—Esa respuesta no me vale, puesto que no está hecha desde el punto de vista del Emperador.
—¿Y cómo quieres que adivine cuál es el punto de vista del Emperador? —se lamentó el pobre hombre—. A menudo ni siquiera sé cuál es tu punto de vista, y no eres más que una princesa… Él es hijo de dios, y por lo tanto ni por lo más remoto puedo ponerme en su lugar.
—¿De verdad lo crees?
—¿Qué?
—¿Que es hijo de dios?
—¡Naturalmente!
—¿Estás seguro?
—¡Por completo! ¿Acaso tú no?
Sangay Chimé se tomó unos instantes para reflexionar, se acarició con gesto de profundo amor el abultado vientre y por último replicó:
—Le conozco tan a fondo, que en ocasiones me asaltan las dudas… ¿Cómo un dios puede cometer semejantes errores y tener debilidades tan humanas? Sin embargo… —añadió— de igual modo no consigo evitar preguntarme de qué forma un simple ser humano podría llegar a ser tan superior a cuantos le rodean si no tuviera un origen divino.
—Puede que sea mitad hombre y mitad dios.
—O que tan sólo sea un hombre extraordinario.
—Eso suena a herejía y sabes mejor que yo que la herejía está castigada con la muerte.
—Ésa es una regla que únicamente afecta al pueblo llano —le recordó ella—. Los miembros de la familia real tenemos el privilegio de expresar ciertas dudas dentro del recinto de nuestra casa, y siempre que no lo hagamos en presencia de los criados. —Sonrió irónicamente—. Lo que ocurre es que precisamente somos los miembros de la familia real los menos interesados en expresar cualquier tipo de dudas sobre el origen de nuestra sangre.
—¡Lógico!
—¡Y tan lógico!… Pero eres mi esposo y pretendo que no existan malentendidos entre nosotros… Puedes estar seguro de que daría a gusto mi vida por el Emperador, pero no estoy segura de si la daría por el hijo del Sol.
Rusti Cayambe permaneció con su copa en alto, sin decidirse a beber, y realmente confuso puesto que tenía la impresión de que acababan de propinarle una inesperada patada a sus convicciones.
—¿Y cuál es la diferencia? —balbuceó al fin.
—Son muchas y muy significativas… —fue la convencida respuesta—. Hace tiempo llegué a la conclusión de que existen tres hombres diferentes pese a que habiten un mismo cuerpo: el inteligente y comprensivo Emperador, el tierno y desesperado esposo de la reina Alia y el intransigente y despiadado hijo del Sol. Tú has conocido a los dos primeros, pero aún no has tenido ocasión de conocer al tercero. —Agitó la cabeza con gesto pesimista—. Y confío, por nuestro bien, que nunca te veas en la necesidad de hacerlo.
—¿Tan malo es?
—Peor aún.
—¿En qué sentido?
—En todos.
—¡Si no me dices más!… —se impacientó el general Saltamontes—. Puedo entender que exista una notable diferencia entre el hombre público que se ve obligado a gobernar un gigantesco imperio y el hombre enamorado y deseoso de tener descendencia, pero si no me lo explicas mejor, jamás conseguiré entender quién es ese otro al que según tú no conozco.
—Ya te lo he dicho: es el hijo del Sol; el único descendiente directo de Dios sobre la tierra, y cuya principal misión no es la de ser un buen o mal Inca, conquistador o pacificador, dulce o violento, sino la de convertirse en otro eslabón de una cadena dinástica que comenzó con Viracocha y concluirá cuando ese mismo Viracocha regrese y se apodere del último eslabón uniéndolo al primero para completar el círculo de la creación… ¿Empiezas a entenderlo?
—Más o menos.
—En ese caso dime… ¿de qué sirve una cadena si uno de sus eslabones se quiebra?
—De nada, naturalmente.
—Pues ahí es donde aflora el auténtico hijo del Sol. Le atormenta comprender que está fallando en la esencia de su razón de ser, que no es otra que perpetuar la especie conservando la sangre de los Incas tan pura como la recibió. El resto no es más que anécdota para la historia. Hemos tenido Incas pacíficos, conquistadores, justos, crueles, sanguinarios e incluso afeminados… ¿Y a quién le importa?… Lo que en verdad importa es tener un auténtico hijo del Sol sentado en el trono para que todo siga igual hasta el fin de los siglos.
—Nunca se me había ocurrido verlo de ese modo.
—Porque pertenecías al pueblo llano, querido. —La princesa Sangay Chimé extendió la mano para posarla cariñosamente sobre los muslos de su esposo—. Pero ahora has pasado a formar parte de una casta superior, y ello trae aparejado no sólo notables privilegios, sino también pequeñas obligaciones.
—Y la primera de dichas obligaciones debe de ser la de procurar no perder dichos privilegios… —puntualizó él con marcada intención.
—¡Sin la más mínima duda!
—Me lo temía.
