El Inca (2 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

BOOK: El Inca
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Pero aun así, algún extraño ser los protegía.

¿Por qué?

¿A qué sé debía tan patente injusticia?

Quien quiera que destruyese un puente que un centenar de hombres habían tardado un año en construir, perdiendo muchos de ellos la vida en la aventura, no merecía que los dioses le respetaran, pero aun así, allí estaban aquellos hijos de las sombras de las más oscuras grutas, murciélagos sin alas, sapos venenosos, sanguijuelas de charco, mostrando sus cagados traseros a quienes los habían vencido en campo abierto, para escapar libremente protegidos sin duda por las más repelentes criaturas del reino de las tinieblas.

—¿Qué hacemos, capitán?

Rusti Cayambe alzó el rostro hacia el siempre animoso Pusí Pachamú, un alférez que con la desaparición del primer oficial pasaba automáticamente a ocupar su puesto, y tras advertir que las primeras sombras se dibujaban ya contra la pared fronteriza del acantilado lanzó un hondo suspiro de resignación.

—¿Y qué podemos hacer? —inquirió a su vez—. Regresar en la oscuridad significaría arriesgarse a perder la mitad de la tropa… ¿Hay algo de comer?

—Muy poca cosa.

—Que se reparta entre los reclutas. Se supone que los veteranos debemos estar habituados a las calamidades de la guerra, y un fracaso tan estrepitoso anula el apetito.

—No debes sentirte culpable por no haber conseguido alcanzar a esos cobardes —le hizo notar su subordinado tomando asiento a su vera—. Cosa sabida es que el miedo mueve las piernas mucho más aprisa que el valor. El que huye de la muerte tiene siempre las de ganar frente al que tan sólo persigue la gloria.

—Yo no perseguía la gloria… —puntualizó Rusti Cayambe en tono que no permitía dudar de su absoluta sinceridad—. La gloria no hace fértiles los campos ni madura el grano. Yo perseguía la paz, que es lo único que a la larga garantiza buenas cosechas.

—Me sorprende de ti que raramente te expreses como soldado. Más recuerdas a un palurdo «destripaterrones», que a un valiente capitán del Emperador.

—Nací «destripaterrones».

El otro le golpeó con afecto la rodilla al tiempo que negaba con un firme ademán de la cabeza:

—Naciste militar y de los buenos. Tu primera arma fue sin duda una
taccla
, pero estoy seguro de que cada vez que la clavabas en tierra imaginabas que la estabas clavando en el corazón de Tiki Mancka.

—Tal vez tengas razón… —admitió su amigo y capitán—. Cierto es que desde que tengo memoria ese maldito nombre me obsesiona, y temo que más aún me obsesionará de ahora en adelante, sabiendo que lo tuve al alcance de la punta de mi lanza y no me dio oportunidad de arrojársela.

—¡Ocasiones habrá!

—¿Cuándo? ¿El año próximo? —negó convencido—. Lo dudo, porque si mis informaciones son correctas, para ese entonces nos habrán enviado de nuevo al sur, a patear las arenas de Atacama en busca de un camino por el que acceder al país de los
araucanos
.

—¡Los cielos no lo quieran!

—Basta con que lo quiera el Inca…

—No me asusta la guerra… —puntualizó Pusí Pachamú—. Ni el frío de las cumbres, ni el hambre de tres días, ni aun los abismos en que solemos perder a tantos hombres. Pero tan sólo de pensar en ese infierno en el que se te derriten hasta las ideas, me entran escalofríos. ¿En verdad es tan terrible como cuentan?

—¡Peor aún, querido amigo! ¡Peor aún! Aunque te garantizo que no es peor que estar sentado aquí viendo cómo el sagrado puente de Pallaca cuelga bajo nuestros pies. Cuando el viento arrecie lo destrozará golpeándolo contra las rocas.

—Podríamos intentar subirlo.

