Read El jardín de las hadas sin sueño Online
Authors: Esther Sanz
Tags: #Infantil y Juvenil, Romántica
—¿Qué clase de pájaro canta de noche? —pregunté sorprendida.
—El mirlo.
Intenté en vano localizarlo.
—No te esfuerces. Suele esconderse en las copas más altas de los árboles. Además, es tan negro que es imposible dar con él en la oscuridad. Cantan porque quieren aparearse.
—Tú y yo parecemos mirlos.
Arqueó una ceja.
—Por la ropa negra… —añadí antes de notar un rubor intenso en las mejillas—. No por… Bueno, también por eso… pero…
Soltó una carcajada.
Su risa alegre y despreocupada me sorprendió incluso más que el canto nocturno de aquel pájaro. Era la primera vez que le oía reír. Era un gorjeo musical y contagioso. Nuestras miradas se encontraron y también reí. Reímos juntos hasta notar cómo la tensión se aflojaba. Por un instante me olvidé de mi plan y de mi intención de escapar de las garras de aquel chico.
—Una antigua leyenda inglesa dice que los mirlos eran hadas de jardín que no querían dormir. Se pasaban la noche de juerga, danzando, cantando y jugando al escondite entre las flores y los árboles. De día estaban tan cansadas que descuidaban su labor al cuidado de las plantas. Muy enfadada, la reina de las hadas castigó a las hadas sin sueño convirtiéndolas en pájaros negros.
—Por eso sus trinos son tan hermosos —reflexioné.
—A mí también me lo parece. El canto de los mirlos es de los más bellos. ¿Conoces la fábula del mirlo y el rey que comía cerezas? —me preguntó mientras llenaba las tazas de té.
—No… pero me encantaría escucharla.
Me la aprendí de memoria cuando tenía trece años.
—¿Tanto te gustó?
—Fue un ejercicio de retentiva que me impusieron para medir mí memoria…
—Y aún lo recuerdas.
—No he olvidado ni una coma. —Sonrió y me miró un instante en silencio antes de iniciar su relato.
Hace mucho tiempo vivía un rey cuyo palacio estaba rodeado de un hermoso jardín. Aquel vergel de flores aromáticas y esplendorosos árboles frutales era la envidia de todos los reinos vecinos.
El monarca amaba la soledad. Y nada le complacía más que retirarse allí a descansar. Cada anochecer, cumplidos todos sus deberes en la corte, sacaba su trono al jardín y gozaba de los regalos de su paraíso particular.
Aquejado de insomnio, el trino nocturno de los mirlos, la música de las fuentes cantarínas y la fragancia de las rosas y las azucenas mecían su espíritu hasta adormecerle.
Solo así llegaba el sueño.
Pero había algo que el rey amaba por encima de los sonidos o los aromas de su jardín: las cerezas.
Llegó el buen tiempo y las flores de los cerezos alumbraron las frutas más perfectas que se pueda imaginar. Eran hermosas, redondas y jugosas. De un rojo tan oscuro y brillante que ni las rosas más osadas se atrevían a competir con ellas.
El rey gozaba de ser él mismo quien cogiera del árbol con sus manos tan preciado manjar. Y nadie que no fuera él se atrevía a profanarlos. .. Excepto unos mirlos, que, como el monarca, seleccionaban las más bonitas y las picoteaban sin piedad.
Harto el rey de que sus mejores cerezas siempre estuvieran picadas, llamó a uno de sus siervos para que espantara a los pájaros, que de día se comían sus cerezas y de noche se mofaban de él con sus bellos cantos.
Un centenar de tamborileros fueron convocados con tal fin. Y así fue como, después de tres días de estruendo, los pájaros se rindieron y volaron hacia lugares más tranquilos.
Expulsados los mirlos, aquella noche el rey pudo por fin escoger las picotas más bonitas de su jardín. Se sentó en su trono con un buen puñado y se dispuso a saborearlas…
Comió una, dos, diez… en silencio. Pero pronto descubrió que el sabor de las cerezas ya no era el mismo.
Muy enojado, llamó al jardinero jefe para pedirle explicaciones sobre la falta de dulzura de las cerezas. Este, que era anciano y sabio, le respondió sin ambages: «Es porque su excelencia ha expulsado a sus alegres compañeros de mesa que el manjar ha dejado de ser tan sabroso. La melodía de los mirlos era lo que daba felicidad al acto de comer cerezas, mi soberano. Hay cosas que no vemos, pero que dejan un gran vacío cuando las hemos perdido».
Robin enmudeció y permanecimos un rato en silencio, escuchando el canto de unos mirlos empeñados en poner música a nuestro extraño momento.
M
e acerqué a él con la intención de besarle, pero nuestras frentes chocaron torpemente. Sonrió con timidez. Me disculpé. Se disculpó.
Sonreímos y bajamos la mirada a la vez. Tomó mi mano y noté cómo se estremecía. Estaba nervioso.
Yo también lo estaba. Me preocupaba lo que podría ocurrir entre nosotros antes de que se me presentara la oportunidad de escapar.
