El jardín de las hadas sin sueño (19 page)

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Authors: Esther Sanz

Tags: #Infantil y Juvenil, Romántica

BOOK: El jardín de las hadas sin sueño
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—Pues aquí estoy —le dije para tranquilizarla—. Yo creo que es por la miel centenaria de la cueva. Bosco nos dijo que podrían agudizarse nuestros sentidos, ¿recuerdas?

—Sí. También recuerdo que me quedé frita después de probarla. ¿Qué te ocurrió a ti?

Suspiré al evocar aquellas sensaciones.

—No sé cómo explicártelo. Podía ver y sentir cosas que normalmente no puedo. Los colores, las texturas… Todo era increíble. Maravilloso.

Me estremecí al recordar todo aquello y lo que había ocurrido después junto a la cripta de la semilla, en aquella piscinita natural de agua termal. Había hecho el amor con Bosco y había sido la experiencia más alucinante de mi vida.

—Yo tuve un sueño. Pero no lo había recordado hasta ahora.

—¿Qué soñaste?

—No se trata de qué, sino con quién —dijo Berta con voz misteriosa.

—Explícate.

—Soñé con James.

—Pero eso es imposible, no os conocíais… —Me pareció increíble que yo pronunciara esa palabra. « ¿Imposible?» A esas alturas, aquel término debía estar desterrado de mi vocabulario.

—Creo que voy a ir al baño a mojarme la cara. No me encuentro muy bien —dijo Berta con el rostro pálido como la cera.

—¿Quieres que te acompañe?

—No te preocupes, vuelvo enseguida. —Me tocó el brazo antes de desaparecer hacia los lavabos.

A la luz de la lámpara, la cara de Berta me había parecido la de un fantasma. Pero aquello no fue lo que más me impresionó. Su mano había dejado un rastro frío en mi brazo. ¡Estaba helada!

Aunque acababa de decirme que aquello era un signo de mal presagio, lo que ocurrió a continuación me pilló completamente desprevenida. Pensé que aquel aviso estaba relacionado con su sueño. Es decir, con James. ¿Significaba aquello que nuestro amigo estaba en peligro? O peor aún, ¿que él era el peligro?

No era justo que desconfiara después de todo lo que había hecho por mí. Si estaba allí era gracias a él. Pero… ¿y Emma? Me entristecí al acordarme de mi amiga gótica. Había colaborado con Robin entregándole aquel sobre y quién sabe si también en mi secuestro. Pero ¿qué habría ocurrido para que ella y Miles hubieran tenido que huir de Londres?

Pensaba en todo eso cuando sentí cómo alguien me agarraba por el cuello.

Me estremecí con tal virulencia que estuve a punto de caer redonda al suelo. Los hombres de negro habían sido más listos y rápidos que nosotros… ¡Qué poco había durado mi libertad!

—¡Haz lo que te diga y no te pasará nada! —gritó alguien a mis espaldas.

Un instinto muy fuerte de supervivencia me hizo hacer algo totalmente temerario: agarré una de las piedras que había sobre el mantel y se la arrojé con fuerza. Para esquivarla, aquel hombre me lanzó con ímpetu contra el suelo. Sentí un dolor intenso al golpearme contra un pedrusco.

Después grité con todas mis fuerzas.

El frenazo de una moto sonó a pocos metros iluminando la escena con su potente faro y espantando a aquel hombre. Fue entonces cuando vi también una sombra cargada con una enorme mochila saliendo de nuestra furgoneta. Los dos hombres subieron a un coche que habían dejado en la cuneta y huyeron a toda velocidad.

Berta y James llegaron corriendo, casi al mismo tiempo que el motorista que había ahuyentado a las dos sombras.

—¿Estás bien, muchacha? —gritó el motorista—. Son atracadores de carretera, hay muchos por esta zona. ¿Cómo se os ha ocurrido parar de noche aquí?

Me llevé la mano a la cabeza; un reguero de sangre tibia empezó a resbalar por mi frente.

El lago de las Princesas

N
o era más que un pequeño corte. La herida dejó de sangrar en cuanto Berta la tapó con unas gasas, pero el susto me duró un buen rato.

No podía dejar de temblar. Interpreté aquel suceso como una advertencia para que no bajáramos la guardia.

Tras curar mi herida y hacer inventario de lo que habían robado los ladrones de carretera, nos pusimos de nuevo en ruta. Les había bastado unos segundos para desvalijarnos la furgoneta y llevarse, entre otras cosas, el iPhone de Berta y el portátil de James.

—Me han desplumado la cartera —dijo James tras revisar su billetera—. Suerte que, al menos, no. se han llevado la documentación.

Me pareció lógico que la hubieran tirado al suelo después de quitarle el dinero. De esa forma, si los atrapaban unos kilómetros más adelante, siempre podían negar los hechos. Al fin y al cabo, no había cámaras ni testigos en aquellas áreas apartadas de la autopista.

Aunque el automovilista insistió en que denunciáramos, no teníamos ninguna intención de hacerlo. No queríamos llamar la atención. Solo deseábamos continuar el viaje y llegar al bosque lo antes posible. Por eso decidimos conducir toda la noche. Berta y James se turnarían al volante y yo me mantendría despierta para custodiar su vigilia.

