El Inca reflexionó unos instantes, luego hizo sonar una campanilla y en cuanto un guardia hizo su aparición ordenó con voz ronca:
—Dile al
quipu-camayoc
que busque el gran
quipu
dedicado a Pachacamac y lo lleve cuanto antes a la sala del trono… ¡Rápido!
Minutos más tarde acomodó a la reina Alia en el trono de oro y esmeraldas, tomó asiento a sus pies y aguardó paciente hasta que un anciano que lucía en la cinta que ceñía su cabeza el distintivo de la media luna de plata que le acreditaba como experto intérprete de
quipus
hiciera su entrada precediendo a dos esclavos que portaban unas andas de madera sobre las que descansaba un enorme cesto de mimbre.
Hicieron ademán de arrodillarse para aproximarse arrastrándose tal como ordenaba el protocolo, pero el Emperador hizo un impaciente gesto con la mano impidiéndoselo.
—¡Vamos a lo que importa! —dijo—. Limítate a contarle a la reina lo que dice ese
quipu
.
El anciano se apresuró a abrir el cesto del que comenzó a extraer con sumo cuidado una gruesa maroma que uno de sus sirvientes iba extendiendo hasta ir a colgarla de un gancho de la pared lateral, que parecía estar situado allí a tal efecto.
La cuerda, casi tan gruesa como la muñeca de un muchacho, servía de soporte a otras muchas de distintos colores, anchura o tamaño, que aparecían a su vez repletas de nudos de muy diversas formas.
Cuando el cabo principal quedó totalmente extendido, medía unos siete metros de longitud, y eran tantas y tan compactas las cuerdas que caían de él que conformaban una espesa cortina impidiendo incluso distinguir lo que se encontraba al otro lado.
Los dos sirvientes afirmaron al muro opuesto el otro extremo y, tras sacudir con habilidad las cuerdas varias veces con el fin de que cayeran con total naturalidad, el hombre de la media luna de plata en la frente se volvió a sus soberanos para señalar:
—Éste es, oh, gran señora, el
quipu
más grande, más antiguo y más completo de cuantos existen en el Incario. Se comenzó, por orden de Sinchiroca, hijo primogénito de nuestro primer Inca, Manco Cápac, y está dedicado en su totalidad a recordar las actividades del dios Pachacamac.
—¿Únicamente a Pachacamac? —no pudo por menos que asombrarse la reina Alia.
—Únicamente a aquellas erupciones volcánicas o movimientos telúricos que provocaron un número considerable de víctimas o destrucciones dignas de ser tenidas en cuenta, mi señora… —puntualizó el anciano.
—¡No es posible!
—Lo es, mi señora… Este primer conjunto de nudos sobre el hilo color verde que puedes ver corresponden al gran cataclismo que tuvo lugar durante el mes de las lluvias del séptimo año del tercer Inca, Lloque Yupanqui, y que arrojó, según está perfectamente registrado, un balance de algo más de doscientos mil muertos…
El Emperador alzó el rostro hacia su esposa, advirtió la impresión que la cifra le había causado e indicó con un leve ademán al traductor que continuara con su relato.
Éste asintió, se inclinó, alzó otra de las cuerdas que colgaban, la analizó y al poco señaló:
—Aquí nos encontramos con una detallada referencia a la erupción del «Venenoso», un diminuto picacho perdido en la cordillera central, pero cuyos gases acabaron con todo rastro de vida animal o humana en dos días de marcha a la redonda. Tuvo lugar durante todo el cuarto año del reinado del muy valeroso Mayta Cápac… —El
quipu-camayoc
hizo una pausa, respiró hondamente, eligió una cuerda negra que en realidad no era más que un amasijo de nudos que se superponían de una forma en apariencia totalmente caótica, pero que para él parecía tener un significado muy claro, y con voz grave añadió—: Lo que ahora te muestro corresponde a una de las peores catástrofes de nuestra historia, y sucedió durante el reinado de Yahuar Inca. Cuenta que en un valle de la región de Cajamarca existía una próspera ciudad cuyos campos regaba un hermoso lago. Una noche, Pachacamac se despertó enfadado, todo se estremeció, y la nieve acumulada en la cima de la montaña se deslizó hasta el lago, cuyas aguas se desbordaron cayendo como una gigantesca ola sobre quienes aún dormían. Ni uno solo de sus habitantes sobrevivió, y la ciudad quedó sumergida para siempre bajo un manto de lodo al que el sol solidificó con el tiempo. En estos momentos no sabemos dónde se encontraba exactamente…
La reina guardó silencio unos instantes, y al fin colocó suavemente la mano sobre el hombro de su esposo, que continuaba sentado a sus pies.
—¿Qué es lo que pretendes con todo esto? —quiso saber.