—¿Nosotros solos? —se asombró Rusti Cayambe—. ¿Tienes idea de cuánto debe pesar? Harían falta por lo menos cien hombres, fuertes y descansados, y aun así dudo que lo consiguieran… —Agitó la cabeza pesimista—. ¿Sabes una cosa? Empiezo a temer que cometí un grave error cuando di orden de perseguir a esos cerdos. Tal vez, de no sentirse acosados, no hubieran decidido cortar el puente.

—Lo hubieran hecho de todos modos.

—¿Estás seguro?

El otro asintió al tiempo que se ponía en pie fatigosamente.

—Lo estoy. Tiki Mancka sabe muy bien que necesita tiempo para reorganizar sus fuerzas, y con el puente intacto jamás podría dormir tranquilo. —Le revolvió cariñosamente la negra cabellera—. Y ahora intenta dormir tú —concluyó—. Hiciste lo correcto.

Una ráfaga de viento helado descendió del nevado picacho corno el
chasqui
que anuncia la llegada de la diosa de la noche, e instantes después las tinieblas pintaron de un negro abominable las lisas paredes del impresionante acantilado.

Los hombres se arrebujaron en sus ponchos.

Mañana de sangre y muerte, una agotadora carrera, la emoción de ver cómo un puente sagrado se precipitaba al vacío, la decepción de la derrota, el hambre y ahora el frío bastaban y sobraban para convertir en polvo o en ceniza las más firmes voluntades, por lo que cerrar los ojos y confiar la mente al olvido del sueño era la única esperanza de salvación que quedaba si se pretendía sobrevivir a un día tan nefasto.

Pero el sueño tan sólo aceptaba acudir a saltos y trompicones.

Jugaba a ir y venir; como si en verdad se tratara de una hoja en manos del viento, puesto que la dura roca, el castañear de dientes, el tiritar del cuerpo y los estómagos vacíos nunca habían hecho buenas migas con el tranquilo descanso.

El alba iluminó un montón de piltrafas.

Tres hombres habían muerto.

Desangrados, de frío, de cansancio…; tal vez de desaliento. Tomar conciencia de que debían descender, de cara ahora al abismo, por un sendero estrecho y más resbaladizo aún por culpa del rocío que se había depositado sobre el musgo debió de pesar sobre el ánimo de los difuntos tanto o más que las abiertas heridas, la helada nocturna o la fatiga.

La sangrienta batalla de Aguas Rojas continuaba atesorando víctimas.

Rusti Cayambe abrió los ojos con la primera claridad, pero se limitó a permanecer muy quieto, recostado en el pilar del puente, aguardando a que el primer rayo de sol viniera a arrancarle el frío de los huesos.

Entumecido, sabía muy bien que sus piernas se negaban a sostenerle y por lo tanto se conformó con esperar mientras clavaba la vista en los altivos árboles de la orilla opuesta.

Una hora más tarde, cuando el violento sol de las alturas amenazó con abrasarlos —de modo que hasta el último músculo de su cuerpo pareciera haber recuperado la perdida elasticidad—, se irguió trabajosamente, y desanudando la hermosa bolsa de piel de alpaca que colgaba de su cinturón se la entregó a su lugarteniente.

—¡Repártela! —dijo—. ¡A todos!

—¿A todos? —se escandalizó Pusí Pachamú—. ¿Es que te has vuelto loco? Sabes muy bien que a la mayoría les está prohibido tocarla bajo pena de muerte.

—Yo asumo la responsabilidad.

—¿Y qué responsabilidad es ésa? —fue la agria pregunta de su subordinado—. ¿De qué les servirá cuando les corten la cabeza? Nadie tiene derecho a cometer semejante delito por más que su superior le incite a ello. ¡Así es la ley!

—¡Existe una excepción!

—¿Cuál?

—Un soldado está autorizado a mascar coca si su superior considera que la necesita a la hora de hacer un esfuerzo final que le conduzca a la victoria.