Mi amiga conducía con los labios apretados y la mirada fija en la carretera.

—No puedo creerme que se hayan llevado mi iPhone —murmuró furiosa.

Tanto James como yo lo teníamos en el bolsillo en el momento del robo, así que ella era la única que se había quedado sin su juguete. Me llevé la mano al pantalón para comprobar que el mío seguía ahí, junto al iPod de Robin.

—Puedes quedarte el mío.

—Gracias. Si te parece bien, lo compartiremos como buenas amigas —repuso Berta con una sonrisa.

—¿No te diste ningún capricho con las monedas de Bosco? —le pregunté con curiosidad al darme cuenta de lo mucho que le gustaban esos chismes.

—No las cambié. Temía llamar la atención o que me hicieran preguntas; sabía que eran muy valiosas —me confesó rebuscando en su bolsito—. Suerte que las tenía aquí cuando esos cretinos han subido a la furgoneta.

—Creo que a mí me timaron, pero aun así me bastaron cuatro para pagarme una buena residencia e inscribirme en una academia.

—Y cambiar de identidad —me recordó.

—Sí, aunque no me sirvió de nada… Robin me atrapó igualmente.

—No fue culpa tuya. Fuiste lista y muy valiente, Clara. Yo he vivido todo este tiempo sin apenas relacionarme con nadie. ¡Tú has hecho incluso amigos!

Desvió un momento la mirada del asfalto para mirar a James. Dormía plácidamente con la cabeza recostada en su chaqueta, hecha un ovillo y apoyada en la ventanilla.

—¿Y de qué vivías?

—Me busqué un empleo. Confeccionaba ropa en un taller clandestino del norte de Londres. Un agujero perfecto para esconderme… Sin contrato ni nómina, dándole a la máquina de coser diez horas seguidas. Casi todas mis compañeras eran chinas y no hablaban ni una palabra de inglés. El propietario pagaba muy poco, pero era suficiente para costearme una habitación y algo de comida.

Me sorprendió las vidas tan distintas que ambas habíamos llevado en la misma ciudad.

—Y compartías piso con Peter —dije acordándome del pianista.

—Con él y con cuatro personas más. Una de ellas era la jefa de turno del taller. Me propuso el trabajo al saber que la ropa que llevaba me la había hecho yo… Pero apenas coincidíamos. Yo hacía el turno de noche. A Peter me lo cruzaba alguna mañana, cuando volvía de trabajar y él regresaba de tocar por ahí. Supongo que me oyó cantar la melodía de Bosco en la ducha… —Reflexionó un instante antes de continuar—. Era amable conmigo y me daba entradas para el zoo en el que trabajaba por las tardes. Un domingo incluso quedé con él y con su chica, la cantante de la banda, para tomar algo por ahí… Pero eran muy extravagantes. ¡Me propusieron incluso hacer un trío! ¿Puedes creértelo? Cuando les dije que no, dejaron de hablarme.

—¡Qué fuerte! —dije impresionada—. Aunque quizá yo también debería haber llevado una vida más discreta.

—No te hubiera servido de mucho con Robin pisándote los talones desde el aeropuerto. Solo esperó el momento propicio para actuar. Además… te aseguro que no hubieras conocido a James en un suburbio de Londres.

Ambas reímos.

Berta tenía razón. De no haberme movido en el ambiente elitista de Lakehouse, jamás hubiera conocido a gente como James o Miles.

Las dos miramos un instante a nuestro compañero de viaje. Su respiración era profunda. Dormido, su aspecto era incluso más dulce y encantador.

—¿No le encuentras un aire a Orlando Bloom? —me preguntó Berta antes de responderse ella misma—. Sería tan guapo como él si no fuera un finolis.

Sonreí para mis adentros.

Después observé un momento a Berta. Llevaba una camiseta-vestido de algodón estampado por debajo de las rodillas y unas Converse rojas. Admiré la originalidad de su sencillo atuendo y la elegancia de sus gestos. Su forma de sujetar el volante, de mover las manos o de apartarse el pelo tras la oreja mientras hablaba tenía una gracia muy natural.

—Me gusta tu vestido.

—Lo hice yo misma… Ni te imaginas la cantidad de cosas que pueden hacerse con un retal.

Durante dos horas, mi amiga colmenareña y yo nos pusimos al día de los últimos meses. Su estancia en Londres tampoco había sido un cuento de hadas. Se había pasado las noches despierta, cosiendo sin tregua para ganar unas cuantas libras. Ahora entendía por qué no había bostezado ni una sola vez mientras conducía: era otra hada sin sueño.

Era medianoche cuando James tomó el relevo. Habíamos dejado atrás Francia y nos adentrábamos por tierras vascas hacia Pamplona.

Intenté mantenerme despierta, pero la monotonía del asfalto y las luces amarillas de la autopista dificultaban mi misión de entretener al conductor. Abrí los ojos enseguida, pero la voz dulce de James me invitó a cerrarlos de nuevo.

