Los domingos yo me levantaba muy tarde y desayunaba cerveza, porque me avergonzaba un poco pedir café con leche a mediodía en un bar. En las mañanas de los domingos invernales hay en ciertos lugares de Madrid una apacible y fría luz que depura como en el vacío la transparencia del aire, una claridad que hace más agudas las aristas blancas de los edificios y en la que los pasos y las voces resuenan como en una ciudad desierta. Me gustaba levantarme tarde y leer el periódico en un bar limpio y vacío, bebiendo justo la cantidad de cerveza que me permitiera llegar a la comida en ese estado de halagüeña indolencia que le hace a uno mirar todas las cosas como si observara, dotado de un cuaderno de notas, el interior de un panal con las paredes de vidrio. Hacia las dos y media doblaba cuidadosamente el periódico y lo tiraba en una papelera, y eso me daba una sensación de ligereza que hacía muy plácido el camino hacia el restaurante, una casa de comidas aseada y antigua, con mostrador de zinc y frascos cúbicos de vino, donde los camareros ya me conocían, pero no hasta el punto de atribuirse una molesta confianza que me había hecho huir otras veces de lugares semejantes.
Uno de aquellos domingos, cuando yo esperaba la comida en una mesa del fondo, llegaron Biralbo y una mujer muy atractiva en quien tardé un poco en reconocer a la camarera rubia del Metropolitano. Tenían el aire demorado y risueño de quienes acaban de levantarse juntos. Se agregaron al grupo que esperaba turno cerca de la barra, y yo los estuve observando un rato antes de decidirme a llamarlos. Pensé que no me importaba que la melena rubia de la camarera fuese teñida. Se había peinado sin detenerse mucho ante el espejo, llevaba una falda corta y medias de color humo, y Biralbo, mientras conversaban sosteniendo cigarrillos y vasos de cerveza, le acariciaba livianamente la espalda o la cintura. Ella no había terminado de peinarse, pero se había pintado los labios de un rosa casi malva. Imaginé colillas manchadas de ese color en un cenicero, sobre una mesa de noche, pensé con melancolía y rencor que a mí nunca me había sido concedida una mujer como aquélla. Entonces me levanté para llamar a Biralbo.
La camarera rubia —se llamaba Mónica— comió muy aprisa y se marchó en seguida, dijo que tenía turno de tarde en el Metropolitano. Al decirme adiós me hizo prometerle que volveríamos a vernos y me besó muy cerca de los labios. Nos quedamos solos Biralbo y yo, mirándonos con desconfianza y pudor sobre el humo de los cafés y de los cigarrillos, sabiendo cada uno lo que el otro pensaba, descartando palabras que nos devolverían al único punto de partida, al recuerdo de tantas noches repetidas y absurdas que se resumían en una sola noche o en dos. Cuando estábamos solos, aunque no habláramos, era como si en nuestras dos vidas no hubiera existido más que el Lady Bird y las lejanas noches de San Sebastián, y la conciencia de esa similitud, de esa mutua obstinación en un tiempo desdeñado o perdido, nos condenaba a oblicuas conversaciones, a la cautela del silencio.
Quedaba muy poca gente en el comedor y ya habían bajado a medias la cortina metálica. Inopinadamente yo hablé de Malcolm, pero eso era una forma de nombrar a Lucrecia, un preludio que nos permitía no recordarla aún en voz alta. Con acotaciones de ironía le conté a Biralbo la historia de los cuadros y de los ochocientos dólares que nunca vi. Miró en torno suyo como para cerciorarse de que Mónica no estaba con nosotros y se echó a reír.
—De modo que también a ti te engañó el viejo Malcolm.
—No me engañó. Te juro que aquella noche yo supe que no iba a pagarme.
—Pero no te importaba. En el fondo te daba igual que no te pagara. A él no. Seguro que con tu dinero se pagó el viaje a Berlín. Querían marcharse y no podían. De pronto Malcolm llegó diciendo que había sobornado al capitán de aquel carguero para que los embarcara en la bodega. Tú pagaste ese viaje.
