—¿Segá caliente? —preguntó el conde.
—Sí, sí, se comen calientes —dijo Mamá—. Los llaman
kefalias
y están deliciosos.
—No, ¿segá caliente en el lago? —dijo el conde—. ¿Segá caliente en el sol?
—Ah…, ah, sí —dijo Mamá—. Sí, hará mucho calor. Acuérdese de llevar sombrero.
—¿Iguemos en el yate del
enfant
? —preguntó el conde, a quien le gustaba tener las cosas claras.
—Sí —dijo Mamá.
El conde se atavió para la expedición con pantalones de lino de color azul celeste, elegantes zapatos lustrosos como castañas, camisa de seda blanca con corbata azul y oro anudada con descuido y una elegante gorra de navegante deportivo. Aunque el
Bootle-Bumtrinket
era ideal para mis propósitos, yo habría sido el primero en reconocer que no poseía ninguno de los refinamientos de un yate de crucero, y el conde lo percibió al instante cuando le conduje al canal donde lo tenía amarrado, dentro del laberinto de las antiguas salinas venecianas que había al pie de la casa.
—¿Eso… es el yate? —preguntó, sorprendido y un tanto receloso.
Respondí que esa era, efectivamente, nuestra embarcación, robusta y segura, y además, observé, con un fondo plano que permitía moverse por dentro con mayor comodidad. Si me entendió, no lo sé; tal vez pensara que el
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no era más que la lancha que le llevaría a bordo del yate, pero se subió a él con mucho tiento, extendió delicadamente su pañuelo sobre el asiento y se sentó con precaución. Yo salté a bordo y con una pértiga empecé a impulsar el bote por el canal, que en aquella parte tenía unos seis metros de ancho por medio metro de calado. Me felicité de haber dictaminado el día anterior que el
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estaba empezando a ser casi tan oloroso como el conde, porque con el paso del tiempo se le había acumulado bajo las tablas gran cantidad de quisquillas muertas, algas y otros detritos. Lo había hundido en medio metro de agua de mar y les había dado un buen fregado a los pantoques, de modo que estaba refulgente y olía estupendamente a agua salada y a alquitrán y pintura recalentados por el sol. Las antiguas salinas se extendían por la orilla del lago salobre, formando un gigantesco tablero de damas marcado por la cuadrícula de aquellos plácidos canales, unos del ancho de una silla, otros de hasta diez metros. En casi todos ellos no había arriba de dos cuartas de agua, pero por debajo de ésta se extendía una profundidad casi insondable de fino limo negro. Gracias a su forma y a su quilla plana, el
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se dejaba llevar por aquellas vías de agua interiores con relativa facilidad, pues allí no había que temer posibles golpes de viento o el repentino agolpamiento de varias olas, dos cosas que siempre le alarmaban un poco. Pero lo malo de los canales era que estaban ceñidos a un lado y a otro por altos y susurrantes cañaverales que, aunque daban sombra, cerraban el paso del aire, por lo cual reinaba allí una atmósfera sofocada, oscura, calurosa y tan fragante como la de un estercolero.
Durante cierto tiempo el perfume artificial del conde compitió con los olores de la naturaleza, y al cabo ganó la naturaleza.
—Es olog —señaló el conde—. En Fgancia el agua es muy higiene.
Dije que en seguida saldríamos del canal al lago, donde no habría mal olor.
—Es caliente —fue el siguiente descubrimiento del conde, que se enjugaba la cara y el bigote con un pañuelo empapado en perfume—. Es mucho caliente.
La verdad es que su pálido semblante había tomado un ligero tinte de heliotropo. Estaba a punto de decirle que también ese problema se solucionaría en cuanto saliéramos al lago cuando observé con alarma que algo le pasaba al
Bootle-Bumtrinket
: se había aposentado flemáticamente en el agua parda y apenas respondía a la pértiga. Durante unos instantes no pude comprender qué le sucedía: no habíamos encallado, y yo sabía que en aquel canal no había bancos de arena. De pronto vi un remolino de agua enroscándose sobre la tablazón del fondo. No podía ser, pensé, que se hubiera abierto una vía de agua.
Contemplé fascinado cómo subía el agua, cubriendo la suela de los zapatos del distraído conde. De repente caí en la cuenta de lo que había pasado. Cuando limpié los pantoques había quitado, por supuesto, el taco del fondo del
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para dejar pasar el agua limpia; por lo visto no lo había dejado después bien apretado, y ahora se estaban llenando los pantoques de agua del canal. Mi primera idea fue levantar las tablas, buscar el taco y volver a ponerlo en su sitio, pero ya el conde tenía los pies sumergidos en unos cinco centímetros de agua, y parecía imperativo dirigir el
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hacia la orilla mientras aún se pudiera maniobrar un poco, para depositar en tierra a mi delicado pasajero. A mí no me importaba que el
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me dejase tirado —en realidad me pasaba la vida entrando y saliendo de los canales como una rata de agua en pos de culebras, galápagos, ranas y otras menudencias—, pero sabía que el conde no acogería con agrado la idea de brincar en medio metro de agua y una cantidad indeterminada de lodo. Hice esfuerzos sobrehumanos por girar el pesadísimo bote inundado hacia la orilla. Poco a poco sentí que aquel peso muerto respondía, y comprobé que la proa se dirigía perezosamente a tierra. Centímetro a centímetro empujé el bote hacia los cañaverales, y estábamos a menos de tres metros de la orilla cuando el conde se percató de lo que estaba pasando.
