El invierno en Lisboa (7 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

Tags: #Drama

BOOK: El invierno en Lisboa
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Aquel verano, con los extranjeros, el Lady Bird conoció una tenue edad de plata. Floro Bloom asistía a ella con un poco de fastidio: inquieto y fatigado andaba atendiendo las mesas y la barra, casi no tenía tiempo de conversar con los habituales, quiero decir, con los que sólo muy de tarde en tarde pagábamos. Desde el otro lado de la barra miraba el bar con el estupor de quien ve su casa invadida por extraños, venciendo una íntima reprobación ponía los discos que le reclamaban, escuchaba con indiferencia ecuánime confesiones de borrachos que sólo hablaban en inglés, acaso pensaba en las ardillas dóciles de Quebec cuando parecía más perdido.

Contrató a un camarero: ensayó un gesto ensimismado ante la máquina registradora que lo eximía de atender a quienes no le importaban. Durante un par de meses, hasta principios de septiembre, Santiago Biralbo volvió a tocar el piano en el Lady Bird gozando de un ilimitado crédito en botellas de bourbon. La timidez o el presentimiento del fracaso me han vedado siempre los bares vacíos: aquel verano también yo volví al Lady Bird. Elegía una esquina apartada de la barra, bebía solo, hablaba de la Ley de Cultos de la República con Floro Bloom. Cuando Biralbo terminaba de tocar tomábamos juntos la penúltima copa. De madrugada caminábamos hacia la ciudad siguiendo la curva de luces de la bahía. Una noche, cuando adquirí mi sitio y mi copa en el Lady Bird, Floro Bloom se me acercó y limpió la barra mirando a un punto indeterminado del aire.

—Vuélvete y mira a la rubia —me dijo—. No podrás olvidarla.

Pero no estaba sola. Sobre sus hombros caía una melena larga y lisa que resplandecía en la luz con un brillo de oro pálido. Había en la piel de sus sienes una transparencia azulada. Tenía los ojos impasibles y azules y mirarla era como entregarse sin remordimiento a la frialdad de una desgracia. Posadas sobre sus largos muslos se movían las manos siguiendo el ritmo de la canción que tocaba Biralbo, pero la música no llegaba a interesarle, ni la mirada de Floro Bloom, ni la mía, ni la existencia de nadie. Estaba sentada contemplando a Biralbo como una estatua puede contemplar el mar y de vez en cuando bebía de su copa, o contestaba algo al hombre que tenía junto a ella, trivial como la explicación de un grabado.

—No faltan desde hace dos o tres noches —me informó Floro Bloom—. Se sientan, piden sus copas y miran a Biralbo. Pero él no se fija. Está enajenado. Quiere irse a Estocolmo con Billy Swann, no piensa más que en la música.

—Y en Lucrecia —dije yo, a uno nunca le falta clarividencia para juzgar las vidas de los otros.

—Cualquiera sabe —dijo Floro Bloom—. Pero mira a la rubia, mira a ese tipo que viene con ella.

Era tan grande y tan vulgar que uno tardaba un rato en darse cuenta de que también era negro. Siempre sonreía, no demasiado, lo justo como para que su vasta sonrisa no pareciese una afrenta. Bebían mucho y se marchaban al final de la música y él siempre dejaba sobre la mesa propinas desmedidas. Una noche vino a la barra para pedir algo y se quedó junto a mí. Entre los dientes sostenía un cigarro, por un instante me envolvió el olor del humo que expulsaba enérgicamente por la nariz. En una mesa del fondo, recostada en la pared, lo esperaba la rubia, perdida en el tedio y en la soledad. Se me quedó mirando con sus dos copas en la mano y dijo que me conocía. Un amigo común le había hablado de mí. «Malcolm», dijo, y luego mascó el cigarro y dejó las copas en la barra como para darme tiempo a que recordara. «Bruce Malcolm», repitió con el acento más extraño que yo haya escuchado nunca, y se apartó de un manotazo el humo de la cara. «Pero me parece que aquí le llamaban el americano.»

