El jardín de los dioses (9 page)

Read El jardín de los dioses Online

Authors: Gerald Durrell

Tags: #Humor, #Biografía

BOOK: El jardín de los dioses
13.26Mb size Format: txt, pdf, ePub

El macho estaba en las profundidades de su olla, apenas visible. Una de las hembras se había acomodado detrás de unas piedras, y la otra, aposentada en la arena, no hacía otra cosa que tragar.

Ocupaban el acuario además de los peces dos pequeños maidos, ambos recubiertos de algas, y uno de ellos tocado con una anemonita rosada que parecía una vistosa boina. Fue este cangrejo quien en realidad precipitó el romance de los gallerbos. Andaba deambulando por el fondo del acuario, metiéndose delicadamente en la boca pedacitos de detritos que cogía con las pinzas, como una melindrosa solterona comiendo emparedados de pepino, cuando por casualidad acertó a pasar junto a la boca del cacharro.

Inmediatamente salió el gallerbo dispuesto a la pelea, lanzando destellos de colores irisados. Abalanzose sobre el maido, y le mordió con saña una y otra vez. El cangrejo, tras unas cuantas tentativas infructuosas de apartar al pez con las pinzas, sumisamente dio media vuelta y salió por pies. El gallerbo vencedor, que resplandecía con aire virtuoso, se quedó a la puerta de la olla todo orondo.

Entonces sucedió algo muy inesperado. La hembra que estaba en la arena, y a quien había llamado la atención la lucha con el cangrejo, se acercó hasta detenerse a unos diez o doce centímetros del macho.

El al verla se puso excitadísimo, y pareció que sus colores resplandecían aún más. Y de repente la atacó.

Se arrojó sobre ella y le mordió la cabeza, a la vez que doblaba el cuerpo como un arco y le daba golpes con la cola. Yo contemplé aquel comportamiento con estupor hasta que me di cuenta de que la hembra aguantaba todo aquel vapuleo y zarandeo con absoluta pasividad, sin el menor asomo de respuesta. Lo que yo estaba presenciando no era un ataque injustificado, sino una belicosa exhibición de galanteo. Y era evidente que lo que estaba haciendo el macho a base de coletazos y mordiscos a la cabeza de la hembra era llevarla hada su casa como un perro de pastor lleva a las ovejas.

Sabiendo que si se metían en la olla los perdería de vista, corrí a mi cuarto y regresé con un instrumento que normalmente empleaba para examinar nidos de pájaros, y que consistía en una caña con un espejito sujeto en ángulo en uno de los extremos. Si había un nido de pájaros inaccesible, se podía usar el espejito a modo de periscopio y estudiar de esa forma los huevos o polluelos. En esta ocasión lo utilicé de la misma manera, pero al revés. Cuando volví ya estaban los gallerbos desapareciendo en la olla. Con suma precaución para no asustarlos, sumergí el espejo en el agua y maniobré hasta situarlo a la entrada del cacharro, y una vez que lo tuve en posición descubrí que no sólo me proporcionaba una excelente visión, sino que además la luz del sol se reflejaba en el espejo e iluminaba estupendamente el interior.

Para empezar los dos peces se pusieron muy juntos, con mucho movimiento de aletas pero poco más. Ahora que ya la tenía metida en la olla, cesaron los ataques del macho a la hembra, y parecía mirarla más benigno. Transcurridos unos diez minutos la hembra se separó de su lado y procedió a poner un racimito de huevos transparentes, que dejó adheridos a la superficie lisa del cacharro como freza de rana.

Hecho esto, se apartó y el macho fue a ocupar su posición sobre los huevos. Desdichadamente la hembra se había interpuesto entre él y yo, por lo que no llegué a ver cómo los fecundaba, pero sin duda era eso lo que estaba haciendo. Luego la hembra, dando por terminada su participación en el asunto, salió de la olla y se marchó al otro extremo del acuario, sin manifestar mayor interés por los huevos. El macho, en cambio, se pasó algún tiempo dando vueltas a su alrededor y por fin se tendió a la entrada de la olla, montando guardia.

