Frank tenía una pistola calibre 25 para aquel trabajo, en lugar de su habitual calibre 22. («Nunca firmes tu trabajo», le había dicho Bap.) Se cubrió la cabeza con la capucha de su cazadora y bajó del coche. La calle estaba vacía. En San Diego, la gente no sale de noche cuando llueve. El único que lo hacía era Bap, para ir a su oficina.
Al ver a Frank, Bap dejó caer el rollo de monedas, que repiquetearon en el suelo y algunas salieron rodando, como si quisieran escapar. Bap trató de mantener la puerta cerrada.
«Él sabía —pensó Frank—. Lo sabe.»
Había dolor en su mirada mientras trataba de aguantar la puerta, pero Frank era demasiado fuerte y simplemente la abrió de un tirón.
—Lo siento —dijo Frank y le disparó cuatro veces a la cara.
La sangre lo siguió hasta la calle.
Frank asistió al funeral. Marie parecía inconsolable. Más adelante, demandó al FBI por negligencia, pero la demanda no prosperó y la investigación del asesinato tampoco.
A los federales les pareció que había sido Jimmy y lo imputaron y metieron el trabajo en el mismo paquete contra Los Ángeles con todo lo demás, pero no tenían pruebas y no pudieron demostrar nada.
Gracias a aquella noche, Frank ingresó en la familia y Mike también. La «ceremonia» fue cutre y tuvo lugar en la parte trasera de un coche detenido a un lado de la I-15, cerca de Riverside, con Chris Panno y Jimmy Forliano, y consistió en lo siguiente: Chris frenó a un lado de la autopista y Jimmy se volvió hacia el asiento posterior, pinchó el pulgar de Frank con un alfiler, le dio un beso en cada mejilla y le dijo:
—Enhorabuena, ya eres uno de los nuestros.
No quemaron ningún papel, ni hubo estiletes ni pistolas ni nada parecido. No tuvo nada que ver con la manera en que se suponía que se hacían las cosas antiguamente ni con lo que salía en las películas. Mike se llevó una desilusión.
Frank se portó bien después de la muerte de Bap. Mike fue a parar a San Quintín. Lo habían pillado por extorsionar a unos jugadores locales: los federales consiguieron una grabación en la que él y Jimmy Regace hablaban del tema, conque los cazaron a los dos. Los federales trataron de situarlo al volante en la muerte de Baptista, con Forliano apretando el gatillo, y trataron de hacer un trato con él, pero Mike no picó y no habría aceptado el trato, de todos modos. Mike podía ser o no ser muchas cosas, pero no era un soplón y jamás mencionó el nombre de Frank.
Nadie lo mencionó, mientras Frank sudaba la gota gorda —literalmente— en Rosarito. Aquella misma primavera, la Comisión del Delito de California confeccionó una lista sobre la Delincuencia Organizada, que incluía noventa y tres nombres, entre los cuales el de Frank no figuraba. Él calculó que, después de esquivar una bala grande, le convenía no llamar la atención.
Frank volvió a ver a Richard Nixon una vez más. Era el otoño de 1975 y Nixon ya no era el presidente, sino un ex presidente; estaba exiliado en San Clemente y había caído en desgracia.
Bajó a la Sur en octubre para intervenir en el torneo de golf de Fitzsimmons: era su primera aparición en público desde que se vio obligado a dejar el cargo. Frank estaba en el aparcamiento cuando llegó la limusina de Nixon y lo vio descender del vehículo. Ya no parecía desenvuelto, sino derrotado y anciano, pero jugó los dieciocho hoyos completos y en aquella ocasión no pareció importarle que lo vieran con personas como Allen Dorner y Joey
el Payaso
y Tony Jacks, que también estaban jugando.
Y a ellos no les importó que los vieran con Richard Nixon.
«¿Será posible? —se pregunta Frank—. ¿Se habrá enterado de algo Marie Baptista, la viuda de Bap, a raíz de su demanda contra el FBI? ¿Se habrá tomado su tiempo y habrá ahorrado dinero, tal vez? ¿Habrá tratado de contratar a alguien para que me matase y encontró a Vince? Es poco probable, pero tengo que averiguarlo.»
Se sube al coche de alquiler y se dirige a Pacific Beach.
Marie Baptista sigue viviendo en la misma casa. Frank no la ha visto desde el funeral de Bap, hace treinta años, pero sabe llegar hasta su casa. Camina por el senderito, entre los arriates de flores bien cuidados, y toca el timbre, como solía hacer antiguamente, cuando iba a presentar sus respetos.
Marie sigue teniendo un aspecto estupendo. Menuda, limitada, como suelen estarlo los ancianos, pero todavía estupenda. Conserva aún aquella cara bonita y los ojos vivos y una mirada a aquellos ojos revela a Frank que aquella anciana sería capaz de contratar a alguien para vengar a su esposo.
—Señora Baptista —dice Frank—, ¿se acuerda de mí? Soy Frankie Machianno.
Parece desconcertada. Se esfuerza por recordar, pero no lo consigue... a menos que sea una actriz magnífica.
—Solía trabajar con su esposo —sugiere Frank.