—Supongo que está muy claro… —fue la tranquila respuesta—. Pretendo que comprendas que nos enfrentamos al peor de los enemigos imaginables: aquel contra el que ninguno de mis antepasados ha logrado triunfar… —Se dirigió ahora directamente al anciano—: ¿Cuántos muertos aparecen registrados en ese
quipu
a lo largo de nuestra historia? —quiso saber.
—¿En total? —se alarmó el aludido.
—Aproximadamente…
El buen hombre se esforzó por disimular un gesto que tal vez pretendía indicar que aquélla era una cifra casi imposible de calcular, pero optó por hacer un somero recorrido por cada una de las cuerdas del extraño ábaco en el que se contabilizaban no sólo las cifras, sino también las fechas y los nombres, y por fin masculló no muy convencido:
—Establecer sin lugar a dudas una cantidad exacta me llevaría días de estudio, mi señor, pero muy por encima puedo asegurar que supera los dos millones de muertos.
—¿Dos millones? —se horrorizó la reina—. ¿Veinte veces los habitantes del Cuzco?
—Algo más, oh, gran señora… La semana próxima podría daros una respuesta definitiva…
—¡No es necesario! —le atajó el Emperador—. ¡No es necesario! Ahora puedes dejarlo todo y retirarte…
Cuando los tres hombres hubieron abandonado el amplio salón, el Inca se puso en pie, se aproximó al gigantesco
quipu
hasta casi rozarlo y volviéndose a su esposa inquirió:
¿Entiendes ahora por qué me comporto como lo estoy haciendo? «Aquel que mueve la tierra» no ha respetado a ninguno de mis predecesores, ha hecho siempre lo que le ha venido en gana, y en este mismo instante puede chasquear los dedos y provocar que estos muros se nos vengan encima… ¿Sinceramente crees que estoy en disposición de irritarle mandando matar a su máximo representante entre nosotros? ¿Puedo hacerlo sin que quizá el día de mañana figure en este
quipu
como el Emperador más insensato de la historia?
—¡Pero la pobre Tunguragua!…
—La pobre Tunguragua no será más que un diminuto nudo en la más pequeña de las
cabuyas
que cuelgan de este cabo… —fue la amarga respuesta—. Triste, lo admito, pero no más triste que el destino de esos dos millones de inocentes.
Con esa frase, el Emperador pareció dar por zanjado el tema, permitiendo que a partir del día siguiente comenzase a prepararse la gran expedición que habría de conducir a la pequeña Tórtola hasta la cima del volcán Misti, en el que, según Tupa-Gala, dormía por aquel tiempo su señor.
Mil peregrinos deberían acompañarla; hombres y mujeres, soldados y porteadores, músicos y sacerdotes, y entre todos conformarían una larga procesión que recorrería una buena parte del país para que los habitantes de todos aquellos lugares por los que atravesaban pudieran alabar a la princesa, uniendo sus plegarias para que «Aquel que mueve la tierra» tuviera a bien aceptar la ofrenda que se le hacía y consintiera en mantenerse inactivo durante mucho, mucho tiempo.
Se eligieron cuidadosamente las más delicadas telas con las que las más hábiles bordadoras confeccionarían las cien hermosas túnicas que la niña habría de lucir durante su largo viaje, y los orfebres trabajaron día y noche con el fin de concluir a tiempo las figuras de oro, plata, cobre y piedras preciosas que Tunguragua ofrecería como presente a Pachacamac.
Los traductores del templo descifraron en los
quipus
rituales cada detalle de una antigua ceremonia que no se había puesto en práctica durante casi un siglo, y el más afamado perfumista de la corte se encerró en su laboratorio buscando una nueva esencia exclusiva para tan magna ocasión.
Pese a que su amadísimo Xulca había huido sin dejar rastro, y el dolor y el pánico conformaban una especie de amarga bola que se aferraba a la boca de su estómago, Tupa-Gala parecía estar viviendo sus horas de máxima gloria, puesto que no paraba de dar órdenes, desarrollando una increíble actividad y revisando personalmente cada detalle de lo que parecía haberse convertido en la culminación de toda una vida dedicada a su iracundo señor.
Tenía plena conciencia de que se había convertido en el personaje más aborrecido del Cuzco, pero cabría imaginar que tal aborrecimiento tenía la extraña virtud de engrandecerle, puesto que siempre había sido uno de esos seres humanos que preferían el odio a la indiferencia.
En aquellos momentos estaba ejerciendo un poder casi tiránico sobre cuantos le rodeaban, y a su modo de ver eso era algo por lo que valía la pena arriesgarte incluso a perder la vida a corto plazo.
Al fin y al cabo, su vida había llegado a un punto, cercano ya a los cuarenta años, en que su futuro se hubiera limitado a irse convirtiendo día tras día en una especie de vieja momia cada vez más pintarrajeada, juguete en manos de unos jovencísimos amantes que la despreciarían tal como él había llegado a despreciar al anterior sumo sacerdote, y que se resignarían a compartir su lecho porque así lo indicaban las costumbres.
