El jardín de las hadas sin sueño (14 page)

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Authors: Esther Sanz

Tags: #Infantil y Juvenil, Romántica

BOOK: El jardín de las hadas sin sueño
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Solo pensaba en huir.

Avanzaba veloz por lo que parecía un prado, aunque las lágrimas y la noche cerrada —unas traviesas nubes habían tapado la luna convertían el camino de escapada en un lienzo negro indefinido.

Mientras el dolor ascendía desde las plantas de los pies hasta la nuca, podía escuchar el pulso en las sienes y los latidos frenéticos en mi corazón. Intenté controlar la respiración, pero el aire parecía a punto de reventar mis pulmones.

Una arboleda desprendía el aroma a campo que había percibido unas horas atrás. Me adentré en ella cojeando. Además de los pies en carne viva, tenía las piernas llenas de arañazos, pero no me dolía mucho. El pánico a ser capturada de nuevo anestesiaba el dolor y me hacía seguir.

Me giré temerosa de distinguir la silueta de Robin, pero la campiña estaba solitaria y silenciosa. Solo alguna cigarra se atrevía a desafiar la noche con su canto.

Supuse que mi captor habría corrido hacia la verja del lado opuesto del jardín y eso me daba cierta ventaja. Aun así, no podía confiarme, ya que era más fuerte y rápido que yo.

Tras recuperar el aliento, reprendí la carrera bosque adentro poniendo al límite mi resistencia, mientras lloraba de pura tensión. El plan había funcionado, pero me hallaba en un punto de no retomo. Había traicionado la confianza de Robin, que, al ver que me había aprovechado de sus sentimientos, no dudaría en ajusticiarme. A fin de cuentas, se había criado entre criminales.

«Es uno de ellos», me repetí para recordarme de quién huía y sacudirme así el destello de amor que había visto en su mirada.

Las lágrimas dificultaban mi visión, pero aun así divisé una débil luz al final del bosquecillo. Sequé mis mejillas con las manos y me adentré por un sendero fangoso en dirección hacia ella. El barro succionaba mis pies heridos y ralentizaba mis pasos.

Estaba exhausta.

La visión, al otro lado de la arboleda, de una mansión de estilo Victoriano me tranquilizó. Estaba bien cuidada y contra la verja del jardín descansaban dos bicicletas infantiles, lo cual indicaba que allí vivía una familia.

Solo tenía que mover el cierre de la verja para acceder al jardín, pero las manos me temblaban con tal virulencia que tuve que darle una patada para abrirla.

Las pequeñas bicicletas cayeron con estruendo.

Sin importarme que despertara toda la casa —a fin de cuentas, eso era lo que quería—, me sentí a salvo nada más pisar el suave césped, que parecía haber sido cortado aquella misma noche.

La sombra de unos árboles daba cobijo a un banco de hierro fundido rodeado de flores y de una fuente de mármol.

Una luz amarillenta brillaba en la ventana superior, como si una abuelita hubiera olvidado apagarla después de una sesión de lectura. Aquel resplandor y el impecable estado de la casa eran la prueba de que estaba habitada.

«Estoy a salvo», me dije mientras mis ojos acariciaban aquella vivienda familiar con jardín privado. Era de piedra noble y estaba muy bien cuidada.

Por primera vez me preocupó mi coartada. ¿Qué pensaría aquella familia cuando vieran aparecer a una muchacha prácticamente desnuda con barro y sangre hasta las rodillas?

Sin duda llamarían a la policía.

Tendría que dar un montón de explicaciones, pero en aquel momento era lo que menos me preocupaba. Mi vida estaba en juego. En dos segundos pensé que podía darles mi identidad real y explicarles que estaba en Londres como turista y que me habían secuestrado.

Llamarían a mi padre y me enviarían a casa, de eso no cabía duda. Una vez allí podría buscar a mi ermitaño…

Mi coartada tenía lagunas, pero, en esas circunstancias, lo único que me importaba era salvar mi vida y alertar a Bosco. Ya habían dado con su escondite subterráneo en la cabaña de abajo, y quién sabía si… Me estremecí ante la idea de no volver a verle.

Llamé al timbre sin resultado. Levanté nuevamente la mirada hacia la ventana con luz, pero nadie se asomó a mirar quién era.

Volví a llamar.

Nada.

¿Y si no había nadie?

Ante la duda, aporreé la puerta con determinación. Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba abierta.

Entré dando voces:

—¡¿Hay alguien en casa?! ¡Por favor, ayúdenme!

Nadie respondió.

Tras localizar el interruptor, encendí las luces del salón. El alto techo de vigas, el suelo de madera y las gruesas alfombras estampadas contrastaban con la frialdad de las paredes de piedra. Había un sofá beis con mullidos cojines frente a una chimenea y algunos muebles de estilo Victoriano: una mesa con sillas de tapizado floral y un escritorio de nogal. Sobre él había un MacBook Air junto a un teléfono muy antiguo.

No dudé en descolgarlo.