¿Sería capaz de llegar hasta el final?
Pero ¿y él? ¿Por qué actuaba como un niño asustado? Hasta ese momento se había comportado con firmeza y seguridad. ¿Acaso le intimidaba estar a solas con una chica? Sus ojos grises tenían un brillo especial, pero pensé que el ligero temblor se debía a otra causa.
—¿Tienes frío?
—No. ¿Y tú?
Negué con la cabeza.
—¿Oyes el canto de las cigarras?
—Sí.
—Solo cantan por encima de los trece grados. Pero si quieres saber la temperatura exacta tienes que contar el número de chirridos que…
Silencié sus labios con los míos.
—No más clases de biología por hoy, chico listo —susurré a dos milímetros de su boca.
—Como desees.
Aquella frase me remitió a un cuento que había visto de niña y que me encantaba: «La princesa prometida». Era lo que pronunciaba el joven sirviente cada vez que su dueña le ordenaba algo. Me gustaba el momento en que la protagonista descubría que aquellas dos palabras significaban en realidad «te quiero».
Me separé para observarle con un poco de distancia.
La luna había alcanzado su punto más alto e iluminaba su rostro. Su tez blanca lucía un leve rubor en las mejillas. Los rasgos de chico duro, con el pelo a lo militar, la mandíbula cuadrada y la nariz recta, me parecieron inofensivos con ese repentino halo de timidez. Tenía los párpados entornados y los labios entreabiertos esperando pacientes a que los míos aterrizaran de nuevo en ellos.
El maullido de un gato me desconcentró un momento. Pensé que era otro ser nocturno, otra alma sin sueño. Era negro y se deslizaba con agilidad por las ramas de un imponente roble, que se erguía a pocos pasos del cenador y cuyos brazos retorcidos se extendían por encima del muro. El minino maulló y pegó un brinco hacia el otro lado del jardín.
Una idea relampagueó en mi mente. Con la verja cerrada, aquel roble era la única oportunidad para escapar. Solo tenía que despistar a Robin un instante e imitar al minino. Si lograba encaramarme a las ramas más altas, como un mirlo, podría saltar al exterior. Pero ¿cómo burlar a mi captor?
—¿Sabías que besarse bajo un roble trae suerte? —improvisé tomando su mano y arrastrándole hasta el árbol.
Robin apoyó su espalda contra el tronco y me acercó con suavidad. Rodeó mi cintura con sus brazos y me dijo:
—No puedo imaginar mejor suerte que esta. Pero no perdemos nada por probar.
Me besó, y yo respondí a su beso. Esta vez no me sorprendió la delicadeza con la que sus labios se movían sobre los míos. Conocía esa sensación dulce y controlada. Y también la forma en la que su lengua buscaba la mía con suavidad y templanza. Era agradable y excitante al mismo tiempo… Pero tenía que conseguir que perdiera la cabeza, que se dejara ir hasta olvidarse de lo más importante: que yo era su prisionera. Solo así conseguiría que se relajara lo suficiente como para intentar escapar.
No era ninguna experta en esas artes. Mi única experiencia había sido con Bosco y, para ser honesta, el mérito de que todo fuera placentero a su lado no era mío. Dejarse amar por el ser más maravilloso del planeta no requería mucho esfuerzo ni tenía mérito alguno.
Sus besos y caricias eran sencillamente perfectos.
Acordarme de él me ayudó a prender un poco más la mecha. Cerré los ojos y visualicé sus cabellos rubios, sus ojos azules, su piel dorada… Pensar que era a mi ángel a quien besaba requería un importante ejercicio de imaginación. Pero, poco a poco, los besos se volvieron más ardientes. El deseo de Robin se fue despertando. Notaba su pulso acelerado, su respiración agitada, los labios ardiendo…
Nuestras miradas se encontraron y sus ojos me trajeron de nuevo al presente. No eran como los de Bosco, tan cristalinos y brillantes como un cielo de verano. Grises y oscuros como un firmamento encapotado, los ojos de Robin anunciaban tormenta. Sin embargo, también había un fulgor extraño en ellos.
Me perdí un instante tratando de descifrarlo… Una evidencia me sacudió por dentro: era un destello de amor. Aquel descubrimiento me bloqueó. Miré al suelo confundida.
La frase de mi abuela resonó de nuevo en mi cabeza: «Cuando haces algo que el otro no espera, lo desarmas por completo…». ¿Cómo podía un zorro enamorarse de su presa? No tenía dudas de que yo le gustaba; en eso consistía precisamente mi plan de seducción, pero aquello era muy distinto. Que me quisiera era algo que no esperaba que pudiera suceder…
—¿Qué ocurre? —Alzó mi mentón para que le mirase a los ojos.
Aquel destello iluminó mi corazón. Traté de recobrar la cordura recordándome quién era ese chico: Robin, el hombre de negro que me había secuestrado y que estaba dispuesto a entregarme a la Organización.
Pero por más que mi sentido común lo desmintiera, mi intuición lo confirmaba: Robin me amaba. Como las visiones o los avisos de peligro, aquella certeza me noqueó unos segundos.
