—Malcolm —dijo Toussaints Morton—, preferiría que después de tantos años no eligieras este momento para comprender que has sido el último en enterarte. Tranquilízate. Oye a Rossini.
La gazza ladra
…
Malcolm dijo un insulto en inglés y acercó un poco más la pistola a la cara de Biralbo. Se miraban en silencio como si estuvieran solos en la habitación o no oyeran las palabras del otro. Pero en los ojos de Malcolm había menos odio que estupor o miedo y deseo de saber.
—Por eso me abandonó —dijo, pero no le hablaba de Biralbo, repetía en voz alta algo que nunca se había atrevido a pensar—. Para conseguir el cuadro y venderlo y gastar contigo todo ese dinero…
—Un millón y medio de dólares, tal vez un poco más, como sin duda usted sabe. —También Toussaints Morton se acercaba a Biralbo, bajando el tono de la voz—. Pero hay un pequeño problema, amigo mío. Ese dinero es nuestro. Lo queremos, ¿entiende? Ahora.
—No sé de qué dinero ni de qué cuadro me hablan. —Biralbo se echó hacia atrás en el diván para que el aliento de Morton no le diera en la cara. Estaba tranquilo, un poco aletargado todavía por la ginebra, casi del todo ajeno a sí mismo, a aquel lugar, impaciente—. Lo que sí sé es que Lucrecia no tenía un céntimo. Nada. Le di mi dinero para que pudiera irse de San Sebastián.
—Para que pudiera venir a Lisboa, quiere usted decir. ¿Me equivoco? Dos antiguos amantes vuelven a encontrarse y comienzan juntos un largo viaje…
—No le pregunté a dónde iba.
—No le hacía falta. —Toussaints Morton dejó de sonreír. Parecía de pronto que no lo hubiera hecho nunca—. Sé que se marcharon juntos. Incluso que usted conducía el automóvil. ¿Quiere que le diga la fecha exacta? Daphne debe tenerla anotada en su agenda.
—Lucrecia huía de ustedes. —Desde hacía un rato Biralbo deseaba con urgencia fumar. Sacó despacio el tabaco y el mechero sosteniendo la mirada vigilante de Malcolm y encendió un cigarrillo—. También yo sé algunas cosas. Sé que temía que la mataran igual que a aquel hombre, el Portugués.
Toussaints Morton lo escuchaba imitando sin pudor el gesto de quien espera ávidamente el final de un chiste para empezar a reírse, esbozando ya una sonrisa, alzando un poco los hombros. Por fin soltó una carcajada y se golpeó los muslos con las anchas palmas de las manos.
—¿De verdad quiere que creamos eso? —Y miró gravemente a Biralbo y a Malcolm como si debiera repartir entre ellos toda su piedad—. ¿Me está diciendo que Lucrecia no le explicó nada sobre el plano que nos robó? ¿Que no sabía nada sobre
Burma
…?
—Está mintiendo —dijo Malcolm—. Déjamelo a mí. Yo haré que nos diga la verdad.
—Tranquilo, Malcolm. —Toussaints Morton lo hizo apartarse agitando sonoramente la mano donde brillaban las pulseras doradas—. Estoy temiendo que el amigo Biralbo no sea menos torpe que tú… Y dígame, señor. —Ahora hablaba como uno de esos policías cargados de paciencia y bondad, casi de misericordia—. Lucrecia tenía miedo de nosotros. De acuerdo. Lo deploro, pero puedo entenderlo. Tenía miedo y huyó porque nos había visto matar a un hombre. El género humano no perdió gran cosa aquella noche, pero usted me dirá, con razón, que no es éste el momento de estudiar esos detalles. También de acuerdo. Sólo quiero preguntarle una cosa: ¿por qué la bella Lucrecia, tan espantada por el crimen que no debió presenciar, no fue en seguida a la Policía? Era fácil, había escapado de nosotros, sabía el sitio exacto donde estaba el cadáver. Pero no lo hizo… ¿No imagina por qué?
Biralbo no dijo nada. Tenía sed y le escocían los ojos, había demasiado humo en el aire. Daphne lo miraba con un cierto interés, como se mira a quien viaja en el asiento de al lado. Él debía mantenerse firme, sin pestañear siquiera, fingir que lo sabía y lo ocultaba todo. Recordó una carta de Lucrecia, la última, un sobre que encontró vacío varios meses después de marcharse para siempre de San Sebastián.
Burma
, repetía en silencio,
Burma
, como diciendo un conjuro cuyo sentido ignorase, una palabra indescifrable y sagrada.
