Read El jardín de las hadas sin sueño Online
Authors: Esther Sanz
Tags: #Infantil y Juvenil, Romántica
—¡Cobarde la última! —grité arrancándome la camiseta.
Nos quitamos toda la ropa entre risas y nos lanzamos al estanque desnudas.
El agua estaba helada. Entramos dando saltos, riendo y chillando antes de zambullirnos. Aunque la temperatura glacial era difícil de soportar, intentamos entrar en calor dando fuertes brazadas.
Al ver a mi amiga nadando, recordé algo que me había confesado meses atrás en la cueva de la semilla…
—Me dijiste que no sabías nadar.
—Y no sabía. El agua es a lo único que siempre he tenido miedo. Por eso no quise que Bosco me enseñara… Pero estos meses, lejos de él, he aprovechado para hacer un curso en Londres. Y he superado mi temor —me explicó con orgullo.
Su estilo no era perfecto, pero se defendía bastante bien.
Tras salir del agua, nos sentamos en el peñasco y nos enjabonamos el pelo la una a la otra. Berta había traído un cubo para no contaminar el lago, así que nos aclaramos fuera. Aquella tortura me resultó incluso divertida en compañía de mi amiga.
Una vez libres de espuma, volvimos a zambullirnos en el lago. Fue entonces cuando oímos un ruido de pisadas y vimos una figura entre los pinos.
—¡Soy yo, chicas!
Era James.
Dio un paso al frente para que pudiéramos verlo. Se había tapado la cara con una mano de forma graciosa.
Berta me miró un instante inquisitiva y yo asentí.
—¡Báñate con nosotras! —gritó ella.
Nuestro amigo inglés se descubrió los ojos y alzó una ceja.
—¿Seguro?
—Claro. No queremos compartir colchón con un gorrino —dijo Berta divertida—. Además, no somos unas mojigatas como las princesas del cuento, no nos asusta que nos veas desnudas, ¿a que no, Clarita?
Negué divertida con la cabeza.
El agua se había enturbiado al remover el fondo y no dejaba ver nuestros cuerpos bajo ella. Me pregunté si acababa de llegar o si tal vez llevaba un rato espiándonos tras el peñasco, como en la leyenda del lago.
James se quitó la ropa con rapidez. Me impresionó la naturalidad con la que se desprendió de sus slips y se quedó completamente desnudo. Tenía un cuerpo esbelto: fino pero con los hombros fuertes y el torso tonificado. Los abdominales se dibujaban con sutileza sobre su vientre. Un vistazo rápido me bastó para ver que también estaba muy bien dotado.
Sin ningún tipo de pudor, se lanzó al agua y se acercó a nosotras.
Estuvimos un rato chapoteando y jugando como niños hasta que nuestros labios se pusieron morados.
Yo fui la primera en salir.
Mientras oía sus gritos en el agua, me tumbé sobre la mullida hierba, a orillas del lago, y cerré los ojos. Sentí con placer cómo aquel sol casi veraniego calentaba mi piel hasta evaporar las gotitas que cubrían mi cuerpo desnudo.
Amodorrada con aquella agradable sensación, no me di cuenta de que James también había salido del agua y yacía a mi lado. Oí su respiración agitada.
Luego, un suspiro profundo escapó de sus labios al recibir los primeros rayos. Segundos después, un chapoteo vigoroso me indicó que Berta se unía al baño de sol.
—Esto es el paraíso… —murmuró Berta—. ¿A que sí?
—Hummm… —afirmó él.
Me incorporé y vi a James tendido entre las dos, algo tenso y con los ojos cerrados. Supuse que lo hacía por cortesía, para no incomodamos con nuestra desnudez. Berta, en cambio, tenía la mirada perdida en las nubes y una sonrisa en los labios. Su expresión serena me hizo sentir bien. Que yo formara parte de aquella escena idílica, y a ella no le molestase, me hizo entender la confianza que tenía en nuestra amistad. Sus celos iniciales se habían esfumado con aquel beso. Me sentí orgullosa de ser amiga de una chica tan transparente, un corazón puro…
Por primera vez me puse en su piel y pude entender cómo se había sentido el otoño pasado con Bosco y conmigo. Ahora el trío se había invertido: yo era la amiga del chico y ella la enamorada.
—Chicas, ¿por qué no os vestís ya? No soy de piedra —confesó James—. Y estoy haciendo un auténtico esfuerzo para no quedar en evidencia.
Observé cómo Berta se levantaba y le lanzaba una camiseta sobre el vientre.
Su cuerpo desnudo parecía el de una diosa. Era esbelto y delicado, de piernas largas, bonitas caderas y pecho turgente. Pensé que de haber nacido en cualquier otro sitio algún cazatalentos la habría fichado como modelo. Su belleza y elegancia natural estaban a la altura de su falta de pretensiones. Era un diamante en bruto.
Me fijé en la abeja que se había tatuado en la pelvis. Era idéntica a la mía, pero la suya estaba en el lado opuesto.