—Será mejor que lo dejemos… —dijo preocupado, apartándome con suavidad.
—No, no… Estoy bien —sonreí turbada.
Me puse de puntillas y rodeé su cuello con los brazos para besarle. Puse toda mi alma en aquel beso.
Complacido, Robin me estrechó aún más contra su cuerpo. Sentía su pecho duro como el acero, sus latidos y una excitación creciente bajo su abdomen.
Colé mis manos por debajo de su camiseta y le acaricié las cicatrices de la espalda. Noté cómo su piel se erizaba y su boca se volvía más exigente. Nuestras lenguas se entrelazaron en un baile salvaje. Presioné mi cuerpo contra él incitándole a más…
Robin se separó un momento y buscó la cremallera de mi vestido.
—¿Puedo?
Me sorprendió que me pidiera permiso, pero aún más que no acertara a bajarla. El cierre se atascó a mitad de camino y yo misma acabé el trabajo.
La prenda cayó a mis pies. Robin me contempló un instante en ropa interior.
—Pareces un hada de jardín.
La luna iluminó su sonrisa un momento antes de que él también se despojara de su camiseta.
Nos abrazamos, y un estremecimiento de placer me sorprendió al sentir el contacto de su piel, cálida y suave. Mis manos trazaron un recorrido por su espalda mientras las suyas iniciaban un descenso hacia mis caderas.
Un gemido escapó de sus labios y pensé que había llegado el momento de actuar. Su piropo me había dado una idea para huir de allí…
¿Funcionaría?
—En realidad, lo soy —contesté separándome de su pecho con las dos manos—. Y quiero jugar…
—Ah, ¿sí? —sonrió con picardía—. ¿Ya qué quieres jugar?
—Al escondite. ¿No es a eso a lo que juegan las hadas?
La sonrisa de Robin se desvaneció. Sin duda, se estaba preguntando si era una estrategia para escapar.
—Si quieres tenerme, tendrás que encontrarme… —Le guiñé un ojo traviesa.
Una leve sonrisa curvó sus labios, pero sus ojos mostraron recelo.
—¡Es solo un juego, chico listo! He oído cómo cerrabas la verja. Además, estos muros son altísimos… ¡No podría saltarlos ni aunque quisiera!
Los observó un momento tratando de calibrar mis posibilidades.
—Vamos, ¿a qué tienes miedo? Será divertido… —insistí.
—Descálzate.
La hiedra que cubría las paredes estaba repleta de rosales con espinas, así que era su forma de asegurarse de que no treparía por ellos.
—Solo si tú también lo haces —le reté.
Nos quitamos los zapatos entre risas.
Robin era un chico acostumbrado a los desafíos y a los juegos de ingenio. Le gustaba ganar. Cuando jugábamos al backgammon, no movía ficha sin tener clara una estrategia. Y su expresión se contrariaba cada vez que la suerte me favorecía. Jugar al escondite en aquel recinto cerrado era un reto controlado con el que podría lucirse. Encontrarme con luna llena tras algún matorral o árbol frutal no parecía una tarea muy complicada.
Tomé su mano y le arrastré de nuevo hasta el centro del cenador.
—Contaré hasta diez…
Antes de iniciar el juego, hice lo contrario de lo que se hubiera esperado de alguien que pretende huir: me quité el sujetador muy lentamente y lo lancé a sus pies. La desnudez me hacía más vulnerable, pero así era precisamente como quería que me viera. Quería despejar cualquier duda sobre mis intenciones reales, avivar su deseo y ganar su confianza.
—Eres un hada muy traviesa. —Me extendió el fular para que le vendara los ojos.
—No sabes cuánto…
Apreté bien el nudo y me dirigí al roble al tiempo que él empezaba a contar:
—Uno, dos; tres…
Me agarré a una rama baja y me impulsé hacia arriba. Como un gato sigiloso, me deslicé por ella hasta alcanzar otra más alta. Era fina, pero aun así resistió mi peso sin rechistar. Recé para que no se partiera.
—Cuatro, cinco, seis…
Salté a otra rama, y luego a otra. De manera que, en pocos movimientos y con una rapidez felina, había ascendido varios metros. Estaba tan cerca de conseguirlo…
—Siete, ocho…
El crujido de una rama alertó a Robin.
Mi corazón se aceleró.
—¿Qué diablos estás haciendo?
Su mirada se posó en el roble un instante antes de precipitarse hacia él. Intentó trepar, pero las ramas bajas no aguantaron su peso y cayó de bruces contra el suelo.
Yo no me giré ni bajé la vista. Solo trepé y trepé hasta alcanzar, como un mirlo, las ramas más altas. Después me encaramé al muro y salté al exterior.
Eché a correr con todas mis fuerzas.
Oí cómo gritaba mi nombre y cómo su voz se fue perdiendo a medida que me alejaba del jardín.
C
orrí sin mirar atrás. Mi desesperación por alejarme de aquel jardín y de Robin hizo que casi no notara cómo las piedras se clavaban en mis pies desnudos abriendo pequeñas heridas.