Mientras, Biralbo estaba en la casa, era allí donde lo había citado Lucrecia, tal vez fue ella misma quien le sugirió a Malcolm dos días antes que su encuentro conmigo tuviera lugar en el Lady Bird… Si él la vigilaba siempre, ¿de qué otro modo habría podido Lucrecia dejarle aquella nota a Biralbo? Me di cuenta de que razonaba en el vacío: si Malcolm desconfiaba tanto, si percibía la más leve variación en la mirada de Lucrecia y estaba seguro de que en cuanto su vigilancia cesara ella iría a reunirse con Biralbo, ¿por qué no la llevó consigo cuando se fue a París?
El jueves a las siete en mi casa llama antes por teléfono no hables hasta que no oigas mi voz
. Eso decía la nota, y la firma, como en las cartas, era una sola inicial:
L
. La había escrito tan rápido que olvidó las comas, me dijo Biralbo, pero su letra era tan impecable como la de un cuaderno de caligrafía. Una letra inclinada, minuciosa, casi solícita, como un gesto de buena educación, igual que la sonrisa que me dedicó Lucrecia cuando nos presentó Malcolm. Tal vez le sonrió así cuando fue con él a la estación y le dijo adiós desde el andén. Luego se dio la vuelta, subió a un taxi y llegó a su casa justo a tiempo de recibir a Biralbo. Con la misma sonrisa, pensé, y me arrepentí en seguida: era a Biralbo y no a mí a quien debía ocurrírsele ese pensamiento.
—¿Ella lo vio marcharse? —pregunté—. ¿Estás seguro de que esperó hasta que el tren se puso en marcha?
—Y cómo quieres que me acuerde. Supongo que sí, que él se asomó a la ventanilla para decirle adiós y todo eso. Pero pudo bajarse en la estación siguiente, en la frontera de Irún.
—¿Cuándo volvió?
—No lo sé. Debió tardar dos o tres días. Pero yo estuve casi dos semanas sin saber nada de Lucrecia. Le pedía a Floro Bloom que llamara a su casa y no contestaba nadie, ya no volvió a dejarme recados en el Lady Bird. Una noche yo me atreví a llamar y alguien, no sé si Malcolm o ella misma, cogió el teléfono y luego colgó sin decir nada. Yo daba vueltas por su calle y vigilaba su portal desde el café de enfrente, pero nunca los veía salir, y ni siquiera de noche podía saber si estaban en casa, porque tenían cerrados los postigos.
—También yo llamé a Malcolm para pedirle mis ochocientos dólares.
—¿Y hablaste con él?
—Nunca, desde luego. ¿Se escondían?
—Supongo que Malcolm preparaba la huida.
—¿No te explicó nada Lucrecia?
—Sólo me dijo que se iban. No tuvo tiempo de decirme mucho más. Yo estaba en el Lady Bird, ya era de noche, pero Floro no había abierto aún. Yo ensayaba algo en el piano y él estaba ordenando las mesas, y entonces sonó el teléfono. Dejé de tocar, a cada timbrazo se me paraba el corazón. Estaba seguro de que esa vez sí era Lucrecia y temía que el teléfono no siguiera sonando. Floro tardó una eternidad en ir a cogerlo, ya sabes lo despacio que andaba. Cuando lo cogió yo estaba parado en medio del bar, ni me atrevía a acercarme. Floro dijo algo, me miró, moviendo mucho la cabeza, dijo que sí varias veces y colgó. Le pregunté quién había llamado. Quién iba a ser, me contestó, Lucrecia. Te espera dentro de quince minutos en los soportales de la Constitución.
