbana. Jamás se quejaba, obedecía pacientemente y al pie de la letra mis lacónicas instrucciones de «¡Sujétalo!» o «¡No te muevas, que te muerde!», y los animales que perseguíamos parecían interesarle sinceramente.
Tal como había predicho el señor Kralefsky, a Margo le intrigó la súbita ausencia de Adrian. No es que apreciara sus atenciones, pero se sintió muy picada cuando dejó de recibirlas. Quiso saber qué hacíamos Adrian y yo todo el día. Yo repliqué con cierta adustez que Adrian me estaba ayudando en mis investigaciones zoológicas. Y le dije que además estaba haciendo grandes progresos, y que si la cosa seguía adelante no vacilaría en proclamarle naturalista muy competente cuando acabara el verano.
—No sé cómo aguantas a una persona tan pava —dijo ella—. A mí me parece un hombre aburridísimo.
Dije que así estaban iguales, pues también Adrian me había confesado que Margo le resultaba un poco aburrida.
—¿Qué? —exclamó ella sulfurada—. ¡Cómo se atreve a decir eso!
Pues sí, señalé filosóficamente, ella era la única culpable. Bien mirado, ¿quién no encontraría aburrida a una persona que se comportase como ella, que nunca quería ir a nadar con él, nunca quería salir de paseo con él, siempre le trataba a patadas?
—Yo no le trato a patadas —dijo enojada—. Lo que hago es decirle las verdades. Y si quiere que le saque de paseo, le saco. ¡Vamos, hombre, decir que soy aburrida!
Tanto me complació ver el éxito de mi estratagema que no me paré a pensar que Margo, al igual que el resto de la familia podía ser un enemigo temible. Aquella noche, inesperadamente, estuvo tan amable y simpática con Adrian que todos, a excepción de la víctima, se quedaron atónitos y mosqueados.
Hábilmente, Margo llevó la conversación al tema de los paseos y luego dijo que, puesto que a Adrian le quedaba ya poco tiempo de estancia en Corfú, era fundamental que viera más cosas de la isla. ¿Y qué mejor para eso que andar? Sí, balbuceó Adrian, verdaderamente era la mejor manera de ver una región.
—Yo pienso dar un paseo pasado mañana —dijo Margo alegremente—, por un sitio muy bonito. Es una lástima que tú estés tan ocupado con Gerry, porque si no podías venirte conmigo.
—Ah, eso no es problema. Gerry se las arregla muy bien solo —dijo Adrian, con una indiferencia que yo para mis adentros consideré cruel y descortés—. ¡Me encantaría acompañarte!
—Estupendo —trinó Margo—. Seguro que te gusta; es uno de los paseos más bonitos que se pueden dar por aquí.
—¿Adónde vas? —preguntó Leslie.
—A Liapades —respondió ella con toda naturalidad—; hace siglos que no voy.
—¿A Liapades? —repitió Leslie—. ¿A eso lo llamas tú dar un paseo? Pero si está al otro lado de la isla. Tardaréis horas en llegar.
—Hombre, es que podríamos llevarnos la comida y estar fuera todo el día —dijo Margo, añadiendo con malicia—; si a Adrian no le importa, claro está.
Era evidente que a Adrian no le
habría
importado aunque la propuesta de Margo hubiera sido ir buceando hasta Italia y volver revestido de armadura. Yo dije que me daban ganas de ir con ellos, porque era un camino interesante desde el punto de vista zoológico. Mi hermana me lanzó una mirada lánguida.
—Bueno, pero si vienes tiene que ser para portarte bien —dijo enigmáticamente.
Huelga decir que a Adrian le encantaba la idea del paseo y que Margo hubiera tenido la bondad de invitarle. Yo no estaba tan confiado. Señalé que Liapades estaba lejos y que hacía mucho calor, pero Adrian dijo que no le importaba lo más mínimo. Me pregunté si
aguantaría
la caminata, porque era un tanto enclenque, pero eso no se lo podía decir sin que se molestara. A las cinco de la mañana del día señalado nos reunimos en el porche. Adrian llevaba unas enormes botas de montaña que había sacado de no se sabía dónde, pantalones largos y una camisa gruesa de franela. Cuál no sería mi asombro cuando, al atreverme yo a insinuar que aquel atuendo no era lo más adecuado para caminar por la isla a una temperatura de cuarenta grados a la sombra, Margo me llevó la contraria. Adrian vestía un conjunto perfecto para hacer marchas, escogido por ella, dijo, sin dejarse arredrar por el hecho de vestir ella misma un diáfano bañador y sandalias y yo pantalones cortos y una camiseta. Mi hermana iba pertrechada de una voluminosa mochila, que imaginé contenía nuestra comida y bebida, y un recio bastón. Yo llevaba la bolsa de recolección y el cazamariposas.