A contraluz, su piel clara parecía de seda. Con deliberada lentitud empezó a vestirse sin apartar la mirada del lago. Su pelo húmedo reverberó bajo la luz del mediodía emitiendo destellos dorados.
James y yo imitamos su gesto y también nos vestimos. Mientras lo hacíamos, me picó la curiosidad por saber qué había averiguado en Colmenar y si había visto a mi padre.
—Tu padre se ha alegrado mucho al tener noticias tuyas —dijo él anticipándose a mi pregunta.
—¿Cómo está?
—En forma. Me ha derribado al suelo y me ha apuntado con un rifle en cuanto he mencionado tu nombre.
Berta ahogó una risita.
—De no ser por esa mujer… Ángela, creo que me habría pegado un tiro allí mismo.
Me alegré al darme cuenta de lo que aquello significaba. Ángela y mi padre seguían compartiendo algo más que su preocupación por mí.
Sonreí al acordarme de la complicidad que había visto entre ellos el otoño pasado, cuando mi maestra había venido a Colmenar alarmada por mi desaparición tras caer en aquel hoyo. No la creía capaz de dejar su empleo en Barcelona para instalarse en aquel pueblo con alguien como Álvaro. Así que deduje que se trataba de una visita de fin de semana… Aunque, pensándolo bien, ¡cualquier cosa era posible en aquel lugar de la sierra!
—¿No se ha creído que somos amigos? —pregunté finalmente.
—Sí, la cosa ha mejorado cuando he conseguido explicarle que estás bien. ¿Seguro que Alvaro es tu padre y no el de Berta? —bromeó.
—Así somos los colmenareños —repuso orgullosa—, hospitalarios como nadie. Es el aire de la sierra…
—Claro que motivos no le faltan para desconfiar de la gente.
—¿Qué ha pasado? ¿Has averiguado quiénes son los de la Dehesa?
—Okupas.
Alucinada, me quedé un instante sin saber qué decir. ¿Okupas? ¿En el viejo torreón? Hubiera esperado cualquier cosa menos esa.
—Tu padre me ha explicado que los vio por primera vez cuando fue al caserón a recoger unos botes de miel. En ese momento intentó echarles, pero se pusieron muy violentos y le llamaron fascista.
—¿Por qué no ha llamado a la Guardia Civil? —preguntó Berta, tan sorprendida como yo.
—No es tan fácil. La policía solo actúa si hay una orden de desalojo y eso suele tardar meses. Es un proceso largo… Y, por lo visto, la casa está en un limbo legal hasta que no se tramite la herencia.
Me pareció increíble que la Dehesa estuviera ocupada. Como si mi padre no tuviera más preocupaciones que librarse de unos extraños…
—¿Y qué hay de los hombres de negro? —siguió Berta con el interrogatorio.
—Nada. Me he pasado un buen rato en el bar y nadie ha mencionado una palabra. Tampoco he visto nada sospechoso en el pueblo… Si están por aquí, se esconden mejor que nosotros.
M
ientras esperábamos a que cayera la tarde para internarnos en el bosque, disfrutamos de una pequeña tregua. Sabíamos que aquella calma tenía los minutos contados, pero aun así saboreamos cada instante de paz, conscientes de la inminente tormenta que se nos venía encima.
Tras preparar unos sándwiches, extendimos un mantel junto al lago.
—He visto nevar en pleno agosto… pero este calor en mayo jamás lo había vivido —dijo Berta pensativa mientras se dejaba acariciar por el sol.
—Es por el cambio climático —repuso James—. En Londres la temperatura también ha subido varios grados. En algunas zonas se están plantando incluso viñas, algo impensable tiempo atrás.
—Por suerte, las casas de la sierra están preparadas para todo. Son frescas en verano y cálidas en invierno.
Y hablando de casas… —intervine—, ¿por qué no nos acercamos a la Dehesa antes de ir a la cueva de la semilla?
Berta y James estuvieron de acuerdo. Observar, aunque fuera de lejos, el tipo de gente que se alojaba en ella nos sería útil para descartar si suponían un peligro.
Llegamos al viejo torreón por la senda del río, dando un apacible paseo. Esa parte del bosque parecía segura. Apenas habían pasado unas horas desde mi anterior visita, pero en aquel momento la casa me pareció otra. Por la mañana me había acercado por la parte trasera y no había tenido ocasión de ver el destrozo que habían hecho en la fachada.
Me llevé la mano a la boca para no soltar un grito. Había pintadas en las paredes y una bandera negra con un rayo atravesando un círculo.
Dos perros, que se perseguían dando vueltas, acompañaban con sus ladridos una música infernal que empezó a tronar en aquel momento.
Una chica con rastas salió de la casa y llenó el barreño de los animales con pienso. Junto al embalse habían montado un pequeño huerto y un chico de complexión fuerte lo regaba con una mangueta. Ambos eran más o menos de nuestra edad. Había luces en la planta de arriba y a través de una ventana pudimos ver cómo una pareja se lo montaba en mi cuarto.
Me dieron ganas de gritarles que se fueran de mi casa, pero mis labios solo emitieron una débil y silenciosa protesta.
