Una vez en casa llevé a la nueva adquisición a mi Cuarto y la examiné con detenimiento. Me tranquilizó ver que el largo y gomoso pico curvo, como una fina cimitarra, estaba intacto, pues sabía que privado del uso de aquel órgano delicado el animal no podía sobrevivir. Aparte del agotamiento y el susto, su único mal parecía ser el ala rota. La fractura estaba localizada en la parte alta del remo, y explorándola con tiento comprobé que era una fractura limpia, pues el hueso estaba partido como una ramita seca, no aplastado y astillado como una rama verde. Cuidadosamente recorté las plumas con las tijeras de disección, quité el pegote de sangre y plumas con agua tibia y desinfectante, entablillé el hueso con dos astillas curvas de caña y lo até todo bien. Era un trabajo de profesional, que me hizo sentirme orgulloso. El único problema era que pesaba demasiado, y cuando solté al pájaro se cayó de lado, arrastrado por el peso de la tablilla. Tras un par de experimentos logré hacer otra mucho más ligera de caña y esparadrapo, y con una tirita de gasa lo sujeté todo bien al costado del animal. Luego le hice beber agua con un cuentagotas y le puse en una caja de cartón tapada con una tela para que se recuperase.
Bauticé a mi abubilla con el nombre de Hiawatha, y la familia la acogió en su seno con aprobación sin reservas, porque les gustaban las abubillas y además era la única especie de ave exótica que todos sabían reconocer a veinte pasos. Buscarle comida a Hiawatha me tuvo muy atareado durante los primeros días de su convalecencia, pues era una enferma antojadiza, que comía sólo alimento vivo, y aun así con melindres. Tenía que soltarla en el suelo de mi cuarto y tirarle desde lejos las golosinas: los suculentos saltamontes de color verde jade, las langostas de gruesos muslos y alas crujientes como barquillos, las lagartijas pequeñas y las ranas diminutas. Ella los atrapaba y los golpeaba vigorosamente contra cualquier superficie dura —una pata de la silla o de la rama el borde de la puerta o de la mesa— hasta asegurarse de que estaban muertos: luego, un par de rápidos bocados y a esperar el plato siguiente. Un día en que toda la familia se había reunido en mi cuarto para verla comer, le di a Hiawatha un lución de veinte centímetros de largo. Con su delicado pico, su cresta finamente listada y su hermosa coloración en rosa y negro, parecía un ave muy solemne, tanto más porque solía llevar la cresta plegada contra la cabeza. Pero una ojeada al lución bastó para convertirla en un monstruo depredador. Alzó y extendió la cresta, que temblaba cual cola de pavo real, hinchó el buche, emitió un extraño gruñido-ronroneo allá en las profundidades de su garganta y avanzó a saltos rápidos y resueltos hacia donde el lución, ignorante de su destino, arrastraba su cuerpo de bronce bruñido. Hiawatha se detuvo y, con las alas sana y entablillada abiertas, se echó hacia delante y asestó un picotazo al lución, una estocada tan súbita que apenas se vio.
Al recibir el golpe el lución se hizo un ocho, y yo vi con asombro que del primer tajo Hiawatha había aplastado totalmente el frágil cráneo del reptil.
—¡Santo Dios! —exclamó Larry, no menos asombrado que yo—. Eso sí que es un ave
útil
para tenerla en casa. Con unas cuantas docenitas no habría que preocuparse por las culebras.
—No creo que pudieran con una grande —dijo Leslie juiciosamente.
—Me contentaría con que se limitaran a quitar de en medio a las pequeñas —dijo Larry—. Sería un primer paso.
—Hablas como si la casa estuviera infestada de culebras, hijo —dijo Mamá.
—Lo está —replicó Larry austeramente—. ¿Qué me dices de aquella cabellera de Medusa de culebras que se encontró Leslie en la bañera?
—Aquellas eran culebras de agua —dijo Mamá.
—Me da igual lo que fueran. Si se ha de permitir que Gerry llene el baño de culebras, yo iré por la casa con un brazado de abubillas.
—¡Ooh, mirad lo que hace! —chirrió Margo.
