—A la una y media —dijo ella—. En ese bar del paseo Marítimo. La Gaviota. ¿Te acuerdas?
Biralbo no se acordaba: colgó el teléfono y miró el despertador como si volviera de un sueño: eran las doce y media de una mañana gris y enrarecida por la doble extrañeza de no haber ido al trabajo y de escuchar la voz de Lucrecia, reciente aún, recobrada, casi desconocida, no imposible al cabo de los años y de la lejanía, sino instalada en un punto preciso de la realidad, en un minuto accesible y futuro, la una y media, había dicho ella, y luego el nombre del bar y una liviana despedida que confirmaba su ingreso en el territorio de las citas posibles, de los rostros que no es necesario imaginar porque basta una llamada de teléfono para invocar su presencia. Ahora el tiempo comenzó a avanzar para Santiago Biralbo a una velocidad que le era desconocida y lo volvía inhábil, como si estuviera tocando con músicos demasiado rápidos para él. Su propia lentitud se había traspasado a las cosas, de modo que el calentador de la ducha parecía que nunca fuera a encenderse y la ropa limpia había desaparecido del armario donde siempre estuvo, y el ascensor estaba ocupado y tardaba horas en subir, y no había taxis en el barrio, en ningún lugar de la ciudad, nadie esperaba un tren en la estación del Topo.
Notó que esa suma de contratiempos menores lo distraía de pensar en Lucrecia: quince minutos antes de que concluyeran los tres años de su ausencia, mientras Biralbo buscaba un taxi, Lucrecia estuvo más lejos que nunca de su pensamiento. Sólo cuando subió al taxi y dijo a dónde iba recordó estremeciéndose de miedo que verdaderamente estaba citado con ella, que iba a verla igual que veía sus propios ojos asustados en el retrovisor. Pero no era su propia cara la que estaba mirando, sino otra cuyos rasgos le resultaban parcialmente extraños, porque era la que iba a ser mirada por Lucrecia, juzgada por ella, interrogada en busca de esas señales del tiempo que sólo ahora Biralbo era capaz de advertir, como si pudiera verse a sí mismo desde los ojos de Lucrecia.
Aun antes de encontrarse con ella lo imantaba su presencia invisible, porque la premura y el miedo también eran Lucrecia, y la sensación de abandonarse a la velocidad del taxi, como en el pasado, como cuando acudía a una cita en la que durante media hora iba a jugarse clandestinamente la vida. Pensó que en los últimos tres años el tiempo había sido una cosa inmóvil, como el espacio cuando se viaja de noche por llanuras sin luces. Había medido su duración por la distancia entre las cartas de Lucrecia, porque los otros actos de su vida se le representaban en la negligente memoria como figuras en un relieve plano, como incisiones o manchas en la pared que miraba muy fijo cuando se acostaba y no dormía. Ahora, en el taxi, no había pormenor que no fuese único y arrasado por el tiempo y desvanecido en él: en el tiempo imperioso que otra vez debía medir por minutos y aun por fracciones de segundo, en el reloj que había ante él, a un lado del volante, en el de la iglesia por donde pasó a la una y veinte, en el que imaginaba ya en la muñeca de Lucrecia, secreto y asiduo como el latido de su sangre. Igual que había recobrado la seguridad increíble de que Lucrecia existía recobraba el miedo a llegar tarde: también a haber engordado y a haberse envilecido, a ser indigno del recuerdo de ella o infiel a los vaticinios de su imaginación.