Berta me tocó el hombro y me dijo con voz compasiva:
—Tenemos que irnos…
Antes de dejar aquel lugar, me fijé en el cartel de madera que había en la entrada. Alguien había tachado el rótulo de la Dehesa y había escrito encima, con pintura roja: la República del Bosque.
No llevábamos ni una hora de camino cuando cayó el telón de la noche. El bosque se había convertido en un oscuro laberinto. Cuanto más nos acercábamos a la cueva, más convencida estaba de que era imposible que los hombres de negro llegaran con las indicaciones de una chica adormecida.
Yo me limitaba a seguir los pasos decididos de Berta, que alumbraba el camino con una linterna por delante de nosotros. Eso no impidió que tropezáramos con las raíces salientes de algunos árboles o que nuestros pies se hundieran, de vez en cuando, en pequeños charcos de lodo.
El objetivo era llegar hasta la semilla, hacernos con ella y cambiarla de escondite. Hubiéramos preferido contar con Bosco para hacerlo, pero no sabíamos dónde encontrarlo. En el fondo, albergábamos la esperanza de que estuviera en la cueva esperándonos, pero no quería hacerme falsas ilusiones. Aun así, temblaba de excitación… y de miedo por la suerte que hubiera corrido mi ermitaño.
De repente me pareció ver una silueta entre los árboles. Antes de que pudiera distinguir qué era, la sombra se esfumó. La idea de que se tratara de una persona agazapada cruzó peligrosamente por mi cabeza.
El lamento lúgubre de una lechuza hizo que James diera un respingo y tomara mi mano sobresaltado. La estreché con fuerza. Entendí que el bosque en plena noche podía ser aterrador para alguien que no conoce sus sonidos.
Berta se giró, puso los ojos en blanco e hizo un gesto con el brazo para que nos apresuráramos. Me pregunté de dónde sacaba tanto coraje. Mi abuela me había dicho en cierta ocasión que las personas valientes también tienen miedo, pero saben cómo ocultarlo. Odiaba contradecir a mi abuela, pero en el caso de Berta se equivocaba: ella no le temía a nada.
Justo entonces, James cogió una piedra del suelo y la lanzó sobre algo brillante que había varios pasos por delante de Berta. El sonido metálico de un cepo al cerrarse nos hizo parar en seco.
Berta le miró perpleja antes de agacharse para inspeccionar aquella trampa para conejos.
—Tengo buena vista —dijo James encogiéndose de hombros satisfecho.
—Y muy mala sombra —añadió una voz desconocida—. Acabas de fastidiarme la comida de mañana.
Me quedé helada.
Me giré lentamente hacia la luz de un fanal. Un chico desgarbado, vestido con una camiseta de rayas y unos vaqueros rotos nos miraba con los ojos muy abiertos.
Berta y James lo vigilaban con actitud defensiva.
—Me llamo Koldo. —Arrastraba las sílabas al hablar, como si estuviera bajo los efectos de algún tipo de droga.
—¿Y qué haces en el bosque? —preguntó Berta.
—Fui a los bosques porque quería vivir a conciencia, vivir a fondo y extraer todo el meollo a la vida.
Soltó aquella frase como si estuviera recitando un poema.
—Y dejar de lado todo lo que no fuera la vida —continuó el chico— para no descubrir en el momento de mi muerte que no había vivido.
Aquel discurso me sonó familiar. Me vino a la mente una escena de la película El club de los poetas muertos, cuando un grupo de chicos se reúne en el bosque para leer poesía y fragmentos de obras clásicas.
—Muy bonito —aplaudió Berta—, pero ¿no es un poco tarde para hacer el hippy? Es peligroso deambular solo por este monte. ¿Qué haces aquí?
—Estoy buscando una semilla.
Los tres nos miramos en silencio.
Koldo se metió la mano en el bolsillo. Contuve la respiración asustada antes de que abriera su palma. En ella había varias simientes negras y arrugadas.
—Son alucinógenas —nos explicó—, y también sus raíces… Pero no consigo dar con la planta.
Respiramos aliviados ante aquella explicación. Solo era un chalado que pretendía colocarse con plantas del bosque.
—Son para un ritual chamánico —añadió muy serio—. Queremos conectar con los espíritus de la naturaleza.
—¿Eres de la República del Bosque? —pregunté recordando el cartel de la Dehesa.
—Sí. —Sus ojos se iluminaron—. De hecho, soy el impulsor de la iniciativa. Tenía un blog sobre la
slow life
y la vida ecológica y lancé una propuesta en la red. Se trataba de vivir dos años, dos meses y dos días en una cabaña construida por nosotros mismos, al aire libre, cultivando nuestros alimentos y cazando algún animal de vez en cuando. En menos de veinticuatro horas estaba el cupo lleno. Los chicos que se apuntaron son indignados, jóvenes sin trabajo que buscaban como yo un lugar donde establecer una comuna libre.
James se sentó a su lado, en un tronco partido, y siguió su relato con interés mientras Berta le escrutaba con desconfianza.