Tenía pocas esperanzas de que aquella antigualla funcionara. Sin embargo, el aparato hizo señal de llamada al llevarme el auricular a la oreja. Introduje el dedo en el nueve e hice girar la rueda tres veces para marcar el número de emergencias.

Una voz ronca sonó en inglés al otro lado. En el mismo idioma, supliqué:

—Póngame con la policía. ¡Por favor, rápido! No tengo mucho tiempo..,

—Tranquilícese, señorita, y dígame qué le pasa.

—Me han secuestrado. He logrado escapar y he entrado en una casa, pero no hay nadie y temo que mi captor me encuentre. ¡Por favor, vengan a rescatarme!

—¿Dónde se encuentra?

—¡No lo sé! Creo que a las afueras de Londres. Es una casa de piedra de estilo Victoriano al fondo de una arboleda… ¡No tengo la menor idea de dónde estoy! —grité angustiada.

—No se preocupe. Localizaremos la llamada y la policía se personará lo antes posible. Hágame caso y no se mueva de donde está. ¿Me ha oído bien? Cierre la puerta y quédese en la casa.

Me senté en el sofá y sentí cómo el agotamiento vencía mis últimas reservas. Una risa floja e histérica se apoderó de mí. ¡Lo había conseguido! ¡Era libre!

Todavía no entendía cómo había logrado escapar de las garras de un chico tan inteligente como Robin. Supuse que el amor le había hecho bajar la guardia.

Decidí subir a la planta de arriba, de donde procedía la luz, para buscar algo de ropa. No quería que la policía me encontrara casi desnuda cuando llegara.

Al subir los escalones de madera que separaban el piso superior de los bajos, un olor a naftalina invadió mi olfato. Una moqueta color salmón recubría un pasillo con tres puertas que debían comunicar con los dormitorios. Una vieja lámpara de pared iluminaba esa planta.

Me pregunté si la familia estaría durmiendo tan profundamente que no habían oído mis gritos.

Estaba a punto de abrir la primera puerta cuando un sonido silbante, como de una serpiente áspid, me heló la sangre. Se habían disparado los aspersores del jardín.

De repente entendí que había estado en aquel lugar con anterioridad.

Abrí la puerta más cercana a las escaleras para asegurarme. La ventana de aquel baño de baldosas negras y blancas seguía tapiada con maderas.

¡Había vuelto a la misma casa!

Mientras me odiaba por mi mala suerte, volví a la planta baja sin que mis pies ensangrentados tocaran apenas las escaleras. Tenía que cerrar la casa y alejarme de allí antes de que llegara Robin.

Demasiado tarde.

Su figura negra bloqueaba la entrada.

Nos quedamos un instante frente a frente sin decir nada. Su expresión era fría, pero no amenazadora. Extrañamente, no sentí miedo. Solo cansancio y desconsuelo… Las fuerzas me abandonaron cuando me mostró las esposas en silencio.

—La policía no tardará en venir —dije señalando el teléfono—. Les he llamado. Es mejor que huyas antes de que…

—No vendrán.

—¿Por qué estás tan seguro?

—«Hágame caso y no se mueva de donde está. ¿Me ha oído bien? Cierre la puerta y quédese en la casa» —repitió monótonamente en inglés.

—¿Cómo…?

Eran las mismas palabras que había pronunciado el hombre que había atendido mi llamada. «¡Maldito farsante!», me dije llena de rabia mientras las últimas lágrimas temblaban en mis ojos.

Sin inmutarse, Robin sacó un móvil del bolsillo de su pantalón y explicó:

—Tomé la precaución de desviar todas las llamadas a mi teléfono.

—Te odio.

—Lo sé.

Su voz sonó fría, pero había tristeza en sus ojos.

Extendí los brazos obediente y empecé a sollozar mientras cerraba los grilletes en mis muñecas.

Había perdido. Y el juego había terminado. No habría más partidas, ni nuevas oportunidades. Mi plan había fracasado y con él cualquier esperanza de salvarme.

—¿Qué quieres de mí? —gimoteé.

—Ya te lo dije una vez: intento protegerte. A ti y a más personas.

—Pues no es la forma de… —Alcé las manos esposadas.

—Me acabas de demostrar que no hay otra.

El esfuerzo de la huida me pasó factura en aquel momento. Aflojé toda resistencia y un terrible agotamiento cayó sobre mí como una pesada losa. Las piernas me temblaban tanto que me costaba mantenerme en pie. Las heridas y rasguños me quemaban.

Robin cogió una manta del sofá y cubrió mis hombros con suavidad. Luego me tomó en brazos y dirigió sus pasos hacia el sótano.

Una vez allí, me dejó en la cama y me ayudó a vestirme sin quitarme del todo las esposas. También curó mis heridas —el alcohol me hizo aullar de dolor— y me obligó a tragar la misma pastilla de cada noche.

La delicadeza de su trato me hizo recordar sus besos y lo a punto que habíamos estado esa noche de hacer el amor en el jardín.

Antes de que el sueño me venciera, susurré apenada:

—Supongo que te he decepcionado.