Era una noche de las primeras de octubre, una de esas noches prematuras que lo sorprenden a uno al salir a la calle como el despertar en un tren que nos ha llevado a un país extranjero donde ya es invierno. Era temprano aún, Biralbo había llegado al Lady Bird cuando quedaba todavía en el aire una tibia luz amarilla, pero cuando salió ya era de noche y la lluvia arreciaba con la misma saña del mar contra los acantilados. Echó a correr mientras buscaba un taxi, porque el Lady Bird estaba lejos del centro, casi en el límite de la bahía, y cuando al fin uno se detuvo él estaba empapado y no acertó a decir el lugar a donde iba. Miraba en la oscuridad el reloj iluminado del salpicadero, pero como no sabía a qué hora salió del Lady Bird se hallaba extraviado en el tiempo y no creía que fuera a llegar nunca a la plaza de la Constitución. Y si llegaba, si el taxi encontraba el camino en el desorden de las calles y de los automóviles, al otro lado de la cortina de lluvia que volvía a cerrarse apenas la borraban las varillas del limpiaparabrisas, probablemente Lucrecia ya se habría marchado, cinco minutos o cinco horas antes, porque él ya no sabía calcular la dirección del tiempo.
No la vio cuando bajó del taxi. Las farolas de las esquinas no alcanzaban a alumbrar el interior sombrío y húmedo de los soportales. Oyó que el taxi se alejaba y se quedó inmóvil mientras el estupor desvanecía en nada su premura. Por un instante fue como si no recordara por qué había ido a aquella plaza tan oscura y desierta.
—Entonces la vi —dijo Biralbo—. Sin sorpresa ninguna, igual que si ahora cierro los ojos y los abro y te veo a ti. Estaba apoyada en la pared, junto a los escalones de la biblioteca; casi en la oscuridad, pero desde lejos se veía su camisa blanca. Era una camisa de verano, pero sobre ella llevaba un chaquetón azul oscuro. Por el modo en que me sonrió me di cuenta de que no íbamos a besarnos. Me dijo: «¿Has visto cómo llueve?» Yo le contesté que así llueve siempre en las películas cuando la gente va a despedirse.
—¿Así hablabais? —dije, pero Biralbo no parecía entender mi extrañeza—. ¿Después de dos semanas sin veros eso era todo lo que os teníais que decir?
—También ella tenía el pelo mojado, pero esa vez no le brillaban los ojos. Llevaba una bolsa grande de plástico, porque le había dicho a Malcolm que debía recoger un vestido, de modo que apenas le quedaban unos pocos minutos para estar conmigo. Me preguntó por qué sabía yo que aquel encuentro era el último. «Pues por las películas», le dije, «cuando llueve tanto es que alguien se va a ir para siempre».
Lucrecia miró su reloj —ése era el gesto de ella que más había temido Biralbo desde que se conocieron— y dijo que le quedaban diez minutos para tomar un café. Entraron en el único bar que estaba abierto en los soportales, un lugar sucio y con olor a pescado que a Biralbo le pareció una injuria más irreparable que la velocidad del tiempo o la extrañeza de Lucrecia. Hay ocasiones en las que uno tarda una fracción de segundo en aceptar la brusca ausencia de todo lo que le ha pertenecido: igual que la luz es más veloz que el sonido, la conciencia es más rápida que el dolor, y nos deslumbra como un relámpago que sucede en silencio. Por eso aquella noche Biralbo no sentía nada contemplando a Lucrecia ni comprendía del todo lo que significaban sus palabras ni la expresión de su rostro. El verdadero dolor llegó varias horas más tarde, y fue entonces cuando quiso recordar una por una las palabras que los dos habían dicho y no pudo lograrlo. Supo que la ausencia era esa neutra sensación de vacío.
—¿Pero no te dijo por qué se iban así? ¿Por qué en un carguero de contrabandistas y no en avión; o en tren?
Biralbo se encogió de hombros: no, no se le había ocurrido hacerle esas preguntas. Sabiendo lo que Lucrecia iba a contestar le pidió que se quedara, lo pidió sin súplica, una sola vez. «Malcolm me mataría», dijo Lucrecia, «ya sabes cómo es. Ayer volvió a enseñarme esa pistola alemana que tiene». Pero lo decía de un modo en el que nadie hubiera discernido el miedo, como si la posibilidad de que Malcolm la matara no fuera más temible que la de llegar tarde a una cita. Lucrecia era así, dijo Biralbo, con la serenidad de quien al fin ha entendido: de pronto se extinguía en ella toda señal de fervor y miraba como si no le importara perder todo lo que había tenido o deseado. Biralbo precisó: como si no le hubiera importado nunca.