El taxi entró en la ciudad, costeó las alamedas del río, cruzó la avenida de los Tamarindos y los callejones húmedos de la Parte Vieja y surgió bruscamente en el paseo Marítimo, frente a un ilimitado mediodía gris surcado de gaviotas suicidas entre la llovizna. Un hombre impasible y solo, con abrigo oscuro y sombrero terciado sobre la cara, estaba mirando el mar como si contemplara el fin del mundo. Ante él, al otro lado de la barandilla, las olas saltaban sobre los rompientes en altas erupciones de espuma. Biralbo creyó ver que el hombre cobijaba un cigarrillo en la mano ahuecada para defenderlo del viento. Pensó: yo soy ese hombre. El bar donde lo había citado Lucrecia estaba sobre un acantilado que se internaba en el mar. Vio el brillo de sus cristaleras al doblar una curva. De pronto la vida entera de Biralbo cabía en los dos minutos que faltaban para que se detuviera el taxi. Sobre las crestas grises de las olas se mecían gaviotas inmóviles. Al verlas desde la ventanilla Biralbo recordó al hombre del abrigo oscuro: tenía en común con ellas la indiferencia ante el desastre. Pero ése era un modo de no pensar en el hecho pavoroso de que le quedaban segundos para encontrarse con Lucrecia. El taxista se detuvo a un lado del paseo y se quedó mirando a Biralbo en el retrovisor. «La Gaviota», dijo casi con solemnidad: «Hemos llegado.»
A pesar de las grandes cristaleras del fondo, en La Gaviota había una opacidad de encuentros clandestinos, de whisky a deshoras y prudente alcoholismo. Las puertas automáticas se abrieron silenciosamente ante Biralbo. Vio mesas limpias y desiertas con manteles a cuadros, y una barra muy larga en la que no había nadie. Al otro lado de las cristaleras estaba la isla coronada por el faro, y tras ella la lejanía gris de los acantilados y el mar, el verde oscuro de las colinas sesgadas por la niebla. Serenamente, como si fuera otro, recordó una canción:
Stormy weather
. Eso le hizo acordarse de Lucrecia.
Pensó que había llegado tarde: que había equivocado la hora o el lugar de la cita. De perfil contra el remoto paisaje enturbiado a veces por las salpicaduras de la espuma una mujer fumaba ante una copa ancha y translúcida de la que no bebía. El pelo muy largo y las gafas oscuras le tapaban la cara. Se puso en pie, dejó las gafas en la mesa. «Lucrecia», dijo Biralbo, sin moverse aún, pero no la estaba llamando, incrédulamente la nombraba.
No imagino estas cosas, no busco sus pormenores en las palabras que me ha dicho Biralbo. Las veo como desde muy lejos, con una precisión que no debe nada ni a la voluntad ni a la memoria. Veo la lentitud de su abrazo tras los ventanales de La Gaviota, en la luz pálida de aquel mediodía de San Sebastián, como si en aquel instante yo hubiera estado caminando por el paseo Marítimo y hubiera visto de soslayo que un hombre y una mujer se abrazaban en un bar desierto. Lo veo todo desde el porvenir, desde las noches de recelo y alcohol en el hotel de Biralbo, cuando él me contaba el regreso de Lucrecia procurando entibiarlo con una ironía desmentida por la expresión de sus ojos, por el revólver que guardaba en la mesa de noche.
Al abrazar a Lucrecia notó en su pelo un olor que le era extraño. Se apartó para mirarla bien y lo que vio no fue el rostro que sus recuerdos le negaron durante tres años ni los ojos cuyo color tampoco ahora podía precisar, sino la pura certidumbre del tiempo: estaba mucho más delgada que entonces y la melena oscura y la fatigada palidez de los pómulos le afilaban los rasgos. La cara de uno es un vaticinio que siempre acaba por cumplirse. La de Lucrecia le pareció más desconocida y más hermosa que nunca porque contenía las señales de una plenitud que tres años atrás sólo estaba anunciada y que al cumplirse hacía que se dilatara sobre ella el amor de Biralbo. En otro tiempo Lucrecia solía vestirse de colores vivos y se cortaba siempre el pelo a la altura de los hombros. Ahora llevaba un pantalón negro muy ceñido, que acentuaba su delgadez, y un sumario anorak gris. Ahora fumaba cigarrillos americanos y bebía más velozmente que Biralbo, apurando las copas con determinación masculina. Lo vigilaba todo tras los cristales de sus gafas oscuras: se echó a reír cuando Biralbo le preguntó qué significaba la palabra
Burma
. Nada, le dijo, un sitio de Lisboa: había usado el reverso de aquel plano fotocopiado porque le apetecía escribirle y no encontraba papel.