Hiawatha había descargado una serie de rápidos golpes a lo largo del cuerpo del lución, y ahora estaba dedicada a alzar en vilo al reptil, que aún se estremecía, y estrellarlo rítmicamente contra el suelo, como golpean los pescadores a un pulpo contra las rocas para ablandarlo. Al cabo de un rato no quedó vestigio apreciable de vida en el cuerpo. Hiawatha lo contempló con la cresta en alto y la cabeza ladeada y, satisfecha, cogió la cabeza con el pico. Despacio, tragando y echando atrás la cabeza, lo fue deglutiendo centímetro a centímetro. Transcurridos un par de minutos sólo le asomaban dos centímetros de cola por la comisura del pico.
Hiawatha no llegó a amansarse nunca y siempre estaba nerviosa, pero se acostumbró a tolerar la presencia de seres humanos a distancia relativamente corta. Luego que se hubo aclimatado yo solía sacarla al porche, donde tenía otras varias aves, y la dejaba pasearse a la sombra de la parra. Aquello era una especie de pabellón de hospital, porque por entonces tenía yo seis gorriones recuperándose de las lesiones sufridas al quedar atrapados en ratoneras puestas por los niños campesinos, cuatro mirlos y un zorzal que se habían enganchado en anzuelos con cebo puestos en los olivares, y media docena de aves surtidas, que iban desde un charrán hasta una urraca, convalecientes de los efectos de perdigonadas. A todo ello se añadían un nido de jilgueros pequeñitos y un verderón ya casi plumado que estaba yo criando. A Hiawatha no parecía molestarle la proximidad de esas otras aves, pero ella vivía su vida, recorriendo lentamente el enlosado de punta a punta, sumida en meditación con los ojos entornados, mostrando la aristocrática altivez de una hermosa reina encarcelada en un castillo. A la vista de una lombriz, rana o saltamontes, su comportamiento, claro está, perdía todo carácter regio.
Había transcurrido más o menos una semana desde el ingreso de Hiawatha en mi clínica aviar cuando una mañana salí a recibir a Spiro. Era como un rito cotidiano: él soltaba unos sonoros bocinazos cuando llegaba a los terrenos de la finca, que tenía una extensión de unas veinte hectáreas, y yo y los perros bajábamos a la carrera por el olivar para interceptarle en algún punto del trayecto. Con la lengua fuera salía yo de entre los árboles, precedido por los perros ladrando histéricamente, y deteníamos el gran Dodge reluciente con la capota abierta, donde Spiro venía agazapado sobre el volante, con su gorra de visera, ceñudo, renegrido y voluminoso. Yo me subía al estribo, sujetándome bien al parabrisas, y Spiro reemprendía la marcha, mientras los perros, en un éxtasis de fingida ferocidad, trataban de morder los neumáticos de delante. La conversación de cada mañana era también un ritual que no variaba nunca.
—Buenos días, señorito Gerrys —decía Spiro—. ¿Qué tal estás usted?
Una vez establecido que no había yo contraído ninguna enfermedad peligrosa durante la noche, se interesaba por los demás.
—¿Y cómo estás su familias? —preguntaba—. ¿Cómo estás su madres? ¿Y el señorito Larrys? ¿Y el señorito Leslies? ¿Y la señorita Margo?
Cuando acababa yo de tranquilizarle en cuanto al estado de salud de todos nosotros ya habíamos llegado a la villa, en donde él se paseaba de uno a otro miembro de la familia comprobando que mi información era correcta. A mí me aburría bastante aquel interés diario, casi periodístico, que se tomaba Spiro por la salud familiar, como si de la familia real se tratara, pero él seguía erre que erre, como sí durante la noche pudieran haber sido víctimas de algo espantoso. Un día, en un arranque de perversidad, yo respondí a su ansiosa interrogación diciendo que todos estaban muertos; el coche se salió del camino y fue derecho a estrellarse contra una adelfa, derramando sobre Spiro y sobre mí una lluvia de flores rosadas y despidiéndome casi del estribo.