Así equipados echamos a andar, imponiendo Margo un paso que a mí me pareció excesivamente rápido. Al poco rato Adrian sudaba profusamente y la cara se le había puesto sonrosada. Margo, a pesar de mis protestas, se empeñó en ir por terreno despejado, desdeñando la sombra de los olivares. Al final yo opté por marchar a su mismo paso pero a la sombra de los árboles, a unos cientos de metros de distancia.
Adrian, temiendo verse acusado de blandura, le pisaba los talones a mi hermana, terco y empapado.
Pasadas cuatro horas iba cojeando malamente y arrastrando los pies; la camisa, que era gris, se le había puesto negra con el sudor, y su rostro había tomado una alarmante tonalidad purpúrea.
—¿Queréis que hagamos un alto? —preguntó entonces Margo.
—Beber algo,
quizá
—dijo Adrian con voz apergaminada de guión de codornices.
Yo dije que me parecía una idea excelente, así que Margo se paró y tomó asiento en una peña al rojo vivo, en medio de un campo pelado y achicharrado en el que se habría podido asar a un tronco de bueyes. Hurgó subrepticiamente en la mochila y sacó tres botellines de Gazoza, una gaseosa de limón local extremadamente dulce.
—Tomad —dijo, dándonos un botellín a cada uno—. Con esto repondréis fuerzas.
Además de ser espumosa y empalagosa, la gaseosa estaba calentuja, así que en todo caso más que aplacar nuestra sed la aumentó. Ya cerca del mediodía avistamos la costa del otro lado de la isla. La noticia encendió una chispa de esperanza en la mirada mortecina de Adrian. Cuando llegáramos al mar podríamos descansar y nadar, explicó Margo. Alcanzamos el bravío litoral y bajamos por entre el laberinto de peñas gigantescas, rojas y pardas, que se alzaban diseminadas, siguiendo la orilla como un removido cementerio de gigantes. Adrian se tiró al suelo a la sombra de una roca enorme coronada por un tupé de arrayán y un retoño de pino piñonero y se despojó de la camisa y las botas. Vimos entonces que tenía los pies casi del mismo color rojo preocupante que la cara, y llenos de ampollas. Margo le sugirió que se los mojara en una poza para endurecerlos, y eso hizo, mientras ella y yo nos bañábamos. Después, muy refrescados, nos sentamos a la sombra de las rocas y yo dije que no nos vendría mal comer y beber algo.
—No hay nada —dijo Margo.
Hubo un momento de mudo estupor.
—¿Cómo que no hay nada? —preguntó Adrian—. ¿Qué traes en la mochila?
—Ah, eso son mis cosas de baño —dijo Margo—. Decidí no traer comida porque pesaba mucho para traerla con el calor que hace, y de todos modos llegaremos bien para cenar si nos ponemos en marcha pronto.
—¿Y para beber? —inquirió Adrian roncamente—. ¿No has traído más Gazoza?
—Pues claro que no —dijo Margo irritada—. Traje
tres
. Una para cada uno, ¿no? Y pesan una enormidad para ir cargando con ellas. Pero además no sé por qué protestas; comes demasiado. Un poco de ayuno te hará bien. A ver si así te desabotargas.
Nunca había visto yo a Adrian tan cerca como entonces de perder los estribos.
—
Yo no quiero
desabotargarme, sea lo que sea lo que eso quiere decir —dijo gélidamente—, y si lo quisiera no me cruzaría la isla a pie para hacerlo.
—Eso es lo que os pasa, que sois unos ñoños —relinchó Margo—. Se os saca un poco de paseo y en seguida estáis clamando por la comida y el vino. No queréis más que vivir en un mar de lujos continuamente.
—A mí no me parece que beber algo en un día como éste sea un lujo —dijo Adrian—. Es una necesidad.
Como aquella discusión me parecía infructuosa, yo eché a andar con los tres botellines vacíos de Gazoza camino de un lugar, a unos ochocientos metros por la orilla, donde sabía que había un pequeño manantial. Cuando llegué me encontré con que al lado había sentado un hombre, que se estaba tomando allí el almuerzo. Tenía la cara tostada, arrugada y resquebrajada por el viento, y anchos bigotes negros.
Llevaba las gruesas medias de lana que se ponían los campesinos para trabajar en el campo, y tenía junto a sí su azadilla de pala ancha.
—
Kalimera
—me saludó sin sorpresa, y con cortés ademán señaló al manantial, como si fuera propiedad suya.