«En realidad, trabajé para los dos», piensa.
—Solía llevarla en el coche a comprar los comestibles... —dice Frank.
Su rostro se ilumina:
—Frankie... ¿Quieres pasar?
Él entra. El lugar tiene ese olor a viejo, a perfume de flores, que acompaña siempre a las ancianas, pero está muy limpio y ordenado. Debe tener a alguien que viene a ayudarla. Bap debió de dejarla en buena posición. Aquello habla bien de Bap.
—¿Quieres una taza de té? —pregunta Marie—. Ya no bebo café. Los intestinos...
—El té está bien —dice Frank—. ¿La ayudo?
—Solo pongo a calentar el agua —dice Marie—. Siéntate. Solo tardo un minuto.
Frank se sienta en el sofá. Las pinturas espantosas de Bap cubren todas las paredes. Un montón de acuarelas de escenas marinas y un retrato feo de ella. Es lo peor de Bap, pero a ella le debe encantar. Ella se ve hermosa.
Dondequiera que haya una superficie plana hay una foto de Bap, peinado para disimular la calvicie, con sus ojazos saltones, las gafas gruesas y la sonrisa forzada. Frank tiene grabada en la cabeza una imagen distinta de Bap: Bap en la cabina telefónica y la sangre que corre...
Marie entra con dos tazas sobre sus platillos. Frank se pone de pie y coge una de las tazas y le sujeta la silla para que ella se siente.
—Me alegro tanto de verte, Frankie —dice.
—Yo también me alegro de verla —dice Frank—. Lamento no haber venido más a menudo.
Ella sonríe y asiente con la cabeza.
«Si hubiese sido ella —piensa Frank—, ya te habrías dado cuenta. Parecería asustada o culpable y lo notarías en sus ojos.»
—¿Me has traído la compra? —pregunta ella.
—No, señora —dice Frank—. Ya no me ocupo de eso.
—Vaya —dice ella y parece confusa—. Creí que...
—¿Necesita que le vaya a hacer la compra, señora Baptista? —pregunta Frank.
—Pues sí. —Su mirada recorre la habitación—. La lista... Creí que... ¿Dónde está?
—¿Está en la cocina? —pregunta Frank—. ¿Puedo ir a ver?
Ella frunce el ceño y mira por toda la habitación. Frank se pone de pie, apoya la taza de té en un tapete sobre la mesa auxiliar y va a la cocina. Encuentra la lista pegada cerca del teléfono. O había olvidado llamar al servicio de reparto a domicilio o se olvidaba de que había llamado. En cualquiera de los dos casos...
—Señora Baptista —le dice al regresar al salón—, ¿quiere que le vaya a buscar el pedido?
—Es tu trabajo, ¿no es cierto? —dice ella con brusquedad.
—Pues sí, señora, así es.
Encuentra un supermercado Albertsons en un centro comercial a tres manzanas de allí. No le lleva mucho tiempo, porque la lista es breve: unas cuantas latas de atún, un poco de pan, leche, zumo de naranja. Va a la sección de congelados y elige con esmero algunas de las comidas en porciones individuales de mejor calidad y las echa en la cesta.
Vuelve a tocar el timbre cuando regresa. Ella lo hace pasar y él deposita las bolsas en la encimera de la cocina y empieza a guardarlo todo. Le enseña las comidas para el microondas antes de meterlas en el congelador.
—Estas se preparan en cinco o seis minutos —le dice.
—Ya lo sé —dice ella con impaciencia.
Mira a los ojos de aquella anciana y le trae tantos recuerdos. La ve a ella con el vestido negro, cuando «estaba como un camión», a Al DeSanto y a Momo. Era una mujer fuerte y, después de superar todo aquello, encima se casa con Bap.
Ella alarga la mano, le toca el brazo y le ofrece su sonrisa más seductora. Aunque parezca extraño, es seductora. Ella sigue siendo hermosa.
—Le diré a Momo —dice— que has hecho un buen trabajo.
—Gracias, señora.
—Llámame Marie.
—No puedo hacer eso, señora Baptista.
Guarda la comida en el congelador, se despide y se marcha.
«Pues sí, eres un tío cojonudo —piensa—: matas al esposo de la mujer y después vas y le compras un par de comidas congeladas.»
Como si así la fuera a compensar.
Pero no fue Marie la que ordenó que lo mataran.
«En consecuencia, sigo atascado con la pregunta: ¿por qué querría verme muerto Vince Vena? Y, si no actuaba por cuenta propia, ¿por qué me querrían ver muerto los de Detroit?»
Decide que no importa.
«Si en Detroit no tenían ningún motivo de queja contra mí antes de que matara a Vince, ahora seguro que lo tienen. No van a permitir que alguien se cargue a un miembro del consejo que dirige la Combinación y salga ileso, aunque sea en defensa propia. Así que esto no va a ser una confusión breve ni fácil de resolver, sino que vendrán a montones y a largo plazo y no pararán hasta que acabe en el hoyo. Esto va a ser una guerra y voy a necesitar los recursos para una guerra.»