No probó su café. Se levantaron al mismo tiempo los dos y permanecieron inmóviles, separados por la mesa, por el ruido del bar, alojados ya en el lugar futuro donde a cada uno lo confinaría la distancia. Lucrecia miró su reloj y sonrió antes de decir que iba a marcharse. Por un instante su sonrisa se pareció a la de quince días atrás, cuando se despidieron antes del amanecer junto a una puerta donde estaba escrito con letras doradas el nombre de Malcolm. Biralbo aún seguía en pie, pero Lucrecia ya había desaparecido en la zona de sombra de los soportales. En el reverso de una tarjeta de Malcolm había escrito a lápiz una dirección de Berlín.
Esa canción,
Lisboa
. Yo la oía y estaba de nuevo en San Sebastián de esa manera en que uno vuelve a las ciudades en sueños. Una ciudad se olvida más rápido que un rostro: queda remordimiento o vacío donde antes estuvo la memoria, y, lo mismo que un rostro, la ciudad sólo permanece intacta allí donde la conciencia no ha podido gastarla. Uno la sueña, pero no siempre merece el recuerdo de lo que ha visto mientras dormía, y en cualquier caso lo pierde al cabo de unas horas, peor aún, en unos pocos minutos, al inclinarse sobre el agua fría del lavabo o probar el café. A esa dolencia del olvido imperfecto parecía inmune Santiago Biralbo. Decía que no se acordaba nunca de San Sebastián: que aspiraba a ser como esos héroes de las películas cuya biografía comienza al mismo tiempo que la acción y no tienen pasado, sino imperiosos atributos. Aquella noche de domingo en que me contó la partida de Lucrecia y de Malcolm —habíamos vuelto a beber en exceso y él llegó tarde y nada sobrio al Metropolitano— me dijo cuando nos despedíamos: «Imagínate que nos vimos por primera vez aquí. No viste a alguien a quien conocías, sólo a un hombre que tocaba el piano.» Señalando el cartel donde se anunciaba la actuación de su grupo añadió: «No lo olvides. Ahora soy Giacomo Dolphin.»
Pero era mentira esa afirmación suya de que la música está limpia de pasado, porque su canción,
Lisboa
, no era más que la pura sensación del tiempo, intocado y transparente, como guardado en un hermético frasco de cristal. Era Lisboa y también San Sebastián del mismo modo que un rostro contemplado en un sueño contiene sin extrañeza la identidad de dos hombres. Al principio se oía como el rumor de una aguja girando en el intervalo de silencio de un disco, y luego ese sonido era el de las escobillas que rozaban circularmente los platos metálicos de la batería y un latido semejante al de un corazón cercano. Sólo más tarde perfilaba la trompeta una cautelosa melodía. Billy Swann tocaba como si temiera despertar a alguien, y al cabo de un minuto comenzaba a sonar el piano de Biralbo, que señalaba dudosamente un camino y parecía perderlo en la oscuridad, que volvía luego, en la plenitud de la música, para revelar la forma entera de la melodía, como si después de que uno se extraviara en la niebla lo alzara hasta la cima de una colina desde donde pudiera verse una ciudad dilatada por la luz.
Nunca he estado en Lisboa, y hace años que no voy a San Sebastián. Tengo un recuerdo de ocres fachadas con balcones de piedra oscurecidas por la lluvia, de un paseo marítimo ceñido a una ladera boscosa, de una avenida que imita un bulevar de París y tiene una doble fila de tamarindos, desnudos en invierno, coronados en mayo por extraños racimos de flores de un rosa pálido muy semejante al de la espuma de las olas en los atardeceres de verano. Recuerdo las quintas abandonadas frente al mar, la isla y el faro en mitad de la bahía y las luces declinantes que la circundan de noche y se reflejan en el agua con un parpadeo como de estrellas submarinas. Lejos, al fondo, estaba el rótulo azul y rosa del Lady Bird, con su caligrafía de neón, los veleros anclados que tenían en la proa nombres de mujeres o de países, los barcos de pesca que despedían un intenso olor a madera empapada y a gasolina y a algas.