—Duerme, Clara. En dos horas estaremos en Soria. Puedo distraerme con la radio.

No acabó de decir la frase cuando yo ya estaba en el mundo de los sueños.

Un instante después sentí cómo mi compañero de viaje me sacudía con suavidad el hombro.

—Ya hemos llegado,
milady
.

El reloj de la furgoneta marcaba las tres de la madrugada.

Mientras James y Berta extendían el colchón en la parte trasera, salí a estirar las piernas.

A la luna le faltaba un pedacito para estar completa, pero aun así iluminaba el monte con su luz plateada. Alcé la vista hasta ella y me detuve después en los árboles.

Aunque no reconocí el lugar exacto, el paisaje no dejaba lugar a dudas. jPor fin estaba en mi bosque!

Me llené feliz los pulmones con el aire de la sierra. Un inconfundible aroma a pino y flores silvestres invadió mis sentidos hasta hacerme temblar.

Berta me explicó que estábamos a pocos kilómetros de la Dehesa, en dirección este, cerca de un estanque conocido como el lago de las Princesas.

Habían aparcado la furgoneta en un lugar apartado y entre los tres la cubrimos con ramas y helechos.

Después caminamos unos metros para buscar agua fresca. Berta conocía muy bien el bosque y era capaz de orientarse con facilidad incluso en plena noche. De pronto oímos un murmullo de agua a nuestros pies y ella se tumbó sobre la alfombra de hierba. James observó maravillado cómo bebía directamente del manantial que brotaba de las entrañas de la tierra, igual que una gacela. Después, nuestro amigo inglés trató de imitarla, pero el agua estaba tan helada que notó cómo la respiración se le cortaba. Tosió varias veces y estuvo a punto de atragantarse.

Berta le dio una palmadita en la espalda y murmuró entre dientes:

—Bienvenido al monte, finolis.

Antes de volver a la furgoneta a descansar, Berta quiso mostrarnos algo. Caminamos unos metros río arriba hasta llegar a un precioso estanque junto a unas rocas y una cascada de aguas cristalinas. Era más pequeño que el lago de las laureanas, pero le igualaba en belleza bajo la claridad lunar.

—Aquí estaremos tranquilos. Este lugar lo conoce poca gente del pueblo —nos explicó Berta— y solo vienen a bañarse al estanque en pleno verano. Será nuestro baño particular. Al ser poco profundo, el sol calienta sus aguas y hace que no estén tan frías como las del rio.

Podemos usarlo para lavarnos.

—¿Por qué se llama el lago de las Princesas? —preguntó James.

—Porque antiguamente las chicas del pueblo venían hasta aquí para bañarse. Los mozos lo sabían y se escondían detrás de aquel peñasco para espiarlas…

—Mi abuela me explicaba otra historia sobre este lugar —dije recordando de pronto aquel cuento de mi infancia—. Una antigua leyenda cuenta que en este lugar se ahogaron tres hermanas vírgenes que, al ser descubiertas por unos apuestos jóvenes mientras se bañaban desnudas, se adentraron hasta las profundidades del lago sin saber nadar. Mi abuela decía que, después de muertas, las muy tontas se lamentaban de no haber seducido a los mozos y de haberse ido a la otra vida sin disfrutar de los placeres de esta. También me aseguraba que en las noches de luna llena podían oírse sus lamentos… y que, desde entonces, ningún joven se atrevió a bañarse solo en este lago.

Según mi abuela, los chicos de su quinta decían que cuando se bañaban sentían unas manos tocándoles entre las aguas…

Berta soltó una carcajada antes de decir:

—¡Serían peces o culebrillas de río!

—Yo no pienso bañarme por si acaso —dijo James.

—¿Y qué harás? ¿Espiarnos a Clara y a mí tras el peñasco?

—¡Claro que no! Recuerda que soy un caballero inglés.

Siluetas

M
e desperté con las primeras luces del alba. Apenas había dormido tres horas, pero hacía rato que giraba nerviosa sobre mí misma en aquel colchón compartido. Incapaz de retomar el sueño, observé cómo mis amigos dormían.

La cabeza de Berta reposaba sobre el pecho de James, quien a su vez le rodeaba la cintura con un brazo. Me pregunté si serían conscientes de aquella pose o si se trataba de un gesto inocente durante el sueño.

Salí de la furgoneta sin hacer ruido y me puse el anorak. Eran las seis de la mañana. Estaba amaneciendo y una húmeda y blanca neblina cubría la parte baja del monte. Aún faltaban varias horas para que el sol calentara el bosque y lo hiciera brillar con su verde fulgor. El sentido común me decía que esperara a que Berta y James se levantaran para adentrarme con ellos en el bosque. El corazón, en cambio, me animaba a no perder ni un segundo. Me moría por ver a Bosco. Sabía que no resultaría fácil; ni siquiera estaba segura de que mi ermitaño se encontrara en la Sierra de la Demanda. Era muy probable que hubiera huido buscando lugares más seguros… Sentí un gran vacío al darme cuenta de que aquel reencuentro con el que tanto había soñado podía estar aún lejos.

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