Yo esperé con ansiedad la aparición de los gallerbitos, pero algo debió fallar en la aireación del agua, porque no salieron más que dos. Uno de aquellos bebés diminutos se lo comió su propia madre ante mis ojos horrorizados. Como no quería cargar sobre mi conciencia un doble infanticidio, y me faltaban acuarios, metí al segundo bebé en un tarro y remando bordeé la costa hasta la ensenada donde había capturado a sus padres. Allí le solté con mi bendición en el agua clara y templada ceñida de rubia retama, haciendo votos por que a su vez llegara a criar muchos retoños multicolores.

Tres días después apareció el conde. Era alto y delgado, con el cabello muy rizoso, dorado cual capullo de seda y reluciente de brillantina, bigote delicadamente rizado de tonalidad semejante y ojos un poco saltones, de un color verde pálido y desagradable. Provocó la alarma de Mamá porque se presentó acompañado de un inmenso baúl, lo que la convenció de que venía dispuesto a quedarse todo el verano; pero no tardamos en descubrir que el conde se encontraba tan atractivo que sentía la necesidad de cambiarse de ropa unas ocho veces al día para hacer justicia a su apostura. Vestía prendas de confección tan elegante, primorosamente cosidas a mano y de materiales tan exquisitos, que Margo se vio desgarrada entre la envidia de su vestuario y la repugnancia por su afeminamiento. Junto a aquella preocupación narcisista por su persona reunía el conde otras características igualmente condenables. Se rebozaba en un perfume tan denso que era casi visible, y le bastaba un segundo de permanencia en una habitación para impregnar toda la atmósfera, en tanto que los cojines en que se apoyaba y los sillones donde se sentaba apestaban después días y días. Su dominio del inglés era limitado, pero eso no le impedía perorar sobre cualquier tema con una especie de despectivo dogmatismo que nos ponía a todos en el disparador. Su filosofía, si es que tenía tal cosa, se resumía en una frase: «Esto lo hacemos mejor en Francia», que utilizaba repetidamente a propósito de lo que fuera. Y tenía un interés tan absolutamente galo por la comestibilidad de cuanto se cruzara en su camino, que habría sido perdonable tomarle por reencarnación de una cabra. Por desgracia se presentó a la hora de comer, y ya a los postres, sin proponérselo en realidad, había conseguido malquistarse con todo el mundo, perros incluidos. Bien mirado, era un verdadero
tour de forcé
conseguir irritar a cinco personas de carácter tan dispar, y al parecer sin darse cuenta, en sólo dos horas que habían transcurrido desde su llegada. En el curso del almuerzo, y cuando acababa de ingerir un suflé tenue como una nube que llevaba incrustados los cuerpos rosa pálido de gambas recién cogidas, comentó que era evidente que el cocinero de Mamá no era francés. El descubrir que el cocinero era Mamá no le azaró en absoluto; se limitó a decir que siendo así agradecería su presencia, porque él podría darle alguna instrucción en las artes culinarias. Ya con mi madre muda de ira ante semejante desfachatez, volvió su atención a Larry, a quien obsequió con la información de que los únicos escritores buenos eran los franceses. Ante la mención de Shakespeare se limitó a encogerse de hombros:
«le petit poseur
», dijo. A Leslie le comentó que verdaderamente todo el que se interesase por la caza tenía que tener instintos criminales; de todos modos, ya se sabía que en Francia se hacían las mejores escopetas, cuchillos y demás armas ofensivas. A Margo le recordó que lo propio en una mujer era cuidar su belleza para los hombres, y en particular no ser tragona ni comer demasiadas cosas que estropearan la figura. Como quiera que Margo sufría por entonces de ciertas gorduras juveniles y por lo tanto seguía un régimen severo, aquella información no fue muy bien recibida. A mis ojos se condenó por llamar a los perros «chuchos de pueblo» y compararlos desfavorablemente con su selección de retrievers. Labrador retrievers, setters y spaniels, todos de raza francesa, por supuesto. Además no le cabía en la cabeza que yo tuviera tantos animales, todos ellos incomestibles. «En Francia no se usan para nada, los matamos», afirmó.