—Eso es muy cierto —admitió su interlocutor—. Pero aquí no existe ya esperanza alguna de victoria.

—¡Existe!

—¿Cómo?

—Cruzando ese abismo.

—¿Cruzando el abismo? —se asombró el otro—. ¿Acaso eres un cóndor? Contando con ayuda tardaríamos seis meses en reparar el puente.

—Tardaremos seis horas.

—La noche te ha congelado las ideas.

—No lo niego, pero nuestro padre el Sol me las ha vuelto a calentar, mostrándome el camino.

—¿Un camino en el aire?

—¡Exactamente!

—¿Y quién es capaz de construir un camino en el aire?

—Una araña.

—¿Una araña?

—Eso he dicho.

—¿Y qué tiene que ver una araña con todo esto?

—¡Mucho! ¿Te has fijado alguna vez en cómo tejen sus telas? —Ante la muda negativa, Rusti Cayambe añadió—: Yo sí… He visto cómo lanzan delgados hilos de una rama a otra a través del vacío, y cómo los entrecruzan reforzándolos pero permitiendo que tengan la elasticidad y el espacio justos para que el viento los agite sin destrozarlos…

—Entiendo… —admitió con aire de supremo cansancio su subordinado—. Pero está claro que ni somos arañas ni tenemos hilos con qué tejer.

El entusiasta capitán señaló hacia el acantilado que nacía bajo sus mismos pies.

—Aquí debajo cuelgan cientos de metros de buena
cabuya
que los mejores artesanos han trenzado a conciencia para conseguir maromas capaces de resistir el peso de un puente y veinte hombres. —Hizo un significativo gesto con las manos, obligándolas a girar en sentido contrario—. Destrenzándolas obtendremos delgadas cuerdas que arrojadas desde lo más alto de la montaña por nuestros más fuertes lanceros alcanzarán los árboles de la otra orilla.

—Me voy haciendo una idea… —reconoció Pusí Pachamú, cuyo rostro comenzaba a animarse—. Disparando desde la cima, las lanzas surcarán el abismo sin dificultad y alguna acabará por clavarse en un árbol.

—¡Tú lo has dicho! Y en cuanto hayamos conseguido hacer blanco con tres lanzas, trenzaremos de nuevo desde aquí las
cabuyas
para obtener un cabo lo suficientemente resistente como para que me permita pasar al otro lado.

—Y con un hombre en la otra orilla el resto sería coser y cantar…

—«Tejer» y cantar; querido amigo —puntualizó su jefe—. «Tejer» y cantar.

—¿A qué esperamos entonces?

—A que repartas esa coca y mentalices a los hombres de que van a trabajar muy muy duro. Antes de que caiga la noche tenemos que estar ya al otro lado.

La simple visión de las verdes hojas prohibidas hizo brillar los fatigados ojos y levantó de inmediato los decaídos ánimos de la hambrienta tropa, especialmente cuando Pusí Pachamú puntualizó que al mascarlas no estaban desobedeciendo al Inca ni arriesgando la cabeza.

De lo que ahora se trataba era de aniquilar a los enemigos del Incario, y aquélla era una de las principales razones por las que Viracocha había otorgado a su pueblo el sagrado bien de la planta de coca.

Su consumo habitual se encontraba reservado al Emperador, sus familiares, algunos miembros de la nobleza, los sumos sacerdotes y los militares de alta graduación, por lo que al pueblo y la soldadesca les estaba rigurosamente vetado su uso, excepción hecha de graves enfermedades, grandes celebraciones, o muy contados casos de fuerza mayor.

Y acabar con Tiki Mancka podía considerarse, sin lugar a dudas, un evidente caso de «fuerza mayor».