—
¡Mon Dieu
! —chilló con voz aguda—. ¡Somos sumegjidos! ¡Mi zapato es sumegjido! ¡El basco es hundido!
Dejé de empujar un momento para tranquilizar al conde. No había peligro, le dije: lo único que tenía que hacer era estarse quieto hasta que yo le dejara en la orilla.
—¡Mi zapato! ¡
Regardez
mi zapato! —gritó él, señalando a su calzado, ahora empapado y descolorido, con tal expresión de ultraje que yo a duras penas pude contener la risa.
Un momentito, le dije, en seguida le dejaría en tierra firme. Y así habría sido si me hubiera hecho caso, porque ya tenía el
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a metro y medio de las cañas. Pero el conde estaba demasiado preocupado por el estado de sus zapatos, y eso le animó a hacer una grandísima tontería: desoyendo mi advertencia, se volvió a mirar por encima del hombro, vio que la tierra se aproximaba, se puso en pie y saltó a la diminuta cubierta de proa. Su intención era saltar de allí a lugar seguro en cuanto yo arrimara un poco más el bote, pero no había contado con el temperamento del
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, embarcación bonachona pero que también tenía sus caprichos, y una cosa que no le gustaba nada era que alguien se le subiera a la cubierta de proa: en tal caso hacía un extraño ruido como los caballos adiestrador en las películas del Oeste, y te arrojaba por la borda. Eso hizo con el conde.
Cayó al agua el francés dando un alarido, despatarrado cual torpe rana, y su airosa gorra de deportista se fue flotando hacia las raíces de las cañas mientras él chapoteaba en medio de un puré de agua y lodo. Yo sentí una mezcla de alarma y gusto: me daba gusto que el conde se hubiera caído —aunque bien sabía que mi familia no querría creer que no hubiera sido maniobra mía—, pero me alarmaba su manera de chapotear. Intentar hacer pie es una reacción instintiva cuando se está en aguas poco profundas, pero en aquel caso sólo servía para hundirse más en el limo pegajoso. Una vez Larry se había caído a uno de aquellos canales yendo de caza, y habían sido necesarios los esfuerzos combinados de Margo, Leslie y yo para sacarle. Si el conde se quedaba atrapado en el lecho del canal yo no tendría fuerzas para sacarle solo, y en el tiempo que tardase en conseguir ayuda podía desaparecer del todo, engullido por el cieno reluciente. Abandoné el barco y salté al canal para ayudarle. Yo sabía caminar en el lodo, y además pesaba la cuarta parte que el conde, así que no me hundí tanto. Le grité que se estuviera quieto hasta que yo le agarrara.
—
¡Merde
! —dijo él, demostrando que por lo menos conservaba la boca fuera del agua.
Hizo una tentativa de levantarse, pero ante la terrible y voraz presión del lodo exhaló un grito desesperado de gaviota viuda y se quedó quieto. La verdad es que tenía tanto miedo del cieno que cuando llegué hasta él y traté de empujarle hacia la orilla se puso a chillar y vociferar y me acusó de querer hundirle más. Ante aquella reacción tan pueril y absurda a mí me dio un ataque de risa, y ni que decir tiene que eso le puso aún más frenético. Había vuelto a hablar en francés y con la rapidez de una ametralladora, por lo cual, dado mi precario dominio de esa lengua, yo no le entendía. Por fin pude poner bajo control mi desconsiderada hilaridad, una vez más le agarré por debajo de las axilas y empecé a arrastrarle hacia tierra. Pero de pronto se me ocurrió pensar en lo ridícula que habría resultado aquella estampa para cualquiera que nos hubiera visto, un crío de doce años intentando rescatar a un hombre de un metro ochenta, y otra vez sin poder contenerme me senté en el lodo y reí hasta saltárseme las lágrimas.
—¿Pog qué guíes? ¿Pog qué guíes? —chillaba el conde, intentando volverse para mirarme—. ¡Tú no gueíg, tú tigag,
vite, vite
!
Por fin, tragándome grandes hipidos de risa, volví a tirar del conde y conseguí acercarle bastante a la orilla; entonces le dejé y trepé a tierra. Aquello desencadenó otro ataque de histeria.
—¡No ig, no ig! —chilló empavorecido—. ¡Yo hundido! ¡Tú no ig!