A uno de ellos subieron Malcolm y Lucrecia, temiendo acaso perder el equilibrio mientras llevaban sus maletas sobre el crujido y la oscilación de la pasarela. Maletas muy pesadas, llenas de cuadros viejos, de libros, de todas las cosas que uno no se resuelve a dejar atrás cuando ha decidido irse para siempre. Mientras el barco se adentraba en la oscuridad oirían con alivio el lento estrépito del motor en el agua. Debieron de volverse para mirar desde lejos el faro de la isla, el perfil último de la ciudad iluminada, sumergida despacio al otro lado del mar. Supongo que a esa misma hora Biralbo bebía crudo bourbon sin hielo en la barra del Lady Bird, aceptando la melancólica solidaridad masculina de Floro Bloom. Me pregunté si Lucrecia había acertado a distinguir en la lejanía las luces del Lady Bird, si lo había intentado.
Sin duda las buscó cuando volvió a la ciudad al cabo de tres años y agradeció que aún estuvieran encendidas, pero ya no quiso entrar allí, no le gustaba visitar los lugares donde había vivido ni ver a los antiguos amigos, ni siquiera a Floro, tranquilo cómplice en otro tiempo de sus coartadas o sus citas, mensajero inmóvil.
Biralbo ya no creía que ella fuera a regresar nunca. Cambió su vida en aquellos tres años. Se hartó de la ignominia de tocar el órgano eléctrico en el café-piano del Viena y en las fiestas soeces de las barriadas. Obtuvo un contrato de profesor de música en un colegio femenino y católico, pero siguió tocando algunas noches en el Lady Bird, a pesar de que Floro Bloom, mansamente resignado a la quiebra por la deslealtad de los bebedores nocturnos, apenas podía pagarle ya ni sus copas de bourbon. Se levantaba a las ocho, explicaba solfeo, hablaba de Liszt y de Chopin y de la sonata
Claro de luna
en vagas aulas pobladas de adolescentes con uniforme azul y vivía solo en un bloque de apartamentos, a la orilla del río, muy lejos del mar. Viajaba al centro en un tren de cercanías al que llaman El Topo y esperaba cartas de Lucrecia. Por aquella época yo casi nunca lo veía. Oí que había dejado la música, que iba a marcharse de San Sebastián, que se había vuelto abstemio, que ya era alcohólico, que Billy Swann lo había llamado para que tocara con él en varios clubs de Copenhague. Alguna vez me lo crucé cuando iba a su trabajo: el pelo húmedo y peinado muy apresuradamente, un aire de docilidad o de ausencia, perceptible en su modo de llevar la corbata o la sobria cartera donde guardaba los exámenes que tal vez no corregía. Tenía un aspecto de desertor reciente de mala vida y caminaba siempre con los ojos fijos en el suelo, muy aprisa, como si llegara tarde, como si huyera sin convicción de un despertar mediocre. Una noche me encontré con él en un bar de la Parte Vieja, en la plaza de la Constitución. Estaba algo bebido, me invitó a una copa, me dijo que estaba celebrando sus treinta y un años, y que a partir de cierta edad los cumpleaños hay que celebrarlos a solas. A eso de la medianoche pagó y se fue sin demasiada ceremonia, tenía que madrugar, me explicó, encogiendo la cabeza entre las solapas del abrigo mientras hundía las manos en los bolsillos y aseguraba la cartera bajo el brazo. Tenía entonces una manera irrevocable y extraña de irse: al decir adiós ingresaba bruscamente en la soledad.