—¿Te lo dijo Lucrecia?
Biralbo volvió a reírse como si él mismo fuera el objeto de la burla y bebió un trago de café. No, Lucrecia no le había dicho nada, no se lo dijo hasta el final, hasta el último día. Nunca hablaban de las cosas reales, como si el silencio sobre lo que ocurría en sus vidas cuando no estaban juntos los defendiera mejor que las mentiras que ella urdía para ir a buscarlo o que las puertas cerradas de los hoteles a donde acudían para encontrarse durante media hora, porque a ella no siempre le daba tiempo a llegar al apartamento de Biralbo, y los minutos futuros se disolvían en nada tras el primer abrazo. Ella miraba su reloj, se vestía, disimulaba las señales rosadas que le habían quedado en el cuello con unos polvos faciales que Biralbo compró una vez por indicación suya en una tienda donde lo miraron con recelo. Sin resignarse a despedirla en el ascensor bajaba con Lucrecia a la calle y la veía decirle adiós desde la ventanilla trasera de un taxi.
Pensaba en Malcolm, que estaría solo, esperando, dispuesto a buscar en la ropa o en el pelo de ella el olor de otro cuerpo. Volvía a su casa o a la habitación del hotel y se tendía en la cama muerto de celos y de soledad. Deambulaba entre las cosas empeñado en la tarea imposible de acuciar al tiempo, de remediar el vacío de cada una de las horas y acaso de los días enteros que le faltaban para ver de nuevo a Lucrecia. Ante sus ojos sólo veía los relojes inmóviles y una cosa oscura y honda como un tumor, una sombra que ninguna luz ni ninguna tregua aliviaba, la vida que ella estaría viviendo en esos mismos instantes, la vida con Malcolm, en la casa de Malcolm, donde él, Biralbo, entró clandestinamente una vez para obtener imágenes no de la breve y cobarde ternura que logró allí de Lucrecia —tenían miedo de que Malcolm volviera, aunque estaba fuera de la ciudad, y cada ruido que oían era el de su llave en la cerradura—, sino de su otra vida, instalada desde entonces en la conciencia de Biralbo con la precisión como de instrumentos de clínica de las cosas reales. Una casa sólo imaginada, no visitada nunca, tal vez no habría alimentado tan eficazmente su dolor como el recuerdo exacto que ahora poseía de ella. La brocha y la cuchilla de afeitar de Malcolm en una repisa de cristal, bajo el espejo del cuarto de baño, la bata de Malcolm, de un tejido muy poroso y azul, colgada tras la puerta del dormitorio, sus zapatillas de fieltro bajo la cama, su fotografía en la mesa de noche, junto al despertador que él oiría cada mañana al mismo tiempo que Lucrecia… El olor de la colonia de Malcolm disperso por las habitaciones, indudable en sus toallas, la leve miseria de intimidad masculina que repelía a Biralbo como a un usurpador. El estudio de Malcolm, muy sucio, con botes llenos de pinceles y frascos de aguarrás, con reproducciones de cuadros clavadas en la pared hacía mucho tiempo. De pronto Biralbo, que había estado hablándome retrepado en su silla, sonriendo mientras dejaba la ceniza de su cigarrillo en la taza de café, se irguió y me miró muy fijo, porque acababa de encontrar en su memoria algo no recordado hasta entonces, como esos objetos que algunas veces hallamos donde no debieran estar y que hacen que miremos verdaderamente lo que ya no veíamos.
—Yo vi esos cuadros que tú le vendiste —me dijo; también ahora los veía su asombro, y tenía miedo de perder la precisión del recuerdo—. En uno de ellos había una especie de dama alegórica, una mujer con los ojos vendados que sostenía algo en la mano…
—Una copa. Una copa con una cruz.