Hablaba como ejerciendo una parodia del acento francés. Hablaba exactamente igual que los negros de las películas y decía
ameguicano
y
me paguece
y nos sonreía a Floro Bloom y a mí como si hubiera mantenido con nosotros una amistad más antigua que nuestros recuerdos. Nos preguntó quién tocaba el piano y cuando se lo dijimos repitió admirativamente:
Bigalbo
. Llevaba una chaqueta de cuero. La piel de sus manos tenía la pálida y tensa textura del cuero muy gastado. Tenía el pelo crespo y gris y nunca cesaba de aprobar lo que veían sus grandes ojos vacunos. Moviendo mucho la cabeza nos pidió perdón y recobró sus copas: con notorio orgullo, con humildad, nos dijo que su secretaria lo estaba esperando. Sin duda es un hecho milagroso que sin dejar ninguna de las dos copas ni quitarse de la boca el cigarro depositara una tarjeta en la barra. Floro Bloom y yo la examinamos al mismo tiempo: Toussaints Morton, decía, cuadros y libros antiguos, Berlín.

—Has conocido a todo el mundo —me dijo Biralbo, en Madrid—. A Malcolm, a Lucrecia. Incluso a Toussaints Morton.

—No tiene mérito —dije yo: no me importaba que Biralbo se burlara de mí, con aquella sonrisa de quien lo sabe todo—. Vivíamos en la misma ciudad, íbamos a los mismos bares.

—Conocíamos a las mismas mujeres. ¿Te acuerdas de la secretaria?

—Floro Bloom estaba en lo cierto. Uno la veía y ya no había modo de olvidarla. Pero era una especie de estatua de hielo. Se le notaban las venas azules bajo la piel.

—Era una hija de puta —dijo bruscamente Biralbo. No solía usar esa clase de palabras—. ¿Te acuerdas de su mirada en el Lady Bird? Me miró igual que cuando su jefe y Malcolm estaban a punto de matarme. No hace ni un año, en Lisboa.

En seguida pareció arrepentirse de lo que acababa de decir. En él eso era una estrategia o un hábito: decía algo y luego sonreía mirando hacia otra parte, como si la sonrisa o la mirada lo autorizaran a uno a no creer lo que había oído. Adoptaba entonces la misma expresión que tenía mientras estaba tocando en el Metropolitano, un aire como de somnolencia o desdén, una tranquila frialdad de testigo de su propia música o de sus palabras, tan indudables y fugaces como una melodía recién ejecutada. Pero tardó algún tiempo en volver a hablarme de Toussaints Morton y de su secretaria rubia. Cuando lo hizo, la última noche que nos vimos, en su habitación del hotel, tenía un revólver en la mano y vigilaba algo tras las cortinas del balcón. No parecía tener miedo: sólo esperaba, inmóvil, contemplando la calle, la esquina populosa de la Telefónica, tan absorto en la espera como cuando contaba los días que iban pasando desde la última carta de Lucrecia.

Él no lo sabía entonces, pero la llegada de Billy Swann fue el primer vaticinio del regreso. Unas semanas después de que se marchara apareció Toussaints Morton: también él venía de Berlín, de aquella inconcebible región del mundo donde Lucrecia seguía siendo una criatura real.

En mi memoria aquel verano se resume en unos pocos atardeceres de indolencia, de cielos púrpura y rosa sobre la lejanía del mar, de prolongadas noches en las que el alcohol tenía la misma tibieza que la llovizna del amanecer. Con bolsos de playa y sandalias de verano, con el leve vello de los muslos manchado de salitre, con la piel tenuemente enrojecida, delgadas extranjeras rubias acudían al Lady Bird a la caída de la tarde. Desde la barra, mientras servía sus copas, Floro Bloom las consideraba en silencio con ternura de fauno, elegía imaginariamente, me señalaba el perfil o la mirada de alguna, tal vez signos propicios. Ahora las recuerdo a todas, incluso a las que una o dos noches se quedaron con Floro Bloom y conmigo cuando cerró el Lady Bird, como borradores inexactos de un modelo que contenía las perfecciones dispersas en cada una de ellas: la impasible, la alta y helada secretaria de Toussaints Morton.