—No —respondió esbozando una sonrisa amarga—. Has hecho exactamente lo que tenía previsto que harías.

El Manuscrito Voynich

O
tra vez en la casilla de salida, mis días se convirtieron en una repetición de lo ya vivido nada más aterrizar en aquel sótano. Como en un eterno retomo, el tiempo había recuperado su dolorosa y lenta cadencia, y yo era de nuevo la chica asustada del principio que asumía su fatal destino.

Volvía a tener el grillete en el tobillo, contusiones en el cuerpo y tristeza en el alma.

Le había suplicado a Robin que no me encadenara, que aquel no era trato para una chica y que me hacía sentir como un animal salvaje.

Pero él se había mostrado inflexible.

—Ya no puedo fiarme de ti.

—He cometido un error, pero no volveré a escaparme, por favor … Te prometo que…

—Las cosas están muy mal, Clara. Ahí fuera se está desatando una guerra. No puedes ni imaginar lo que… —Detuvo sus palabras y se frotó la frente preocupado—. Considera las cadenas como una forma más de protegerte.

—¿Protegerme? ¡No me hagas reír! Querrás decir «protegerte a tí». He visto cómo se las gastan tus amigos: los latigazos y torturas… Te asusta lo que podrían hacerte si fallaras en tu misión y perdieras a tu prisionera… Pero ¿sabes? ¡Hay otras opciones! ¡Estás en el bando equivocado! Ellos nunca ayudarán a tu hermana. Tú mismo lo dijiste: sois solo mercenarios de gente muy poderosa y egoísta que busca lo único que no puede comprar.

—No tienes ni idea de lo que está sucediendo… Deberías…

—¿Qué haces aquí perdiendo el tiempo conmigo en vez de estar con tu hermana? —escupí la pregunta con desdén—. Es a ella y no a mí a quien tienes que proteger.

Su semblante se ensombreció y se dirigió a la puerta compungido. Pensé que mi discurso le había hecho reaccionar, que por fin se había dado cuenta de que aquella misión no tenía ningún sentido y que su cometido era estar al lado de su hermana enferma. Sin embargo, antes de cerrar la puerta se giró hacia mí y me soltó estas terribles palabras:

—Grace ha muerto. Me acaban de dar la noticia desde Estados Unidos.

Desde aquella conversación, Robin había reducido de nuevo sus apariciones a tres veces al día. Me traía la comida, curaba mis heridas y solo me hablaba cuando era estrictamente necesario. Era amable conmigo, pero se habían acabado las partidas de backgammon, las cenas compartidas, las conversaciones… y, sobre todo, cualquier demostración de amor.

Aun así, el destello seguía en sus ojos. Podía verlo cada vez que me tocaba para curar las heridas que me había hecho al intentar escapar.

Mi piel también se erizaba con el roce delicado de sus manos. Su aroma a anís estrellado me traía el recuerdo de sus besos y caricias…

Habían pasado apenas unos días, pero ¡qué lejos quedaba todo aquello!

El hada de jardín se había convertido en un mirlo enjaulado. Y al igual que los pájaros negros, yo también había perdido mi sueño… de volar lejos de allí.

De nuevo me sentía muy sola y no hallaba consuelo en nada. Ni siquiera las canciones de Nick Drake me hacían sentir mejor. Al contrario, harta de escuchar sus violines tristes una y otra vez, rompí el disco hasta hacerlo añicos. Eché de menos su melancólica voz nada más ver los pedazos esparcidos por el suelo, pero ya no había marcha atrás. Si algo había aprendido desde mi huida era que las cosas que se rompen jamás se recuperan… como la confianza con mi captor.

Me sentía apenada por él. La muerte de su hermana le habría roto el corazón, pero también le liberaba de su causa. O al menos eso creía yo… Todavía no sabía que Grace había tenido un papel fundamental en aquella lucha y que con su muerte la situación se había recrudecido.

Al cuarto día, el tedio empezó a invadir cada célula de mi ser. Fue entonces cuando abrí
el Manuscrito Voynich
y me enganché a su lectura. También fue entonces cuando descubrí que aquel misterioso libro y yo teníamos en común algo más que el reducido espacio que compartíamos.

Al abrirlo las páginas empezaron a deshojarse en mis manos como una indecisa flor. Leí varios párrafos al azar:

En la Biblioteca Beinecke de libros raros de la Universidad de Yale se encuentra
el Manuscrito Voynich
. Se trata de un texto escrito en una lengua desconocida, con ilustraciones de plantas que no existen y ninfas que se bañan en aguas verdes. Su principal atractivo es que se trata de un texto indescifrable. No hay la menor pista de su contenido. Ni los más eminentes lingüistas ni los más potentes ordenadores han conseguido descifrar su texto.

Aquel libro era un ensayo sobre una obra del siglo XV que había traído de cabeza a destacados criptógrafos estadounidenses y británicos de la NASA y de la CIA. Su nombre se debía a un anticuario neoyorquino, Wilfrid M. Voynich, que lo había adquirido en 1912 en una escuela jesuita al norte de Italia.

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