Pero yo hice oídos sordos. Escogiendo siete de las cañas más altas que encontré en las cercanías, las doblé una por una hasta cascarlas sin que se rompieran, y retorciéndolas tendía con ellas una especie de verde puente entre el conde y la orilla. Siguiendo mis instrucciones, él se tumbó boca abajo y fue izándose hasta llegar a tierra firme. Cuando por fin se puso en pie todo tembloroso, era como si de cintura para abajo le hubieran aplicado una cobertura de chocolate. Como yo sabía que aquel limo pegajoso se endurecía visto y no visto, me ofrecí a quitarle lo que pudiera con un pedazo de caña. El me dirigió una mirada asesina.
—
¡Espèce de con
! —dijo con vehemencia.
Mi deficiente conocimiento del idioma del conde no me permitía traducir aquella alocución, pero el vigor con que había sido pronunciada me hizo suponer que valía la pena grabarla en la memoria.
Emprendimos la vuelta a casa, hirviendo el conde en vitriólica indignación. Tal como yo había previsto, el barro de sus piernas se secó con una celeridad casi mágica, y al poco rato parecía como si llevara unos pantalones hechos de un rompecabezas pardo claro. Visto desde atrás era tal su semejanza con la trasera acorazada de un rinoceronte indio, que a punto estuve de soltar el trapo otra vez.
Fue quizá una desdichada casualidad que el conde y yo llegáramos ante la puerta de entrada de la villa en el misino momento en que lo hacía el enorme Dodge conducido por nuestro ceñudo, barrilesco y autodesignado ángel guardián, Spiro Hakiopoulos, y cargado con toda la familia un poco achispada. El automóvil se detuvo y la familia contempló al conde con miradas incrédulas. Fue Spiro el que primero recobró el habla.
—¡Carambas, señora Durrells! —dijo, retorciendo el macizo cuello para volverse sonriente hacia Mamá—. ¡El señorito Gerrys le ha dado su merecidos a ese hijos de puta!
Evidentemente era aquél el sentir de toda la familia, pero Mamá acudió al quite.
—¡Dios mío, señor conde! —exclamó con horror bien simulado—. ¿Pero
qué ha hecho usted
con mi hijo?
Tan desarmado quedó el conde ante el descaro de aquella interpelación, que no supo hacer otra cosa que mirar a Mamá boquiabierto.
—Gerry, hijo mío —prosiguió Mamá—, sé buen chico y ve a quitarte esa ropa mojada antes de que cojas frío.
—¡Buen chico! —repitió el conde con voz aguda y escandalizada—.
¡C’est un assasin! ¡C’est une espèce de
…!
—Vamos, vamos, amigo mío, seguro que fue sin querer —dijo Larry, pasando un brazo por los hombros enlodados del conde—. Venga a tomarse un coñac y a cambiarse de ropa. Sí, sí, puede usted estar seguro de que el chico las pagará. Por supuesto que le castigaremos.
Metió en casa al vociferante conde, y el resto de la familia convergió sobre mí.
—¿Qué le has hecho? —preguntó Mamá.
Dije que yo no le había hecho nada; el conde y sólo él tenía la culpa de verse en tal estado.
—No me lo creo —dijo Margo—. Siempre dices lo mismo.
Protesté que de haber sido cosa mía lo declararía con orgullo. La fuerza de aquel argumento les impresionó.
—A mí me da igual que haya sido cosa de Gerry o no —dijo Leslie—. Lo que importa es el resultado.
—Bueno, pues ve a cambiarte, hijo —dijo Mamá—, y luego vienes a mi cuarto y nos cuentas cómo lo has hecho.
Pero el asunto del
Bootle-Bumtrinket
no surtió el efecto que todos esperábamos; el conde siguió con nosotros erre que erre, como para castigarnos a todos, y mostrándose el doble de insultante que antes.
Pero desde aquel día no le guardé rencor, porque caca vez que le recordaba chapoteando en el canal me daba un ataque de risa incontenible que valía por todos sus insultos. Además, sin proponérselo había enriquecido mi vocabulario francés con una hermosa frase nueva, que estrené un día en que había cometido un error en el ejercicio de redacción, y la metí porque me pareció que venía muy a propósito. Su efecto sobre mi preceptor, el señor Kralefsky, fue en cambio muy diferente. Estaba paseando por la habitación, con las manos a la espalda y aspecto de corcovado gnomo en trance. Al oír aquella expresión se paró en seco, con los ojos como platos, y su aspecto cambió al de un gnomo que acaba de recibir una descarga eléctrica de una seta.
—
¿Qué has dicho
? —preguntó en voz baja.
Repetí la ofensiva expresión. El señor Kralefsky cerró los ojos, temblaron las aletas de su nariz y un estremecimiento recorrió su persona.
—¿Y
dónde
has oído eso? —preguntó.
Dije que se lo había oído decir a un conde que teníamos en casa.
—Ah. Pues no lo debes volver a decir jamás, ¿entendido? —dijo el señor Kralefsky—. ¡Jamás! Debes…, debes saber que en esta vida sucede a veces que hasta a los
aristócratas
se les escapa una expresión desafortunada en algún momento de tensión. No nos incumbe imitarles.