—…Tenía el pelo negro y largo, y la cara redonda, muy blanca, con colorete en los pómulos.
Hubiera querido preguntarle si sabía algo más sobre el destino de aquellos cuadros, pero a él ya no le importaba mucho lo que yo dijera. Estaba viendo algo con una claridad que su memoria le había negado hasta entonces, un yacimiento del tiempo en estado puro, pues la visión de un cuadro que nunca se había esforzado en recordar le devolvía tal vez unas horas intactas de su pasado con Lucrecia, y gradualmente, en décimas de segundo, como una luz que ha enfocado un solo rostro se extiende hasta alumbrar una habitación entera, sus ojos descubrían las cosas que aquella tarde vio alrededor del cuadro, la cercanía de Lucrecia, el peligro de que regresara Malcolm, la opresiva luz de finales de septiembre que había entonces en todas las habitaciones donde se encontraban sin saber que estaban apurando las vísperas de una ausencia de tres años.
—Malcolm nos espiaba —dijo Biralbo—. Me espiaba a mí. Alguna vez lo vi rondar el portal de mi casa, como un policía torpe, ya sabes, parado con un periódico en la esquina, tomando una copa en el bar de enfrente. Esos extranjeros creen mucho en las películas. Algunas noches iba solo al Lady Bird y se quedaba mirándome mientras yo tocaba, sentado al fondo de la barra, haciendo como que le interesaba mucho la música o la conversación de Floro Bloom. A mí me daba igual, incluso me reía un poco, pero una noche Floro me miró muy serio y me dijo, ten cuidado, ese tipo lleva una pistola.
—¿Te amenazó?
—Amenazó a Lucrecia, de una manera ambigua. A veces corría ciertos riesgos en los negocios. Supongo que no se habrían marchado tan aprisa si Malcolm no tuviera miedo de algo. Tenía tratos con gente peligrosa, y no era tan valiente como parecía. Poco después de comprarte los cuadros hizo un viaje a París. Fue entonces cuando yo estuve en su casa. Al volver le dijo a Lucrecia que había mucha gente que deseaba engañarlo, y sacó la pistola, la dejó encima de la mesa, mientras estaban cenando, luego hizo como que la limpiaba. Dijo que tenía preparado un cargador entero para quien quisiera engañarlo.
—Bravatas —dije yo—. Bravatas de cornudo.
—Juraría que no hizo aquel viaje a París. Le había dicho a Lucrecia que iba a ver no sé qué cuadros en un museo, unos cuadros de Cézanne, me acuerdo de eso. Le mintió para espiarnos. Estoy seguro de que nos vio entrar en su casa y se quedó esperando muy cerca de allí. A lo mejor tuvo la tentación de subir y sorprendernos y no llegó a atreverse.
Cuando Biralbo me dijo aquello noté un escalofrío. Estábamos terminando de tomar el café y los camareros habían ordenado ya las mesas para la cena y nos miraban sin ocultar su impaciencia, eran las cinco de la tarde y en la radio alguien hablaba fervorosamente de un partido de fútbol, pero de pronto yo había visto, desde arriba, como se ve en las películas, una calle vulgar de San Sebastián en la que un hombre, parado en la acera, levantaba los ojos hacia una ventana, con las manos en los bolsillos, con una pistola, con un periódico bajo el brazo, pisando con energía el pavimento mojado para desentumecerse los pies. Luego me di cuenta de que era algo así lo que temía ver Biralbo cuando se asomaba a la ventana de su hotel en Madrid. Un hombre que espera y disimula, no demasiado, lo justo para que quien debe verlo sepa que está ahí y que no va a marcharse.