—¡Así son las cosas! —Una tranquilizadora sonrisa iluminó como un rayo de sol el hermoso rostro de la muchacha—. Pero no te entristezcas… —añadió—. Que sean así no sólo es bueno para nuestra casta, sino sobre todo para las castas inferiores… —Le apuntó levemente con el dedo—. Tú lo puedes entender porque has visto cómo viven los salvajes más allá de nuestras fronteras… Violan, roban, esclavizan y se matan entre sí. Son apenas poco más que alimañas de la selva sin el más mínimo sentido de la responsabilidad, que no piensan más que en emborracharse, mascar coca o fornicar…
—En eso tienes razón.
—¡Ya sé que la tengo! Y también sé que hasta que Viracocha llegó, instauró nuestra cultura, y ordenó a Manco Cápac y Mama Ocllo que construyeran la sagrada ciudad del Cuzco, también nosotros nos comportábamos de un modo semejante… De hecho, mi familia materna no es mucho mejor…
—Nunca me hablas de ella.
—Hay poco que decir. Son seres primitivos, a un millón de años de distancia de la inteligencia o la sensibilidad del Inca. Una vez fui a visitarlos, y fue como descender a los infiernos. Hace cientos de años el suyo debió de ser un pueblo culto y poderoso, pero un buen día el populacho se alzó contra sus líderes, permitiendo que imperase la anarquía, por lo que han acabado por vivir como cerdos.
—Ya he advertido que para ti el sentido del «orden» resulta esencial.
—Me agrada el orden, en efecto, pero ello no está reñido con la tolerancia. Ni tampoco significa que por mantener ese orden acepte a pies juntillas que el Emperador desciende en línea directa del Sol. «Convendría que así fuera…» —matizó—. Pero que lo sea o no carece de importancia.
—¿Qué pretendes decir con eso de que «carece de importancia» que sea o no hijo del Sol?
—Que a mi modo de entender las cosas, resultaría siempre preferible que no lo fuera pero que el pueblo así lo creyera, a que sí lo fuera pero que el pueblo no lo aceptara.
—Eso se me antoja muy retorcido… —se lamentó de nuevo Rusti Cayambe, que cada vez parecía más confuso.
—Puede que lo sea —admitió ella—. Pero debes empezar a darte cuenta de que para que una minoría se mantenga en la cúspide del poder durante siglos, a veces resulta imprescindible comportarse de una forma «retorcida»… —Hizo un leve gesto hacia el exterior—. Ahí fuera duermen millones de hombres y mujeres que han cenado lo justo y cuentan con el calor imprescindible para no congelarse. Todos ellos quisieran estar ahora aquí, pero en ese caso ninguno de ellos saldría realmente beneficiado, puesto que el reparto no alcanzaría para proporcionarle bienestar a todos. Te han ofrecido una oportunidad única porque te la has merecido, y lo que ahora pretendo es enseñarte las reglas del juego.
—No sé si me gusta ese juego… —le hizo notar su esposo.
—Te gustará cuando nazcan nuestros hijos y no los obliguen a trabajar de sol a sol, patrullar por el desierto o despeñarse construyendo puentes. Tú y yo desapareceremos, pero generaciones que llevarán nuestra sangre se sentirán felices por haber nacido en un palacio del Cuzco y no en una choza de la puna.
A Rusti Cayambe, que no había nacido en una choza de la puna, pero sí en una humilde aldea a orillas del tumultuoso Urubamba, le resultaba no obstante harto difícil acostumbrarse a ver el mundo desde la perspectiva de la mujer con la que se había casado.
Criado como cualquier otro niño del Imperio, se había hecho hombre convencido de que el Inca era el indiscutible hijo del Sol, y que las leyes y las costumbres se regían por unas normas comparables a las que regían el movimiento de los astros, ya que nadie pondría nunca en duda que la luna crecía o menguaba en el cielo, que a la primavera le seguiría el verano, o que la lluvia hacía crecer el maíz.
Nadie debía poner tampoco en duda que el Inca era dios, sus parientes seres casi divinos, y que cuando los astrólogos hacían sus predicciones éstas se cumplirían de modo indefectible.
Los generales sabían ganar batallas y los
hampi-camayocs
curar a los enfermos.
Todo estaba en su lugar y él sabía perfectamente qué lugar ocupaba en ese todo.
Pero ahora las cosas habían cambiado.
¡Y cómo habían cambiado!
A menudo se despertaba en mitad de la noche, comprobaba que aquella maravillosa criatura dormía realmente a su lado, observaba cómo una tímida lámpara de aceite perfumado brillaba en un rincón de la cálida estancia, palpaba la manta de finísima lana de alpaca sobre la que descansaba y le asaltaba la extraña sensación de que no era Rusti Cayambe el que se encontraba allí, sino un ser desconocido cuyas idas y venidas observaba sentado en el borde mismo de la luna.
Un pez fuera del agua o una cotorra en las profundidades del océano no se hubieran sentido tan desplazados como él se sentía cuando la inteligente princesa le guiaba a través de un laberinto de nuevas ideas que ni siquiera había imaginado que existieran.