No es de extrañar, pues, que después del almuerzo, cuando subió a su cuarto para cambiarse, toda la familia retemblara como un volcán latente. Sólo la regla de oro de Mamá de que no se podía ofender a un invitado el primer día nos contuvo. Pero era tal el estado de nuestros nervios que si alguien se hubiera puesto a silbar la
Marsellesa
le habríamos hecho trizas.

—Ya ves —dijo Mamá dirigiéndose a Larry en tono acusador—, esto es lo que pasa por permitir que un desconocido mande a otro desconocido a tu casa. ¡Este hombre es insoportable!

—Hombre…, no está tan mal —dijo Larry, intentando débilmente argumentar contra una opinión que compartía—. A mí me ha parecido que tenía razón en algunas de las cosas que ha dicho.

—¿En cuáles? —preguntó Mamá amenazadora.

—Eso, ¿en cuáles? —preguntó Margo echando chispas.

—Pues… —empezó él vagamente—, yo el suflé lo encontré
un poquito
fuerte, y Margo está empezando a ponerse un tanto esférica.

—¡Animal! —dijo Margo, y se echó a llorar.

—Bueno, ya basta, Larry —dijo Mamá. Lo que no sé es cómo vamos a aguantar durante toda una semana a este…, a este… lindo don Diego perfumado que nos has traído.

—Oye, no se te olvide que yo también tengo que aguantarle —dijo Larry irritado.

—Sí, pero es amigo
tuyo
…, o amigo de un amigo…, quiero decir, en fin, sea lo que sea, es cosa
tuya
—dijo Mamá—, y es a ti a quien corresponde librarnos de él en la medida de lo posible.

—Si no en seguida le mando yo a hacer puñetas —dijo Leslie—, a ese tío gilip…

—Leslie, ya basta —dijo Mamá.

—Pues lo es —dijo él emperrado.

—Ya sé que lo es, hijo, pero no tienes por qué decirlo —explicó Mamá.

—De acuerdo, lo intentaré —dijo Larry—, pero no me eches la culpa si se mete en la cocina a darte lecciones.

—Te lo advierto —dijo Mamá amotinada—: si ese hombre pone el pie en la cocina, yo me marcho…, me voy…, me voy y…

—¿Te encierras en una ermita? —sugirió Larry.

—No, me voy a vivir a un hotel hasta que se haya ido —dijo Mamá, profiriendo su amenaza predilecta—. Y esta vez lo digo
en serio
.

En honor a la verdad hay que decir que durante los días siguientes Larry peleó como un hombre con el conde Rossignol. Le llevó a la biblioteca y al museo de la dudad, le enseñó el palacio de verano del káiser y toda su repulsiva estatuaria; hasta le subió a la cumbre más alta de Corfú, la del monte Pantocrator, para que disfrutara del panorama. El conde comparó desfavorablemente la biblioteca con la Bibliothèque Nationale, dijo que el museo no era nada al lado del Louvre, señaló que en cuanto a tamaño, diseño y mobiliario el palacio del káiser valía menos que la casita que él le daba a su primer jardinero, y finalmente observó que la vista que había desde el Pantokrator no admitía comparación con
cualquiera
de las vistas que había desde
cualquier
altura de Francia.

—¡Este hombre es insufrible! —exclamó Larry restaurándose con coñac en la habitación de Mamá, en donde nos habíamos refugiado todos huyendo de la compañía del conde—. Está obseso con Francia; no comprendo por qué salió de allí. ¡Hasta sostiene que su servicio telefónico es el mejor del mundo! Y demuestra tal
carencia
de sentido del humor, que cualquiera diría que es sueco.

—No te agobies, hijo —dijo Mamá—. Ya queda poco.