—Ya no volvió a apetecerte —dijo Biralbo, sonriendo, para atenuar la queja inútil, la reprobación que él mismo advertía en su voz.
—Todos los días. —Lucrecia se echó el pelo hacia atrás, conteniéndolo con las manos apoyadas en las sienes—. Todos los días y a todas horas sólo pensaba en escribirte. Te escribía aunque no lo hiciera. Te iba contando todas las cosas a medida que me sucedían. Todas, incluso las peores. Incluso las que ni yo misma habría querido saber. Tú también dejaste de escribirme.
—Sólo cuando me devolvieron una carta.
—Me marché de Berlín.
—¿En enero?
—¿Cómo lo sabes? —Lucrecia sonrió: jugaba con un cigarrillo sin encender, con las gafas. En su atenta mirada había una distancia más definitiva y gris que la de la ciudad tendida en la bahía, dispersa tras las colinas y la bruma.
—Billy Swann te vio entonces. Acuérdate.
—Tú te acuerdas de todo. Siempre me daba miedo tu memoria.
—No me dijiste que pensabas separarte de Malcolm.
—No lo pensaba: una mañana me desperté y lo hice. Aún no ha terminado de creérselo.
—¿Sigue en Berlín?
—Supongo. —En la mirada de Lucrecia había una resolución que por primera vez ignoraba la duda y el miedo: también la piedad, pensó Biralbo—. Pero no he sabido nada de él desde entonces.
—¿A dónde te fuiste? —A Biralbo le daba miedo preguntar. Notaba que iba a llegar a un límite tras el que ya no se atrevería a seguir. Sin eludir su mirada Lucrecia guardó silencio: podía negar algo sin decir que no ni mover la cabeza, sólo mirando fijamente a los ojos.
—Quería ir a cualquier sitio donde él no estuviera. Ni él ni sus amigos.
—Uno de ellos estuvo aquí —dijo lentamente Biralbo—. Toussaints Morton.
Lucrecia hizo un brevísimo gesto de alarma que no llegó a conmover su mirada ni la línea delgada y rosa de sus labios. Por un instante miró en torno suyo como si temiera ver a Toussaints Morton sentado a una mesa cercana, acodado en la barra, sonriendo tras el humo de uno de sus chatos cigarros.
—Este verano, en julio —continuó Biralbo—. Creía que tú estabas en San Sebastián. Me dijo que erais grandes amigos.
—Él no es amigo de nadie, ni siquiera de Malcolm.
—Estaba seguro de que tú y yo vivíamos juntos —dijo Biralbo con melancolía y pudor, y cambió de tono en seguida—. ¿Tiene negocios con Malcolm?
—Trabaja solo, con esa secretaria suya, Daphne. Malcolm era una especie de asalariado. Malcolm ha sido siempre la mitad de importante de lo que él mismo piensa.
—¿Te amenazó?
—¿Malcolm?
—Cuando le dijiste que te ibas.
—No dijo nada. No se lo creía. No podía creer que una mujer lo dejara. Aún estará esperándome.
—A Billy Swann le pareció que tenías miedo de algo cuando fuiste a verle.
—Billy Swann bebe mucho. —Lucrecia sonrió de una manera que Biralbo desconocía: era como su forma de apurar una copa o de sostener un cigarro, señales del tiempo, de la tibia extrañeza, de una antigua lealtad gastada en el vacío—. No puedes imaginar mi alegría cuando supe que estaba en Berlín. No quería oírlo tocar, sólo que me hablara de ti.
—Ahora está en Copenhague. Me llamó el otro día: lleva seis meses sin beber.
—¿Por qué no estás tú con él?
—Tenía que esperarte.
—No me voy a quedar en San Sebastián.
—Tampoco yo. Ahora puedo irme.
—Ni siquiera sabías que yo fuera a volver.
—A lo mejor es que no has vuelto.
—Estoy aquí. Soy Lucrecia. Tú eres Santiago Biralbo.
