Read El jardín de las hadas sin sueño Online
Authors: Esther Sanz
Tags: #Infantil y Juvenil, Romántica
—Es una historia muy larga.
—Nos vendrá bien escucharla… para no pensar en otras cosas —insistí.
—¿Dónde nos habíamos quedado?
Robin tomó la palabra:
—Hablabais de una sociedad perfecta de inmortales, con principios elevados y espíritu noble, que convivían en armonía y educaban a sus hijos como dioses —resumió citando incluso literalmente palabras de Bosco.
—jPero si estabas dormido! —exclamé sorprendida—. ¡Y hasta roncabas!
—La mente de un científico nunca duerme —fanfarroneó. Después de un silencio, la voz de Bosco retomó la narración de aquella historia fabulosa en el punto donde lo había dejado:
—La Aldea de los Inmortales fue una civilización que habitó en estos bosques hace más de cuatrocientos años. Vivían armoniosamente en una sociedad sin conflictos. Eran muy sabios y desarrollaron inventos imposibles para la época, como la cámara fotográfica…
—¿Existen fotos de ellos? —le interrumpí emocionada.
—Nunca he visto ninguna, pero Rodrigoalbar me aseguró que sí. Era gente muy avanzada para su época.
—No tanto —intervino Robin—. Leonardo Da Vinci ya inventó la cámara oscura un siglo atrás…
—En cualquier caso —continuó Bosco frunciendo el ceño—, era una civilización que vivía tranquila en las montañas… Hasta que un día llegó al bosque una joven mortal llamada Helena. Huía de su pueblo, tras haber sido arrasado por la peste, cuando se cruzó en su camino
Dante, un chico eterno. Este se enamoró de ella al instante y la llevó a la aldea con la intención de hacerla inmortal.
—Y ella enloqueció de amor ante un ser tan maravilloso… —murmuró Robin con fastidio.
—Al principio sí, pero después de unos meses se enamoró de otro hombre: Jonás. Y Dante, con el corazón roto, decidió abandonar la aldea. No soportaba la idea de verlos juntos durante toda la eternidad.
—¿Y qué ocurrió después? —pregunté deseosa de saber el desenlace de aquel triángulo amoroso.
—El consejo de la aldea se negó a hacerla inmortal. Después de un siglo de convivencia pacífica, y casi medio centenar de habitantes, habían decidido no convertir a nadie más ni tener más descendencia. ..
—Pobre Helena… Si eran cincuenta, ¡no les iba de una más! —protesté indignada.
—Es posible… pero habían tomado esa decisión antes de que ella llegara y las leyes eran inamovibles. Era su forma de preservar la paz.
—Un forma estúpida e inflexible para ser gente tan evolucionada —se mofó Robin—. Seguro que había algún motivo más.
—¿Lo había? —pregunté.
—En realidad sí. El consejo consideró que Helena no era un ser puro. Al enamorarse de dos hombres generó un conflicto: enfrentó a las familias de ambos muchachos y provocó que uno de ellos se marchara de la aldea.
—Pero no fue culpa suya…
—Yo no la juzgo, Clara. Solo explico las cosas como me las contó Rodrígoalbar.
Después de un silencio, Bosco continuó:
—Jonás se tomó muy mal aquella decisión que le condenaba a ver envejecer y morir a su esposa, en una civilización perfecta de gente siempre joven y eterna. Les suplicó que lo reconsideraran una y otra vez, pero no cambiaron de parecer…
—¿Y no se le ocurrió robar la semilla y hacerla inmortal él mismo?
—No podía. Solo el consejo tenía acceso al lugar donde reposaba la simiente y conocía el proceso alquímico para lograrlo.
Aquel proceso al que se refería no era otro que la apiterapia. Sonreí al darme cuenta de que Bosco evitaba así contarle a Robin cómo destilaban el elixir de la eterna juventud.
—¿Y qué hizo?
—Buscó a Dante con el pretexto de pedirle disculpas. Pero, tras encontrarlo en el bosque, le ató a un árbol y le explicó su propósito: acabar con la aldea. «Si mi amor no puede ser inmortal, esta sociedad tampoco», le dijo. Acto seguido, prendió fuego al poblado mientras todos dormían, y se encerró en casa con Helena a aguardar su propia muerte. Con Dante inmovilizado, se aseguraba que nadie les salvara de aquel destino.
Robin y yo le miramos extrañados. Un incendio nos parecía poca cosa para acabar con medio centenar de inmortales.
—Había rociado pólvora por toda la aldea… Se produjo una gran explosión que hizo que los cuerpos se desmembraran. Ni siquiera ellos pudieron sobrevivir a algo así.
El bosque enmudeció durante unos segundos. No se me ocurría peor final para un cuento con un inicio tan idílico.
—El pobre Dante vio las llamas desde el bosque, sin poder evitar la tragedia, imaginando el sufrimiento de su gente.
—No tiene mucho sentido que Jonás le dejara vivo. ¿Por qué lo hizo?