El hambre, el desánimo y la fatiga dieron paso de inmediato a una febril actividad en la que unos se dejaban descolgar por el puente para cortar las
cabuyas
más delgadas, otros las destrenzaban y otros trepaban por el risco, y cuando todo estuvo dispuesto se inició la tarea de lanzar al otro lado del abismo lanzas a cuyo mango se habían unido las delgadas pero resistentes cuerdas.

Cuando se erraba el golpe, las armas se precipitaban al vacío, pero de inmediato eran recuperadas halando de los cabos para intentarlo una vez más con idéntico entusiasmo.

Al fin, tras más de medio centenar de lanzamientos, tres cuerdas quedaron firmemente asentadas en la otra orilla, por lo que comenzó en la plataforma una especie de cómica danza en la que varios soldados iban y venían entrecruzándose y agachándose a medida que trenzaban a través del cauce del río una nueva
cabuya
lo suficientemente resistente como para que un valiente se decidiera a colgarse de ella y salvar el abismo.

Rusti Cayambe reclamó de inmediato para sí tal privilegio, pero la mayor parte de sus hombres se opusieron, alegando que un capitán no debería correr semejante riesgo cuando se encontraba entre ellos un auténtico constructor de puentes, habituado casi desde que tenía uso de razón a tan peligrosos menesteres.

—Es mucho más ágil que tú —le hizo notar Pusí Pachamú—. Ése era su oficio antes de que lo reclutaran, y si por desgracia ocurriera un accidente no estaríamos perdiendo al único oficial que puede conducirnos a la victoria.

—¡Pero la idea ha sido mía!

—Tuyas deben ser las ideas… —admitió el otro—. Y brillante ha sido ésta, nadie puede negarlo, pero admite que la sed de gloria y el amor propio no deben ser la razón que nos aleje de la victoria. Deja que cada cual cumpla con su trabajo.

—¿Y si se cae?

—Nació para matarse construyendo puentes y lo sabe, pero no permitirán los dioses que tal cosa ocurra en un momento como éste…

Su interlocutor dirigió una larga mirada a los hombres que aguardaban expectantes; comprendió que todos ellos compartían los sentimientos de su lugarteniente, y concluyó por aceptar de mala gana.

—¡De acuerdo! —dijo—. Que lo intente.

El elegido, un muchacho delgado y fibroso que se movía con la agilidad de un simio y parecía no tener la más mínima idea de lo que significaba el vértigo, sonrió como si le acabaran de hacer un magnífico regalo, y deslizándose por la pared de piedra se colgó boca arriba, cruzó los pies por encima de la maroma y comenzó a avanzar a través del abismo con la misma naturalidad con que podría estar paseando por un mercado del Cuzco.

Instantes después se encontraba al otro lado alzando alegremente los brazos en señal de triunfo.

Se preparó una especie de escala de cuerdas con peldaños distribuidos de tal forma que se pudieran alcanzar con un simple paso, se ató a la cuerda, y el arriesgado funambulista se limitó a tirar de ella para afianzarla al otro lado.

Uno tras otro, el resto de sus compañeros fueron cruzando con sumo cuidado, aunque uno de ellos se balanceó en exceso y se precipitó al vacío, pero lo cierto fue que faltaba aún bastante tiempo para que las primeras sombras de la noche se apoderaran del angosto cañón de Pallaca cuando ya la tropa descendía hacia el lejano valle con Rusti Cayambe a la cabeza.

Seguían hambrientos y la coca había dejado de surtir su efecto, pero avanzaban a buen ritmo, felices y animosos, puesto que presentían que la más brillante de las victorias se encontraba al alcance de su mano.

Capítulo 2

L
os seguidores de Tiki Mancka dormían, convencidos de que se encontraban a salvo, y la mayor parte continuaron durmiendo por el resto de la eternidad, con la garganta abierta de lado a lado, visto que los hombres de Rusti Cayambe supieron deslizarse tan en silencio como la propia muerte, sin darles apenas tiempo a dejar escapar un lamento o encomendar su alma a los dioses.

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