Al principio Biralbo no reparó en ella, entonces no se fijaba mucho en las mujeres, y cuando Floro o yo le decíamos que observara a alguna que nos atraía particularmente él se complacía en señalarle imperfecciones menores: que tenía las manos cortas, por ejemplo, o que sus tobillos eran demasiado gruesos. La tercera o la cuarta noche —ella y Toussaints Morton llegaban siempre a la misma hora y ocupaban la misma mesa próxima al escenario—, mientras recorría los rostros de los bebedores usuales, le sorprendió descubrir en aquella desconocida un gesto que le recordaba a Lucrecia, y eso hizo que la mirase varias veces, buscando una expresión que no volvió a repetirse, que acaso no había llegado a suceder, porque era una pervivencia del tiempo en que buscaba en todas las mujeres algún indicio de los rasgos, de la mirada o del andar de Lucrecia.

Aquel verano, me explicó dos años después, había empezado a darse cuenta de que la música ha de ser una pasión fría y absoluta. Tocaba de nuevo regularmente, casi siempre solo y en el Lady Bird, notaba en los dedos la fluidez de la música como una corriente tan infinita y serena como el transcurso del tiempo: se abandonaba a ella como a la velocidad de un automóvil, avanzando más rápido a cada instante, entregado a un objetivo impulso de oscuridad y distancia únicamente regido por la inteligencia, por el instinto de alejarse y huir sin conocer más espacio que el que los faros alumbran, era igual que conducir solo a medianoche por una carretera desconocida. Hasta entonces su música había sido una confesión siempre destinada a alguien, a Lucrecia, a él mismo. Ahora intuía que se le iba convirtiendo en un método de adivinación, casi había perdido el instinto automático de preguntarse mientras tocaba qué pensaría Lucrecia si pudiera escucharlo. Lentamente la soledad se le despoblaba de fantasmas: a veces, un rato después de despertarse, lo asombraba comprobar que había vivido unos minutos sin acordarse de ella. Ni siquiera en sueños la veía, sólo de espaldas, a contraluz, de modo que su rostro se le negaba siempre o era el de otra mujer. Con frecuencia deambulaba en sueños por un Berlín arbitrario y nocturno de iluminados rascacielos y faros rojos y azules sobre las aceras bruñidas de escarcha, una ciudad de nadie en la que tampoco estaba Lucrecia.

A principios de junio le escribió una carta, la última. Un mes más tarde, cuando abrió el buzón, encontró lo que no había visto desde hacía mucho tiempo, lo que ya sólo esperaba por una costumbre más arraigada que su voluntad: un largo sobre con los filos listados en el que estaban escritos el nombre y la dirección de Lucrecia. Sólo cuando ya lo había rasgado ávidamente se dio cuenta de que era la misma carta que unas semanas antes escribió él. Tenía una tachadura o una firma en lápiz rojo y cruzaba su reverso una frase escrita en alemán. Alguien en el Lady Bird se la tradujo:
Desconocido en esta dirección
.

Volvió a leer su propia carta, que había viajado tan lejos para regresar a él. Pensó sin amargura que llevaba casi tres años escribiéndose a sí mismo, que ya era tiempo de vivir otra vida. Por primera vez desde que conoció a Lucrecia se atrevió a imaginar cómo sería el mundo si ella no existiera, si no la hubiera encontrado nunca. Pero sólo bebiendo una ginebra o un whisky y subiendo luego a tocar el piano del Lady Bird ingresaba indudablemente en el olvido, en su vacía exaltación. Cierta noche de julio un rostro se precisó ante él: un gesto fortuito que actuó en su memoria como esa mano que al posarse sobre una cicatriz revive involuntariamente el dolor crudo de la herida.