—No estoy seguro de poder resistir hasta el final —dijo Larry—. Hasta ahora lo único que no han inventado en Francia es Dios.

—Ah, pero es muy probable que en Francia crean en él mejor —apuntó Leslie.

—¿No os parece que sería maravilloso si le pudiéramos hacer alguna judiada? —dijo Margo pensativa—. Algo que fuera verdaderamente horrible.

—No, Margo —dijo Mamá con firmeza—, nunca le hemos hecho ninguna faena a un invitado, como no fuera en broma o sin querer, y no vamos a empezar a estas alturas. No nos queda más remedio que soportarle: al fin y al cabo, ya sólo será por pocos días. En seguida pasará.

—¡Cielo santo! —exclamó Larry de repente—. Me acabo de acordar. ¡El lunes es el puñetero bautizo!

—Me gustaría que no fuerais tan malhablados —dijo Mamá—. ¿Y eso qué tiene que ver?

—¿Te imaginas llevarle
a un bautizo
? —preguntó Larry—. No puede ser, tendrá que irse a alguna parte él solo.

—Yo creo que no debemos permitir que ande solo por ahí —dijo Mamá, como si estuviera hablando de un animal peligroso—. Quiero decir que podría encontrarse con algún amigo nuestro.

Todos nos sentamos a meditar sobre el problema.

—¿Por qué no se lo lleva Gerry a algún sitio? —dijo de pronto Leslie—. Al fin y al cabo, no le apetecerá venir a una cosa tan aburrida.

—¡Has tenido una idea luminosa! —dijo Mamá entusiasmada—. ¡Justo lo que necesitábamos!

Inmediatamente todos mis instintos de conservación acudieron a la brecha. Dije que

quería ir al bautizo, me
hacía
mucha ilusión ir, sería la única ocasión que iba a tener de ver a Larry haciendo de padrino, y se le podía caer el niño o pasarle alguna cosa así y yo no quería perdérmelo: y además al conde no le gustaban las culebras ni las tortugas ni los pájaros ni nada, así que ¿qué iba a hacer yo con él? Hubo un silencio mientras la familia, como un jurado, ponderaba la fuerza de mis argumentos.

—Ya está, te lo llevas en el bote —sugirió Margo muy ingeniosa.

—¡Excelente! —dijo Larry—. Seguro que entre sus efectos de atavío personal tiene un jipijapa y una chaqueta de rayas. A lo mejor alguien nos presta un banjo.

—Es muy buena idea —dijo Mamá—. A fin de cuentas será sólo por un par de horas, querido. No me digas que te molesta.

Declaré sin ambages que me molestaba muchísimo.

—A ver qué te parece esto —dijo Leslie—. El lunes hacen una redada de peces en el lago. Si yo le digo al chico que lo dirige que te deje ir, ¿te llevarás al conde?

Vacilé, porque hacía mucho tiempo que tenía ganas de ver una de aquellas redadas. Sabía que la tarde con el conde no me la quitaba nadie, de modo que la cuestión se reducía sencillamente a ver qué provecho obtenía a cambio.

—Y podemos hablar de esa vitrina que quieres para las mariposas —dijo Mamá.

—Y Margo y yo te daremos dinero para libros —dijo Larry, contando generosamente con la participación de Margo en el soborno.

—Y yo te daré esa navaja que querías —dijo Leslie.

Accedí. Si tenía que soportar al conde durante toda una tarde, por lo menos iba a ser bastante bien recompensado. Aquella noche, durante la cena, Mamá explicó la situación y se extendió en alabanzas tan pormenorizadas de la pesca mediante redada que cualquiera que la oyera habría creído que era invento suyo.

Other books

Sweet Awakening by Marjorie Farrell
Crimes Against My Brother by David Adams Richards
The Apocalypse Watch by Robert Ludlum
Save the Date by Susan Hatler
Blind Dating: by Taylor, Kerry
Anochecer by Isaac Asimov
Orphans of Wonderland by Greg F. Gifune
. . . And His Lovely Wife by Connie Schultz