—¡Carambas, señorito Gerrys, no deberías usted decir esas cosas! —tronó, aporreando el volante—. ¡Me espanta oírles decir esas cosas! ¡Me haces sudar! ¡No lo vuelvas a hacer nuncas!
Aquella mañana que digo, luego de quedarse a gusto sobre el estado de salud de cada miembro de la familia, Spiro levantó un cestillo de fresas tapado con una hoja de higuera que llevaba sobre el asiento contiguo.
—Tengas —dijo, mirándome ceñudo—. Es un regalos para usted.
Levanté la hoja. Dentro del cestillo estaban acurrucados dos pájaros pelados y de aspecto repulsivo.
Embelesado, le di las gracias efusivamente, pues eran polluelos de arrendajo, según se apreciaba por los cañones de las alas. Yo nunca había tenido arrendajos, y me puse tan contento con aquellos que los llevé conmigo cuando fui a dar la clase a casa del señor Kralefsky. Eso era lo bueno de tener un preceptor tan loco por los pájaros como yo. Pasamos una emocionante e interesante mañana tratando de enseñarles a abrir la boca y comer solos, cuando debiéramos haber estado grabando en mi memoria el deslumbrante cortejo de la historia de Inglaterra. Pero aquellos pollos eran singularmente tontos y se negaron a aceptarnos a Kralefsky o a mí como sustituto de su madre.
A la hora de almorzar me los volví a llevar a casa y por la tarde intenté hacerles entrar en razón, pero sin éxito. Únicamente ingerían alimento si yo les abría el pico por la fuerza y con un dedo empujaba la comida hasta el gaznate, procedimiento que repudiaban enérgicamente, y hacían bien. Al cabo, tras haberles hecho deglutir lo necesario para mantenerlos más o menos vivos, los dejé en el porche metidos en su cestillo y fui a buscar a Hiawatha, que había mostrado una marcada preferencia por que se le sirviera la comida en el porche mejor que en la intimidad de mi habitación. La deposité en el enlosado y empecé a dispararle los saltamontes que había cazado para ella. Hiawatha brincó ávidamente, trincó el primero, lo mató y se lo tragó con precipitación casi indecorosa.
Estaba ella allí deglutiendo, con pinta de andana y angular duquesa viuda que en un baile se hubiera tragado un sorbete con copa y todo, cuando los dos bebés de arrendajo asomaron sus cabezas pitañosas por el borde del cestillo y la vieron. Al instante se pusieron a llamarla con gritos sibilantes, abierta la boca y oscilando ambas cabezas de lado a lado como si fueran dos ancianos muy ancianos asomados por encima de una cerca. Hiawatha alzó la cresta y los miró de hito en hito. Yo no esperaba que les hiciera mucho caso, porque siempre hacía oídos sordos a los otros polluelos cuando pedían comida, pero de unos saltitos se plantó más cerca del cesto y contempló a los arrendajos con interés. Yo le tiré un saltamontes, y ella lo cogió, lo mató, y acto seguido, ante mi más absoluto asombro, saltó al cestillo y zampó el insecto en las abiertas fauces de uno de los arrendajos. Ambos bebés silbaron y chillaron y aletearon de contento, y Hiawatha pareció quedarse tan sorprendida como yo de lo que había hecho. Le tiré otro saltamontes, lo mató y alimentó con él al segundo bebé. A partir de entonces di de comer a Hiawatha en mi cuarto, y luego la sacaba periódicamente al porche para que hiciera su papel de madre de los pequeños arrendajos.
Jamás mostró ningún otro sentimiento maternal hacia los polluelos: no recogía, por ejemplo, las capsulillas de excremento de sus traseros cuando los levantaba sobre el borde del nido. Esa tarea de limpieza quedaba para mí. Una vez que había alimentado a los niños y acallado así sus gritos, se despreocupaba por completo de ellos. Yo saqué la conclusión de que debía de haber algo en el timbre de su llamada que despertaba sus instintos maternales, pues, aunque hice pruebas con los otros polluelos que tenía, por más que se desgañitaran la abubilla no les hada ni caso. Poco a poco los pequeños arrendajos se dejaron alimentar por mí, y desde el momento en que dejaron de llamarla cuando la veían Hiawatha no volvió a pensar en ellos. No era sólo que no les prestara atención, era que parecía no reparar siquiera en su existencia.