Nos levantamos, Biralbo pagó la cuenta, al rechazar mi dinero dijo que ya no era un músico pobre. Salimos a la calle y aunque todavía daba el sol en los pisos más altos de los edificios, en los ventanales y en esa torre semejante a un faro del hotel Victoria, había una opacidad de cobre al final de las calles y un frío nocturno en los zaguanes de las casas. Sentí la vieja angustia invernal de los domingos por la tarde y agradecí que Biralbo sugiriera en seguida un lugar preciso para la próxima copa, no el Metropolitano, uno de esos bares neutros y vacíos con la barra acolchada. En tardes así no hay compañía que mitigue el desconsuelo, ese brillo de focos en el asfalto, de anuncios luminosos en la alta negrura del anochecer, que todavía tiene en la lejanía límites rojizos, pero yo prefería que hubiera alguien conmigo y que esa presencia me excusara de la obligación de elegir el regreso, de volver a mi casa caminando solo por las vastas aceras de Madrid.
—Se marcharon tan aprisa como si los persiguiera alguien —dijo Biralbo al cabo de un par de bares y de ginebras inútiles; lo dijo como si su pensamiento se hubiera detenido cuando terminamos de comer y él no siguió hablándome de Lucrecia y de Malcolm—. Porque hasta entonces habían pensado instalarse de un modo definitivo en San Sebastián. Malcolm quería poner una galería de arte, incluso estuvo a punto de alquilar un local. Pero volvió de París o de dondequiera que estuviese aquellos dos días y le dijo a Lucrecia que tenían que irse a Berlín.
—Lo que quería era alejarla de ti —dije; el alcohol me daba una rápida lucidez para adivinar las vidas de los otros.
Biralbo sonreía mirando muy atentamente la altura de la ginebra en su copa. Antes de contestarme la hizo disminuir casi un centímetro.
—Hubo un tiempo en que me halagaba pensar eso, pero ya no estoy tan seguro. Yo creo que a Malcolm, en el fondo, no le importaba que Lucrecia se acostara de vez en cuando conmigo.
—Tú no sabes cómo te miraba aquella noche en el Lady Bird. Tenía los ojos azules y redondos, ¿te acuerdas?
—…No le importaba porque sabía que Lucrecia era suya o no era de nadie. Podía haberse quedado conmigo, pero se fue con él.
—Le tenía miedo. Yo lo vi aquella noche. Tú me has dicho que la amenazó con una pistola.
—Un nueve largo. Pero ella quería marcharse. Simplemente aprovechó la ocasión que le ofrecía Malcolm. Una barca de pescadores o de contrabandistas, un carguero con matrícula de Hamburgo, que a lo mejor tenía nombre de mujer, Berta o Lotte o algo así. Lucrecia había leído demasiados libros.
—Estaba enamorada de ti. También yo vi eso. Lo habría notado cualquiera que la mirase aquella noche, hasta Floro Bloom. Te dejó una nota, ¿no? Yo la vi escribirla.
Absurdamente me empeñaba en demostrarle a Biralbo que Lucrecia había estado enamorada de él. Con indiferencia, con lejana gratitud, él seguía bebiendo y me dejaba hablar. Expulsaba el humo sin quitarse el cigarrillo de los labios, tapándose la barbilla y la boca con la mano que lo sostenía, y yo ignoraba siempre lo que había tras el brillo atento de sus ojos. Acaso seguía viendo no el dolor ni las firmes palabras, sino las cosas banales que habían trenzado, sin que él se diera cuenta, su vida, aquella nota, por ejemplo, que contenía la hora y el lugar de una cita, y que él siguió guardando mucho tiempo después, cuando ya le parecía un residuo de la vida de otro, igual que las cartas que me confió y que yo no he leído ni leeré nunca. Hacía breves gestos de impaciencia, miraba el reloj, dijo que faltaba muy poco para que tuviera que irse al Metropolitano. Me acordé de las delgadas piernas, de la sonrisa y del perfume de la camarera rubia. Era únicamente yo quien se obstinaba en seguir preguntando. Veía la mirada de Malcolm en el Lady Bird y la asignaba al hombre que espera algo y camina despacio bajo una ventana, inmóvil a veces entre la leve lluvia de San Sebastián.