—A él le reservó el peor de los castigos: ser testigo de aquella tragedia y vivir eternamente con esa pena —respondió Bosco—. Jonás quería que alguien recordara para siempre aquella triste historia…
—No creo que fuera por eso —intervino Robin pensativo—. Yo creo que temía que, si le mataba, su alma les acompañara al más allá y pudiera enamorar de nuevo a Helena. Después de lo que había hecho, ¿cómo iba ella a perdonarle en la otra vida?
Aquella reflexión me sorprendió mucho viniendo de alguien que me había confesado, semanas atrás, que la vida después de la muerte le parecía un simple cuento religioso.
La sonrisa socarrona de sus labios no me dejó adivinar si bromeaba o creía de verdad en lo que había dicho.
—El caso es que Dante estuvo así tres días —continuó Bosco—, atado a un tronco, sin ánimos siquiera para intentar soltarse… Hasta que, alertado por las llamas, llegó Rodrigoalbar. Destrozado, el viejo de barbas blancas se culpó por lo sucedido y se juró a sí mismo que jamás volvería a convertir a nadie.
—Por eso no te hizo inmortal a ti… —reflexioné—. Y te salvó de enfermedad dándote dos vidas en una.
—Él no quería que la historia se repitiera.
—¿Y Dante? —preguntó Robin—. ¿Qué pasó con él?
—Mi antepasado le recomendó que escribiera todo lo que había pasado en la Aldea de los Inmortales para limpiar su alma y dejar testimonio de lo que había sido aquella civilización. Durante años no cesó de escribir… Explicó las reglas de aquella sociedad, las costumbres, las plantas que cultivaban, sus rituales chamánicos. Todo. Pero lo hizo en un lenguaje codificado para proteger el secreto.
Dante intercaló unas páginas explicando en latín la manera de descifrarlo y una descripción de las propiedades de la flor eterna… Pero las arrancó y se las dio a Rodrigoalbar.
—¡
El Manuscrito Voynich
! —exclamé emocionada.
—Entonces era simplemente
El diario de Dante
—explicó Bosco.
—Voynich es el apellido del anticuario que lo encontró en 1912 en una biblioteca jesuíta cerca de Roma —apostilló Robin—. Pero ahora se encuentra en la Biblioteca Beinecke de libros raros de la Universidad de Yale.
Hice un cálculo mental de los años que habían transcurrido entre que Dante lo escribiera y Voynich lo encontrara, y me pregunté cómo demonios habría ido a parar a Italia antes de aterrizar en Estados Unidos.
—La Organización encontró esas páginas que te he explicado antes —continuó Robin— El asesino de Rodrigoalbar se las robó cuando dio con él en el bosque. En ellas se explicaba también la existencia la semilla que la sociedad secreta custodiaba.
Tras escuchar aquellas palabras caí en algo que no había pensado hasta ese momento:
—Si en la Aldea de los Inmortales había una semilla y Rodrigoalbar tenía otra, ¡existen dos semillas!
Aunque estábamos solos en el monte, Bosco hizo un gesto para que bajara la voz.
R
obin y yo le miramos con expectación, esperando una respuesta. ¿Existían realmente dos semillas?
Rodrigoalbar había custodiado una simiente durante toda su vida y le había pasado el testigo a Bosco a su muerte… Pero ¿qué había pasado con la semilla de la discordia? ¿Aquella que protegía la aldea y que había desencadenado una matanza?
—Ni siquiera Rodrigoalbar sabía dónde la ocultaban —repuso Bosco algo molesto—. Ya os he dicho que era algo reservado al consejo.
Y es probable que se consumiera en el incendio… Yo solo conozco una semilla.
—Y por suerte, la Organización también —añadió Robin—. Resulta sorprendente que, persiguiendo la semilla del
Manuscrito Voynich
, dieran con la pista de la de Rodrigoalbar.
—Es cierto —reconocí dirigiéndome a Bosco—. Y que, para más inri, tú has escondido bajo las mismas ruinas donde posiblemente aún descansa la otra simiente.
En aquel momento empezó a vislumbrarse un claro al fondo. Estábamos llegando a la pradera que había mencionado Bosco. Me invadió un entusiasmo que rápidamente se convirtió en impaciencia.
El brillo anaranjado del sol poniente anunció la luz al final del bosque sombrío. Apreté el paso, mi excitación crecía conforme avanzaba hada la Aldea de los Inmortales.
Un bello prado apareció ante nuestros ojos. Los restos de una civilización antigua se extendían, a modo de pequeñas casas en ruinas, sobre la mullida hierba cubierta de flores silvestres.
Por suerte, nadie nos esperaba en aquel pequeño valle circular rodeado de altas montañas. El sol se había escondido tras ellas, pero la tenue claridad del atardecer nos mostró el vestigio de una aldea que había sido arrasada por las llamas y olvidada por el tiempo.
No había ninguna construcción en pie, pero algunas casas mantenían sus paredes de adoquín gris casi intactas e incluso parte del techo abovedado.
Por su enclave supuse que muy pocas personas habían pisado aquel lugar desde hacía siglos. Me sentí especial por ello, y al mismo tiempo triste, por la historia que se escondía tras esas montañas.