Se dirige a La Jolla para ver al Cinco Centavos.
Cuando Hansen regresa a la oficina del FBI en el centro, el joven agente entra como un acólito llevando el cáliz a un obispo.
—Hemos identificado el cuerpo que apareció flotando —le informa—. ¿Cómo lo supo, señor Hansen?
—Llámame Dave —dice Dave—. Hoy ya me siento bastante mayor.
«Y no me acuerdo del nombre del chaval —piensa—. Los de la nueva tanda son todos iguales y este también: delgado, pero musculoso, de aspecto muy cuidado y pelo corto; llevan traje negro o azul, camisa blanca y corbata discreta de un sólo color.»
Aquel es particularmente meticuloso con la ropa. Dave observa que lleva la camisa blanca de rigor, pero con puño doble y gemelos caros.
«Gemelos —piensa Dave—. ¿Adónde vamos a ir a parar? Troy, así se llama el chaval: Troy... Vaughan.»
—Pero ¿cómo lo has sabido, Dave? —pregunta Troy.
Se refiere a comparar las huellas dactilares con los archivos del condado. De todos modos, son un montón de archivos y Dave está algo sorprendido de que ya lo hayan encontrado.
«Supongo que es gracias a los superordenadores —piensa—. Antiguamente, era cuestión de... Pero ¿qué importa? Ya no estamos en aquella época.»
—No lo sabía —dice Dave—. Era una corazonada.
—¡Impresionante!
—Bueno, ¿me vas a dar la identificación? —pregunta Dave.
Troy se sonroja y le enseña la carpeta.
Vincent Paul Vena tiene mucho mejor aspecto en la foto de archivo que en las rocas de Point Loma. Tiene la típica sonrisa de «Me importa un carajo» que lucen todos los mafiosos; se la deben de enseñar en la academia de la mafia.
El expediente de Vena es bastante voluminoso: acometimiento, agresión con daños físicos graves, juegos de azar, extorsión, incendiarismo... Pasó un tiempito en Leavenworth por provocar aquel incendio. La bofia de Michigan le atribuía varios asesinatos cometidos en la década de 1990, pero no pudieron endosarle ninguno, y, según dicen, acababan de ascenderlo a miembro del consejo que dirige la Combinación.
Nada de todo esto tiene demasiada importancia para Dave. Lo que sí importa —importa mucho— es que Vena era el tío de Detroit al que Teddy Migliore pagaba a cambio de protección. Vena se ocupaba del negocio de los clubes de estriptis y de la prostitución en San Diego para la Combinación.
—¿Qué hace en California un mafioso de Detroit? —pregunta Troy.
—¿Venir de vacaciones? —sugiere Dave.
«Tal vez —piensa Dave—, aunque lo más probable es que no. Lo más probable es que anduviera por ahí controlando los perjuicios que han provocado las imputaciones de la Operación Aguijón G. Puede que intentara cargarse a alguien, aunque da la impresión de que alguien se resistió.»
Dave acaba de leer la ficha de Vena, coge el coche y va a lo que solía ser el barrio italiano. Una vez más, Frank Machianno no se había presentado para la «hora de los caballeros» ni tampoco en la tienda de carnada, que seguía cerrada. Nadie ha informado de su desaparición, pero ha desaparecido, ¡me cago en la hostia!
Dave se dirige a pie a la sucursal de la biblioteca en el centro, donde Patty Machianno trabaja a tiempo parcial. Simplemente quiere charlar un rato con ella, no en calidad de agente del FBI, sino como un amigo preocupado.
Ella no está allí. Recorre todo el edificio, pero no la ve, de modo que se acerca a una mujer que está detrás del mostrador de recepción, que tiene más o menos la misma edad que ella.
—¿Ha venido Patty hoy?
La mujer lo mira y después echa un vistazo a su alianza.
—Soy amigo de Frank —dice, porque todos quieren a Frank, el vendedor de carnada—. Como estaba en la biblioteca, se me ha ocurrido pasar a saludarla.
—Patty avisó ayer que estaba enferma —le dice la mujer—. Dijo que no sabía cuándo vendría.
—Gracias.
Dave regresa a la oficina, coge un coche y conduce hasta la casa de Patty. Toca el timbre media docena de veces, después fisgonea alrededor de la casa y se asoma a las ventanas. El lugar está bien cerrado. Mira el buzón y está vacío. No hay correo ni periódicos. Sabe que Patty está suscrita al
Union-Trib
, porque Frank siempre refunfuña por ese motivo.
—Podría leerlo en la biblioteca —le decía Frank.
—A lo mejor le gusta leerlo mientras desayuna, Frank.
Patty es muy aficionada a
Padres and Chargers
y todas las mañanas lee la sección deportiva. Es realmente adicta a las columnas de Nick Canepa.
Dave llama por teléfono al servicio de atención al cliente.
—Hola, soy Frank Machianno —dice— y esta mañana no he recibido el periódico.
Da la dirección de Patty a la señorita que atiende el teléfono y unos segundos después ella vuelve a estar en línea y le dice:
—Señor, ustedes han solicitado la interrupción de la entrega durante dos semanas.