—Burma —dijo Toussaints Morton—. Es doloroso que nada sea ya respetable. Alguien alquila este local y usurpa ese nombre y lo convierte todo en un prostíbulo. Cuando vimos el letrero desde la calle se lo dije a Daphne: «¿Qué pensaría el difunto dom Bernardo Ulhman Ramires si levantara la cabeza?» Pero noto que usted ni siquiera sabe quién fue dom Bernardo. La juventud lo ignora todo y quiere saltar por encima de todo. El mismo dom Bernardo me lo dijo una vez, en Zurich, me parece que estoy viéndolo como lo veo a usted. «Morton», me dijo, «por lo que respecta a los hombres de mi generación y de mi clase, el fin del mundo ha llegado. No nos queda otro consuelo que coleccionar bellos cuadros y libros y recorrer los balnearios internacionales». Tenía usted que haber oído su voz, la majestad con que decía, por ejemplo, «Oswald Spengler», o «Asia», o «Civilización». Poseía en Angola selvas enteras y plantaciones de café más grandes que Portugal, y qué palacio, amigo mío, en una isla, en el centro de un lago, yo nunca lo vi, para mi desgracia, pero contaban que era todo de mármol como el Taj Mahal. Dom Bernardo Ulhman Ramires no era un terrateniente, era la cabeza de un reino magnífico levantado en la selva, supongo que ahora esos tipos lo habrán convertido todo en una comuna de harapientos comidos de malaria. Dom Bernardo amaba Oriente, amaba el gran Arte, quería que sus colecciones pudieran compararse a las mejores de Europa. «Morton», me decía, «cuando veo un cuadro que me gusta no me importa el dinero que deba pagar para tenerlo». Amaba sobre todo la pintura francesa y los mapas antiguos, era capaz de cruzar medio mundo para examinar un cuadro, y yo los buscaba para él, no sólo yo, tenía una docena de agentes recorriendo Europa en busca de cuadros y mapas. Dígame un gran maestro, cualquiera: dom Bernardo Ulhman Ramires tenía un cuadro o un dibujo suyo. También amaba el opio, a qué ocultarlo, eso no le quita grandeza. Durante la guerra había trabajado para los ingleses en el Sudeste de Asia y de allí trajo el gusto por el opio y una colección de pipas que nadie en el mundo igualará nunca. Recuerdo que me recitaba siempre un poema en portugués. Un verso decía así: «Um Oriente ao oriente do Oriente…» ¿Se aburre? Lo siento, yo soy un sentimental. Desprecio una civilización en la que no tienen sitio hombres como dom Bernardo Ulhman Ramires. Ya sé: usted no aprueba el imperialismo. También en eso se parece a Malcolm. Usted mira el color de mi piel y piensa: «Toussaints Morton debiera odiar los imperios coloniales.» Error, amigo mío. ¿Sabe dónde estaría yo si no fuera por el imperialismo, como dice Malcolm? No aquí, desde luego, cosa que a usted lo aliviaría. En lo alto de un cocotero, en África, saltando como un simio. Tocaría un tam tam, supongo, haría máscaras con cortezas de árboles… No sabría nada de Rossini ni de Cézanne. ¡Y no me hable
du Bon Sauvage
, se lo suplico!
—Que nos hable de Cézanne —dijo Malcolm—. Que nos diga lo que él y Lucrecia hicieron con el cuadro.
—Mi querido Malcolm —Toussaints Morton sonreía con sosiego papal—, alguna vez te perderá tu impaciencia. Tengo una idea: reclutemos al amigo Biralbo para nuestra alegre sociedad. Propongámosle un trato. Admitamos la posibilidad de que sus relaciones mercantiles con la bella Lucrecia no hayan sido tan satisfactorias como las sentimentales… Ésta es mi oferta, amigo mío, la mejor y la última: usted nos ayuda a recuperar lo que es nuestro y nosotros lo incluimos en el reparto de beneficios. ¿Te acuerdas, Daphne? La misma oferta le hicimos al Portugués…
—No hay trato —dijo Malcolm—. No mientras yo esté aquí. Cree que puede engañarnos, Toussaints, se sonreía mientras le hablabas. Dinos dónde está el cuadro, dónde está el dinero, Biralbo. Dilo o te mato. Ahora mismo.
Apretaba tan fuerte la culata de la pistola que tenía blancos los nudillos y le temblaba la mano. Daphne se apartó despacio de Biralbo, se puso en pie deslizando la espalda contra la pared. «Malcolm», decía en voz baja Toussaints Morton, «Malcolm», pero él no lo escuchaba ni lo veía, sólo miraba los ojos quietos de Biralbo como exigiéndole miedo o sumisión, afirmando en silencio, tan rígidamente como sostenía la pistola, la pervivencia de un antiguo rencor, la inútil, la casi compartida rabia de haber perdido el derecho a los recuerdos y a la dignidad del fracaso.