El viento soplaba con suavidad en aquel valle fantasma. Mientras caminábamos entre las ruinas, siguiendo los pasos de Bosco, me sentí como la reina Odelia de
El bosque de los corazones dormidos
. Aquella aldea también era un cementerio, solo que, a diferencia del cuento, los difuntos de aquel lugar habían tenido más tiempo para acumular momentos felices.
Bosco nos condujo a un extremo de la aldea, a una casita que mantenía su estructura. Era la más pequeña de las que había visto mientras cruzábamos el poblado, pero también era la única que conservaba casi todo el techo. Un pequeño pilón de piedra me hizo pensar que tal vez había sido un pesebre para el ganado.
Quedaos aquí y no os mováis hasta que regrese —nos dijo descolgándose la mochila y dejándola en el suelo—. Tenéis comida y una manta. Volveré tan pronto como pueda.
No me hizo falta preguntarle nada. Sabía que iba a rescatar la semilla antes de que fuera demasiado tarde, y que necesitaba hacerlo solo.
No quería que Robin estuviera a su lado cuando la recuperara de su escondite. Y yo era la única persona que podía vigilarlo para que no fuera tras él. Al contrario de lo que hubiera imaginado, Robin se mostró encantado con la idea de no acompañar a Bosco. Yo, en cambio, sufría por lo que pudiera pasarle. ¿Y si le estaban esperando allí y lo capturaban?
Antes de que desapareciera, corrí a sus brazos y me aferré a su pecho. No quería separarme de él.
Bosco me retiró con delicadeza y me miró a los ojos antes de besarme. Respondí a su beso de una forma tan intensa y apasionada que durante unos segundos me olvidé de que no estábamos solos. No podía pensar en nada más que no fueran sus labios moviéndose con pasión sobre los míos.
Y mi universo se detuvo.
Cuando se puso de nuevo en movimiento, Bosco se había ido.
Aturdida, me senté en un rincón, me abracé las piernas y hundí la cabeza entre las rodillas durante un buen rato. Estuve así hasta que noté la pierna de Robin junto a la mía.
—¿Quieres jugar?
Lo miré extrañada justo antes de bajar la mirada al suelo y ver una hoja de papel con unos triángulos dibujados como en el backgammon.
En la mano tenía varias bolitas también de papel, con nuestras iniciales escritas, a modo de improvisadas fichas.
—He encontrado papel y lápiz en un bolsillo —dijo señalando la mochila de Bosco.
—¿Y el dado?
—Siempre llevo uno conmigo —respondió sacando uno rojo del bolsillo—. Es una especie de amuleto.
La luna y todas las estrellas brillaban tras un gran agujero en el techo de piedra, iluminando el tablero con una débil luz plateada.
Sonreí ante su ocurrencia y asentí con la cabeza antes de decirle:
—Ya sabes que no me gusta perder…
—Ya sabes que a mí tampoco.
Mientras pensaba en la estrategia y movía mis fichas, conseguí relajarme un poco y olvidarme de la semilla. Tener la mente ocupada me ayudaba a controlar el miedo. En aquel instante, la vida de muchas personas a las que quería —Berta, James, Emma y el propio Bosco— pendía de un hilo. Pero si de verdad quería ayudarles, no podía permitirme estar asustada.
Jugamos varias partidas y todas las ganó Robin.
Aquello me hizo pensar en la ocasión anterior que yo había vencido. Había sido la noche del jardín.
—¿No te sientes extraño? —le pregunté—. Quizá ahí fuera se esté librando una batalla, y tú y yo estamos jugando al backgammon como si el mundo no fuera con nosotros.
—Mi mundo está en ruinas, Clara. Como esta aldea… Mi madre ha intentado, matarme y mi padre lo hará en cuanto sepa que le he traicionado… No tengo fuerzas para más batallas. Las he perdido todas.
Su tristeza caló en mi alma. La muerte de su hermana había derrumbado los cimientos de su extraña familia. Yo también me había sentido así no hacía mucho, sin ningún familiar que me enraizara a la vida.
—Acabas de ganarme diez veces seguidas al backgammon —dije con voz dulce—. Eres cualquier cosa menos un perdedor.
Me miró un instante en silencio antes de esbozar una sonrisa.
Me estremecí.
El viento helado de las montañas empezó a colarse por las ventanas descubiertas y por el boquete del tejado. Sentí el frío abriéndose paso en mi piel hasta calarme en los huesos. La temperatura primaveral de la mañana se había vuelto glacial al caer la noche.
Robin sacó la manta y propuso echarnos un rato juntos. Acepté algo cohibida. Estaba tan cansada que esperaba dormirme nada más cerrar los ojos. Me apoyé en su pecho y dejé que me rodeara con su brazo, pero aun así no podía dejar de temblar. Sentía el suelo frío y tenía las manos y la nariz heladas.
—Date la vuelta —me pidió en un susurro.
Giré sobre mí misma y dejé que me abrazara. Al momento, sentí la agradable presión de su cuerpo envolviéndome por detrás como un manto de piel.