La secretaria de Toussaints Morton lo miraba como si tuviera ante sí una pared o un paisaje inmóvil. Volvió a verla unas horas más tarde, aquella misma noche, en la estación del Topo. Era un lugar sucio y mal iluminado, con ese aire de devastación que tienen siempre los vestíbulos de las estaciones antes del amanecer, pero la rubia estaba sentada en un banco como en el diván de un salón de baile, intocada y serena, con un bolso de piel y una carpeta sobre las rodillas. Junto a ella Toussaints Morton mascaba un cigarro y sonreía a las paredes sucias de la estación, a Biralbo, que no recordaba haberlo visto en el Lady Bird. Aquella sonrisa era tal vez un saludo que él prefirió ignorar, le desagradaba la simpatía de los desconocidos. Compró un billete y esperó junto al andén oyendo que el hombre y la mujer hablaban muy quedamente a sus espaldas en una fluida mezcla de francés y de inglés que le resultaba indescifrable. De vez en cuando una poderosa carcajada masculina rompía el murmullo como de corredor de hospital y resonaba en la estación desierta. Con algo de aprensión Biralbo sospechó que el hombre se reía de él, pero no llegó a volverse. Hubo un silencio más largo: supo que lo miraban. No se movieron cuando llegó el tren. Ya en él, Biralbo los miró abiertamente desde su ventanilla y encontró la sonrisa obscena de Toussaints Morton, que movía la cabeza como diciéndole adiós. Los vio levantarse cuando el Topo abandonaba muy lentamente la estación. Debieron de subir a él dos o tres vagones más atrás del que ocupaba Biralbo, porque ya no volvió a verlos aquella noche. Pensó que tal vez continuarían el viaje hasta la frontera de Irún: antes de abrir la puerta de su casa ya se había olvidado de ellos.

Hay hombres inmunes al ridículo y a la verdad que parecen resueltamente consagrados a la encarnación de una parodia. Por aquel tiempo yo pensaba que Toussaints Morton era uno de ellos: muy alto, exageraba su estatura con botas de tacón y usaba chaquetas de cuero y camisas rosadas con amplios cuellos picudos que casi le llegaban a los hombros. Anillos de muy dudosa pedrería y cadenas doradas relumbraban en su piel oscura y en el vello de su pecho. Mascando un cigarro hediondo agrandaba su sonrisa, y llevaba siempre en el bolsillo superior de la chaqueta un largo mondadientes de oro con el que solía limpiarse las uñas, y se las olía luego discretamente, como quien aspira rapé. Un impreciso olor manifestaba su presencia antes de que uno pudiera verlo o cuando acababa, de marcharse: era la mezcla del humo de su tabaco cimarrón y del perfume que envolvía a su secretaria como una, pálida y fría emanación de su melena lisa, de su inmovilidad, de su piel rosada y translúcida.

Ahora, al cabo de casi dos años, yo he vuelto a reconocer ese olor, que ya será para siempre el del pasado y el miedo. Santiago Biralbo lo percibió por primera vez una tarde de verano, en San Sebastián, en el vestíbulo del edificio donde vivía entonces. Se había levantado muy tarde, había comido en un bar cercano y no pensaba ir al centro, porque aquella noche, era miércoles, estaría cerrado el Lady Bird. Caminaba hacia el ascensor sosteniendo todavía la llave del buzón —seguía mirándolo varias veces al día, por si acaso se retrasaba el cartero— cuando una sensación de lejana familiaridad y extrañeza le hizo erguirse y mirar en torno suyo: un segundo antes de identificar el olor vio a Toussaints Morton y a su secretaria felizmente instalados en el sofá del vestíbulo. Sobre las rodillas juntas y desnudas de la secretaria permanecían el mismo bolso y la misma carpeta que llevaba dos o tres noches antes en la estación del Topo. Toussaints Morton abrazaba una gran bolsa de papel de la que sobresalía el cuello de una botella de whisky. Sonreía casi fieramente apretando el cigarro a un lado de la boca, sólo se lo quitó cuando se puso en pie para tenderle una de sus grandes manos a Biralbo: tenía el tacto de la madera bruñida por el uso. La secretaria, Biralbo supo luego que se llamaba Daphne, hizo un gesto casi humano cuando se levantó: echando a un lado la cabeza se apartó el pelo de la cara, le sonrió a Biralbo, únicamente con los labios.

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