Yo le saludé y me tendí de bruces sobre la alfombrita de verde musgo que había creado la humedad, y bajé la cara hasta donde el luminoso manantial latía como un corazón bajo las frondas de culantrillo.
Bebí largamente y a placer, y no recordaba que jamás el agua me hubiera sabido tan buena. Luego me remojé la cabeza y el cuello y me enderecé dando un suspiro de satisfacción.
—Agua buena —dijo el hombre—. Dulce, ¿eh? Como una fruta.
Yo dije que aquel agua estaba deliciosa y me puse a lavar los botellines de Gazoza y a llenarlos.
—Allá arriba hay una fuente —dijo él, señalando a lo alto de la escarpada ladera—, pero el agua es distinta, amarga como lengua de viuda. Este agua es dulce, es suave. ¿Eres forastero?
Mientras llenaba los botellines respondí a sus preguntas, pero mis pensamientos iban por otro camino. Allí cerca estaban los restos de su almuerzo: media hogaza de pan de maíz, amarillo como una prímula, unos gruesos y blancos clientes de ajo y un puñado de aceitunas grandes y arrugadas y negras como escarabajos. A la vista de aquello se me empezó a hacer la boca agua, y tuve aguda conciencia de estar en pie desde el alba y sin comer. Al cabo el hombre advirtió las miradas que yo echaba a sus vituallas y, con la generosidad que caracteriza al campesino, sacó la navaja.
—¿Pan? —preguntó—. ¿Quieres pan?
Dije que agradecería mucho un poco de pan, pero el problema era que éramos tres, por así decirlo.
También mi hermana y su marido, mentí, estaban muertos de hambre allá por las rocas. El cerró la navaja, juntó los restos del almuerzo y me los ofreció.
—Llévaselo —me dijo sonriente—. Yo ya he terminado, y no diría bien de Corfú que los forasteros pasaran hambre.
Yo le di las gracias largamente, me guardé las aceitunas y los ajos en el pañuelo, me metí el pan y los botellines de Gazoza debajo del brazo y emprendí la vuelta.
—¡Pasarlo bien! —me gritó el hombre a mis espaldas—. ¡No os acerquéis a los árboles, que va a haber tormenta!
Alzando la vista al cielo azul y bruñido, pensé que se equivocaba pero no dije nada. A mi regreso encontré a Adrian sentado con los pies metidos en una poza y aspecto sombrío, y a Margo tomando el sol sobre una roca y cantando desafinadamente para sí. Acogieron con embeleso la comida y el agua y se arrojaron sobre todo ello, partiendo el dorado pan y devorando las aceitunas y los ajos como lobos famélicos.
—Ya está —dijo Margo muy sonriente cuando acabamos, como si hubiera sido ella la proveedora de las viandas—. Ha estado muy bien. Ahora hay que ir pensando en volver.
Inmediatamente se descubrió un problema: los pies de Adrian, frescos y felices en la poza, se habían hinchado, y fueron necesarios los esfuerzos combinados de Margo y míos para volver a calzarle las botas. Aun después de conseguirlo, sólo podía caminar a paso lento y doloroso, renqueando cual tortuga anciana.
—¡A ver si espabilas! —le gritó Margo irritada cuando hubimos recorrido medio kilómetro y Adrian se quedaba atrás.
—No puedo ir más deprisa. Me están haciendo cisco los pies —dijo Adrian, sumido en el mayor abatimiento. A pesar de nuestras advertencias de que se quemaría, se había quitado la camisa de franela, exponiendo su lechosa piel a la acción de los elementos. Estábamos a tres kilómetros de la villa cuando la profecía del campesino sobre la tormenta se cumplió. Aquellas tormentas de verano se cocían en un nido de cúmulos en las montañas de Albania, y un viento caliente y azotador que parecía salido de un horno de tahona las transbordaba rápidamente a Corfú. De improviso nos llegó la ráfaga, escociendo en la piel y cegándonos con el polvo y los pedacitos de hojas que llevaba suspendidos. Los olivos viraron del verde al plata como el súbito destello de un banco de peces al cambiar de rumbo, y el viento se abrió paso entre un millón de hojas con un bramido como el de una ola gigantesca sobre la orilla. Súbitamente, prodigiosamente, quedó eclipsado el cielo azul por cárdenos nubarrones, resquebrajados por las dentadas lanzas de los rayos de color azul celeste. Arreció el viento fiero y abrasador, y los olivares se estremecieron y silbaron como agitados por un enorme depredador invisible. Luego llegó la lluvia, cayendo a plomo del cielo en goterones que nos golpeaban con la fuerza de un disparo de tirachinas.