Lucrecia alargó sus manos sobre la mesa hasta unirlas con las de Biralbo, que permanecieron inmóviles. Le tocó la cara y el pelo como para reconocerlo con una certeza que no lograba la mirada. Acaso no la conmovía la ternura, sino la sensación de una mutua orfandad. Dos años más tarde, en Lisboa, durante una noche y un amanecer de invierno, Biralbo iba a aprender que eso era lo único que los vincularía siempre, no el deseo ni la memoria, sino el abandono, sino la seguridad de estar solos y de no tener ni la disculpa del amor fracasado.
Lucrecia miró su reloj, aún no dijo que debía marcharse. Ése fue casi el único gesto que él reconoció, la única inquietud de otro tiempo que recobraba intacta. Pero ahora Malcolm no estaba, no había razón para la clandestinidad y la premura. Lucrecia guardó los cigarrillos y el mechero y se puso las gafas.
—¿Sigues tocando en el Lady Bird?
—Casi nunca. Pero si quieres tocaré esta noche. A Floro Bloom le gustará verte. Siempre me preguntaba por ti.
—No quiero ir al Lady Bird —dijo Lucrecia, ya en pie, subiéndose la cremallera del anorak—. No quiero ir a ningún sitio que me recuerde aquellos tiempos.
No se besaron al decirse adiós. Igual que hacía tres años, Biralbo vio cómo se alejaba el taxi donde ella iba, pero esta vez Lucrecia no se volvió para seguir mirándolo desde la ventanilla trasera.
Volvió despacio a la ciudad, caminando junto a la barandilla del paseo Marítimo, salpicado a veces por la fría espuma deshecha en los rompientes. El hombre del abrigo oscuro y el sombrero aún estaba en el mismo lugar, mirando acaso a las gaviotas. Por la escalinata del Acuarium bajó al puerto de los pescadores, aturdido, hambriento, un poco ebrio, empujado por una exaltación moral que no se parecía ni a la felicidad ni a la desgracia, que era anterior o indiferente a ellas, como el deseo de comer algo o de fumar un cigarrillo. Mientras caminaba iba diciendo en voz baja los versos de una canción que Lucrecia había preferido siempre y que era una contraseña y una impúdica declaración de amor cuando ella y Malcolm entraban en el Lady Bird y Biralbo comenzaba a tocarla, no entera, sólo insinuándola, dispersando unas pocas notas indudables en otra melodía. Descubrió que esa música ya no lo emocionaba, que no aludía a Lucrecia ni al pasado, ni siquiera a él mismo. Recordó algo que le había dicho Billy Swann: «No le importamos a la música. No le importa el dolor o el entusiasmo que ponemos en ella cuando la tocamos o la oímos. Se sirve de nosotros, como una mujer de un amante que la deja fría.»
Aquella noche iba a cenar con Lucrecia. «Llévame a algún sitio nuevo», le había dicho ella, «a un lugar donde yo no haya estado nunca». Lo dijo como si exigiera no un restaurante, sino un país desconocido, pero ése era el modo en que ella había hablado siempre, poniendo una especie de apetencia heroica y deseo imposible en los más banales episodios de su vida. A las nueve volvería a verla, acababan de sonar las tres en los campanarios cercanos de Santa María del Mar: de nuevo el tiempo era para Biralbo como un lugar irrespirable, como las habitaciones de los hoteles donde hacía tres años se encontraba con Lucrecia cuando ella se iba y lo dejaba solo frente a la cama deshecha y al mar inmóvil que veía desde la ventana, ese mar de San Sebastián que en los atardeceres de invierno, desde la lejanía, es como una lámina vertical de pizarra. Deambuló por los soportales, entre redes apiladas y cajas vacías de pescado, hallando un vago alivio en los colores de las casas, amortiguados por el gris del aire, en las fachadas azules, en los postigos verdes o rojizos de las ventanas, en la alta línea de tejados que se extendían hacia las colinas del fondo. Era como si el regreso de Lucrecia le permitiera ver de nuevo la ciudad, que casi no había existido para sus pupilas mientras ella no estaba. Hasta el silencio que enaltecía sus pasos y los olores recobrados del puerto le confirmaban la proximidad de Lucrecia.