—Levántate —dijo, y cuando Biralbo estuvo en pie le puso la pistola en el centro del pecho. De cerca era tan grande y obscena como un trozo de hierro—. Habla ahora mismo o te mato.
Biralbo me contó luego que había hablado sin saber qué decía: que en aquel instante el terror lo volvió invulnerable. Dijo:
—Dispara, Malcolm. Me harías un favor.
—¿Dónde he oído yo eso antes? —dijo Toussaints Morton, pero a Biralbo le pareció que su voz sonaba en otra habitación, porque él sólo veía frente a sí las pupilas de Malcolm.
—En
Casablanca
—dijo Daphne, con indiferencia y precisión—. Bogart se lo dice a Ingrid Bergman.
Al oír eso una transfiguración sucedió en el rostro de Malcolm. Miró a Daphne, olvidó que tenía la pistola en la mano, la verdadera rabia y la verdadera crueldad contrajeron su boca e hicieron más pequeños sus ojos cuando volvió a fijarlos en Biralbo y se lanzó sobre él.
—Películas —dijo, pero era muy difícil entender sus palabras—. Eso es lo único que os importaba, ¿verdad? Despreciabais a quien no las conociera, hablabais de ellas y de vuestros libros y vuestras canciones pero yo sabía que estabais hablando de vosotros mismos, no os importaba nadie ni nada, la realidad era demasiado pobre para vosotros, ¿no es cierto…?
Biralbo vio que el cuerpo grande y alto de Malcolm se le aproximaba como si fuera a derribarse sobre él, vio sus ojos tan cerca que le parecieron irreales, al retroceder chocó contra el diván, y Malcolm seguía aproximándose como un alud, le dio una patada en el vientre, se hizo a un lado para eludir su caída y entonces tuvo ante sí la mano que aún apretaba la pistola, la golpeó o la mordió y la oscuridad se hizo sobre él y cuando volvió a abrir los ojos la pistola estaba en su mano derecha. Se puso de pie, empuñándola, pero Malcolm aún seguía encorvado sobre el vientre, de rodillas, la cara contra el diván, y Daphne y Toussaints Morton lo miraban y retrocedían, «tranquilo», murmuraba Morton, «tranquilo, amigo mío», pero no llegaba a sonreír, fijo en la pistola que ahora estaba apuntándole, y Biralbo dio unos pasos atrás y tanteó la puerta en busca del pestillo, pero no lo encontraba, Malcolm volvió la cara hacia él y comenzó a levantarse muy lentamente, al fin la puerta se abrió y Biralbo salió de espaldas, acordándose de que era así como salían los héroes de las películas, cerró de un portazo y echó a correr hacia las escaleras de hierro y sólo cuando cruzaba la penumbra rosada del bar donde bebían las mujeres rubias se dio cuenta de que aún llevaba la pistola en la mano y de que muchos pares de ojos sucesivos lo miraban con sorpresa y espanto.
Salió a la calle y al recibir bruscamente en la cara el aire húmedo de la noche supo por qué no tenía miedo: si había perdido a Lucrecia nada le importaba. Guardó la pesada pistola en un bolsillo de su abrigo y durante unos segundos no corrió, apaciguado por una extraña pereza semejante a la que algunas veces nos inmoviliza en los sueños. Sobre su cabeza se apagaba y encendía en breves intervalos el rótulo del
Burma Club
alumbrando un muro muy alto de balcones vacíos. Echó a andar de prisa, con las manos en los bolsillos, como si llegara tarde a alguna parte, no podía correr, porque una muchedumbre como de puerto asiático ocupaba la calle, rostros azules y verdes bajo los letreros de neón, esfinges de mujeres solas, grupos de negros que se movían como obedeciendo un ritmo que sólo ellos escucharan, cuadrillas de hombres de pómulos cobrizos y rasgos orientales que parecían congregados allí por una turbia nostalgia de las ciudades cuyos nombres resplandecían sobre la calle,
Shangai, Hong Kong, Goa, Jakarta
.