Para Rusti Cayambe, el Inca siempre había sido el Inca, pero ahora Sangay aseguraba que en ese único cuerpo habitaban tres seres diferentes y que dos de ellos resultaban ser sorprendentemente humanos.
¿Cómo asimilarlo?
Era como haber sido trasladado a un mundo en el que las rocas se convertían en barro, los ríos corrían montaña arriba o la nieve calentaba.
Descubrir que las leyes no eran iguales para todos, y que se las podía moldear por el mero hecho de tener una determinada sangre en las venas le sumía en el desconcierto, pero lo que sin duda más contribuía a confundirle era aquel sutil manejo de ideas y palabras de que solían hacer gala los nobles de la corte.
Era como si únicamente vivieran en la hora del crepúsculo, cuando el blanco no es blanco, ni el negro negro, y cuando hasta los colores del cielo, las montañas o las nubes varían de un instante al siguiente, y cada cual los interpreta a su manera.
En ocasiones echaba de menos los viejos tiempos en los que el blanco era blanco y el negro negro, pero si quería ser absolutamente sincero consigo mismo se veía obligado a admitir que le alegraba el alma saber que su hijo no sería un vulgar «destripaterrones», un pastor de llamas, o un
chasqui
correcaminos.
L
a princesa Sangay Chimé se encontraba ya en su sexto mes de embarazo cuando su flamante esposo, el joven general Saltamontes, se vio obligado a alejarse de la capital con el fin de perseguir y castigar a un grupo de
urus
del Titicaca que habían asesinado al
curaca
que los había apremiado en exceso a la hora de reclamar el «impuesto de las pulgas».
Los
urus
, que junto a los
aymará
poblaban las orillas del gigantesco lago, eran tan increíblemente indolentes que se negaban a efectuar ningún tipo de trabajo, malviviendo de lo poco que pescaban sin apenas moverse de las puertas de sus míseras chozas de juncos, y permitiendo que la suciedad y, sobre todo, unas enormes pulgas que proliferaban por millones los devoraran.
A tal extremo había llegado su desidia, que los recaudadores imperiales los obligaban a entregar cada mes un canuto de caña repleto de esas pulgas, puesto que ésta parecía ser la única forma que existía de obligarlos a librarse de tan molestos parásitos.
Justo era admitir que en esta ocasión el
curaca
se había extralimitado en sus funciones, pero las leyes establecían que en tales casos se debía acudir en primer lugar al arbitrio del gobernador de la provincia, sin que estuviera permitido, bajo ningún concepto, la libertad de tomarse la justicia por su mano.
A la vista de ello, Rusti Cayambe agradeció en cierto modo la oportunidad que se le brindaba de volver a la vida activa, alejándose durante un corto período de tiempo de las intrigas de la corte y, sobre todo, de aquel marasmo de ideas nuevas que amenazaban con hacer que la cabeza le estallara.
Al propio tiempo deseaba aprovechar la ocasión para comprobar hasta qué punto el entrenamiento a que había sometido a sus hombres surtía el efecto deseado.
Eran unos magníficos soldados, de eso no le cupo la más mínima duda. Rápidos, incansables, disciplinados y silenciosos, asaltaron la diminuta isla en que se habían hecho fuertes los rebeldes con la misma facilidad con que hubieran abofeteado a una pandilla de mozalbetes, y regresaron cantando alegremente mientras pateaban despreocupadamente las cabezas de sus desgraciados enemigos.
Concluida la misión, el general Saltamontes, que por más que se lo propusiera no podía olvidar que era hijo de humildes labradores, decidió quedarse unos días en las cercanías del lago con la intención de estudiar la curiosa forma que tenían los
aymará
de obtener durante casi todo el año magníficas cosechas sin que las heladas nocturnas les destrozaran los cultivos.
Con infinita paciencia y siglos de duro esfuerzo, los
aymará
habían preparado sus campos de tal forma que anchas acequias de poco más de un metro de profundidad, y que se abastecían del agua del Titicaca, bordeaban cada parcela de tierra fértil, que se convertía en una especie de cuadrada isla de no más de cincuenta pasos de largo por cada lado.
De ese modo conseguían que allí, a casi cuatro mil metros de altitud sobre el nivel del mar y con un sol ecuatorial cayendo a plomo, el agua de las acequias se calentara lo suficiente durante el día como para que la temperatura se mantuviese estable hasta el amanecer.
Se hacía necesario, desde luego, un cielo tan límpido como el del Altiplano andino, donde las nevadas cumbres de la cordillera se vislumbraban muy a lo lejos, y se hacía necesario, de igual modo, aquel sol inclemente y vertical que abrasaba durante más de ocho horas seguidas, condiciones que no acostumbraban a darse en casi ningún otro lugar del Imperio, pero gracias a ello los antepasados de los
aymará
habían llegado mucho tiempo atrás a la conclusión de que de aquella inteligente forma evitaban que se les arruinaran las cosechas.