Cuando se le curó el ala le quité la tablilla, y descubrí que, aunque el hueso se había soldado bien, los músculos estaban debilitados por falta de uso, y Hiawatha tendía a no emplear el ala, caminando siempre en vez de alzar el vuelo. Para obligarla a hacer ejercicio yo la sacaba al olivar y la arrojaba al aire, de modo que tuviera que usar las alas para aterrizar sana y salva. Poco a poco empezó a echar vuelos cortos a medida que las alas se le robustecían, y empezaba yo a pensar en la posibilidad de ponerla en libertad cuando encontró la muerte. Un día la había sacado al porche, y mientras yo daba de comer a mi surtido de polluelos Hiawatha voló, o mejor dicho planeó, hasta el olivar cercano para hacer prácticas de vuelo y comisquear algunas típulas de las que por entonces estaban naciendo a la vida adulta.
Yo, absorto en la tarea de alimentar a los pájaros, no le prestaba mucha atención. De pronto oí gritos de Hiawatha, roncos y desesperados. Salvé de un salto la balaustrada del porche y corrí entre los árboles, pero era demasiado tarde: un gran gato feral, tiñoso y lleno de cicatrices, sostenía en la boca el bulto inerte de la abubilla, y sus grandes ojos verdes me miraban por encima del rosado cuerpo del pájaro.
Di un grito y me abalancé hada él; el gato giró con oleosa fluidez y de un brinco se internó entre los arrayanes, sin soltar el cuerpo de Hiawatha. Yo salí en su persecución, pero en el enmarañado refugio que le ofrecían los arrayanes era imposible seguirle la pista. Furioso y afligido volví al olivar, donde todo lo que quedaba como recuerdo de Hiawatha eran unas plumas rosadas y unas cuantas gotas de sangre desperdigadas como rubíes sobre la hierba. Juré matar a aquel gato si alguna vez lo volvía a encontrar. Al margen de otros motivos, representaba una amenaza para el resto de mi colección de aves.
Pero mi luto por Hiawatha se vio abreviado por la llegada a casa de algo ligeramente más exótico que una abubilla y que daba mucho más quehacer. Larry había anunciado de sopetón que se iba a Atenas invitado por unos amigos, para hacer unos trabajos de investigación. Tras el revuelo de su partida descendió la tranquilidad sobre la villa. Leslie se pasaba la mayor parte del tiempo haciendo el tonto con una escopeta, y Margo, que en aquel momento no estaba inmersa en ningún tempestuoso lance sentimental, se había iniciado en los secretos de la escultura en jabón. Atrincherada en el desván, hacía figuras un tanto torcidas y resbalosas con un jabón amarillo de acre olor, y aparecía a las horas de comer enfundada en una bata de flores y sumida en trance artístico.
Mamá decidió aprovechar aquella calma inopinada para hacer una cosa que tenía pendiente desde hacía tiempo. El año anterior había sido excelente para la fruta, y mi madre se había pasado las horas muertas preparando diversas mermeladas y conservas, algunas según recetas indias procedentes de su abuela y que se remontaban a los inicios del siglo XIX. Todo marchó a pedir de boca, y en la fresca y espaciosa despensa relumbraban ejércitos de frascos. Pero quiso la desgracia que durante una tormenta de singular violencia que tuvimos en el invierno se abriera una gotera en el techo de la despensa, y una mañana Mamá se encontró con que se habían despegado todas las etiquetas. Ante sí tenía varios cientos de frascos cuyo contenido era difícil de identificar a menos que se abriera el recipiente. Ahora que la familia le dejaba un momento de respiro, resolvió aplicarse a tan necesaria tarea; y, como era cosa de andar probando, yo ofrecí mi colaboración. Entre los dos sacamos unos ciento cincuenta tarros de conservas a la mesa de la cocina, nos armamos de cucharas y etiquetas nuevas y estábamos a punto de dar principio a la gigantesca catadura cuando llegó Spiro.