Notaba la serenidad letal de quien sabe que se está ahogando y se volvía para mirar el rótulo del
Burma
, tan cercano aún como si no se hubiera movido. Percibía cada instante como un minuto larguísimo y miraba los rostros innumerables buscando entre ellos el de Malcolm, el de Toussaints Morton, el de Daphne, incluso el de Lucrecia, sabiendo que era preciso correr y que no tenía voluntad para hacerlo, igual que cuando uno sabe que debe levantarse y se concede una tregua y cuando vuelve a abrir los ojos cree que ha dormido mucho tiempo y no ha pasado ni un minuto y otra vez decide que se va a levantar. Pesaba tanto la pistola, me dijo, había tantos rostros y cuerpos que abrirse paso entre ellos era como avanzar en la multiplicada espesura de una selva. Entonces se volvió y vio a Malcolm en el mismo instante en que sus ojos azules y lejanos lo descubrían a él, pero Malcolm se le aproximaba con igual lentitud, como si nadara contra una poderosa corriente entorpecida de malezas, más alto que los otros, fijo en Biralbo como en la orilla que anhelara alcanzar, y eso hacía que los dos avanzaran más lentamente aún, porque no dejaban de mirarse y chocaban contra cuerpos que no veían y que los anegaban a veces ocultando a cada uno de la vista del otro. Pero volvían a descubrirse y la calle no terminaba nunca, se iba volviendo más oscura, con menos rostros y luces de clubes, de pronto Biralbo vio a Malcolm quieto y solo en mitad de una calzada donde no había nadie, parado ante su propia sombra, con las piernas abiertas, y entonces sí corrió y los callejones se iban abriendo ante él como una carretera frente a los faros de un automóvil. Oía a su espalda el redoble de los pasos de Malcolm y hasta el jadeo de su respiración, muy lejana y muy próxima, como una amenaza o una queja en el silencio de plazas resplandecientes y vacías, grandes plazas con columnas, calles de ventanales sucesivos donde sus pisadas y las de Malcolm sonaban al unísono, y a medida que la fatiga lo asfixiaba se le iba disgregando la conciencia del espacio y del tiempo, estaba en Lisboa y en San Sebastián, huía de Malcolm como otra noche igual había huido de Toussaints Morton, no había cesado nunca esa persecución por una doble ciudad que conjuraba su trama para convertirse en laberinto y acoso.
También aquí las calles se volvían de pronto iguales y geométricas, parcialmente abandonadas a la noche, perspectivas desiertas de plazas más iluminadas desde donde venía un débil y preciso rumor de ciudad habitada. Corría hacia esas luces como hacia un espejismo que se sigue alejando. Oyó a su espalda el ruido lento de un tranvía que borró los pasos de Malcolm y lo vio pasar junto a él alto y amarillo y vacío como un buque a la deriva y detenerse un poco más allá, tal vez podría alcanzarlo, alguien bajó y el tranvía tardó un poco en moverse de nuevo, Biralbo estaba casi llegando a su altura cuando se puso en marcha muy despacio y osciló al alejarse. Como quien mira en una estación el tren que ya ha perdido Biralbo se quedó inmóvil, con la boca y los ojos muy abiertos, limpiándose el sudor de la cara y la saliva que le manchaba los labios, olvidado de Malcolm, de la obligación de huir, y aunque volver la cabeza le exigía un esfuerzo imposible giró lentamente y vio que Malcolm también estaba parado a unos metros de él, al filo de la otra acera, como en la cornisa de un edificio por la que fuera a desplomarse, jadeando y tosiendo, apartándose el pelo rojizo de la cara. Tocó en el bolsillo la culata de la pistola y una rápida alucinación le hizo verse apuntando hacia Malcolm y casi oír el disparo y la sorda caída del cuerpo sobre los raíles, sería tan infinitamente fácil como cerrar los ojos y no moverse nunca más y estar muerto, pero Malcolm ya caminaba hacia él como hundiéndose a cada paso en una calle de arena. Corrió de nuevo, pero ya no podía, vio a su izquierda una bocacalle más oscura, una escalinata, una torre delgada y más alta que los tejados de las casas, absurdamente sola y levantada entre ellas, con ventanas góticas y nervaduras de hierro, corrió hacia una luz y una puerta entornada donde había un hombre, un cobrador que llevaba a la cintura una cartera llena de monedas y le dio un billete. «Quince escudos», le dijo, lo empujó hacia el interior, cerró pausadamente una especie de verja herrumbrosa, hizo girar una manivela de cobre y aquel lugar que Biralbo aún no había mirado comenzó a estremecerse y a crujir como las maderas de un buque de vapor, a levantarse, había un rostro al otro lado de la verja, dos manos asidas a ella que la sacudían, Malcolm, que se fue hundiendo en el subsuelo, que desapareció del todo cuando Biralbo aún no había entendido del todo que estaba en un ascensor y que ya no era preciso que siguiera corriendo.