Aquélla era, sin lugar a dudas, la ocasión idónea para jugárselo el todo por el todo, consciente de que se le ofrecían muy escasas posibilidades de salir convertido en un personaje clave en la vida nacional y muchas de acabar transformado en
runantinya
.
Evitar ese último destino tenía sin embargo una fácil solución: la cápsula de rápido, eficaz e indoloro veneno que llevaba colgada al cuello, y que sabía muy bien que en cuestión de horas pudriría su cadáver, piel incluida, sin dar la oportunidad ni al más hábil de los verdugos de transformarla en tambor.
Lo único que se requería era el valor suficiente para ingerirla en el justo momento en que Pachacamac decidiera traicionarle, despertándose a destiempo.
Si no era así; si su señor decidía convertirse en su aliado, todo el Incario se vería obligado a admitir que le asistía la razón y se habría ganado, indiscutiblemente, un puesto en el Gran Consejo.
Una vez en él, encontraría la forma de demostrar que ninguno de aquellos viejos inútiles era digno de calzarle las sandalias.
L
a princesa Sangay Chimé pidió permiso para ver a su hija, pero le fue formalmente denegado.
A lo más que se avino Tupa-Gala fue a aceptar que la fiel nodriza de la niña se hiciera cargo de ella y pudiera acompañarla durante el largo viaje, cuidándola y consolándola hasta en sus últimos momentos.
A la vista de ello, la princesa se hundió en una profunda melancolía, acudiendo por último a buscar refugio en algo que en un principio pareció que contribuía a hacer más llevadera su desgracia, pero que a la larga acabada volviéndose contra ella: el abuso de la coca.
Como miembro de la familia real, tenía libre acceso a la verde planta sagrada, por lo que comenzó a masticarla a todas horas, hasta conseguir sumirse en un estado de semiinconsciencia del que no parecía existir forma humana de arrancarla.
Los primeros días, Rusti Cayambe agradeció que la droga aliviara en cierto modo los sufrimientos de su esposa, pero llegó un momento en que comenzó a alarmarse, puesto que la que había sido siempre una mujer entusiasta y vitalista parecía correr el riesgo de convertirse en una especie de muerto viviente.
Intentó impedirle el acceso a la coca por todos los medios a su alcance, pero resultó evidente que, en cuanto daba media vuelta, ella encontraba la forma de obligar a sus sumisos esclavos a que se la proporcionaran.
Al fin y al cabo, tanto los esclavos como los sirvientes, como el palacio o cuanto en él había eran suyos, ya que el general Saltamontes, por muy general al mando de diez mil hombres que fuera, poco más que su prestigio personal había podido aportar al matrimonio.
Tomar conciencia de que su única hija iba a ser enterrada en vida en una diminuta cueva de la cima de un picacho nevado, y que su esposa se estaba convirtiendo en una adicta a las drogas, pesaban como una insoportable losa sobre el espíritu de un hombre que había sabido enfrentarse al ardiente desierto, a los rebeldes montañeses, al embravecido mar e incluso a los temidos
araucanos
, pero que se sentía absolutamente impotente a la hora de hacer frente a tan graves problemas personales.
Pusí Pachamú era la única persona de su entorno a la que podía acudir en demanda de consejo, pero lo cierto era que escaso era el aporte de soluciones que su fiel lugarteniente podía proporcionarle.
—Puedo seleccionar un centenar de hombres que darían la vida por ti… —le dijo en cierta ocasión—. Pero no creo que contemos ni tan siquiera con una docena que sean capaces de arriesgarse a afrontar las iras del Emperador. El problema nos ha desbordado a todos.
—Jamás se me pasaría por la mente proponerle a uno solo de mis hombres que hiciera nada que estuviera en contra de los deseos del Inca —sentenció su superior—. Cuando me alisté en el ejército le juré lealtad y cumpliré ese juramento aunque el dolor que siento acabe por matarme.
—¿Qué puedo hacer por ti?
—Nada, amigo mío. Desgraciadamente, ni tú ni nadie puede hacer nada por aliviar mi pena.
No obstante, cuatro días antes de que la gigantesca expedición emprendiera al fin el tortuoso viaje que habría de conducirle a las cumbres del volcán, Pusí Pachamú acudió a visitar a su general para comentarle en voz muy baja, como si temiera que algún siervo indiscreto pudiera estar escuchando:
—¿Has oído hablar de Xulca?
—¿Xulca?… ¡En absoluto! ¿Quién es?
—El amante de Tupa-Gala. Un joven sacerdote del que al parecer ese malnacido está locamente enamorado, pero que le ha abandonado, aterrorizado ante lo que está sucediendo.
—¿Y?…
—El capitán Quisquis le conoce. Los dos son de Huaraz y sus padres eran casi vecinos… —Bajó aún más la voz hasta que resultó casi inaudible al añadir—: Quisquis está convencido de que Xulca ha huido hacia el norte, pero que no se dirigirá a Huaraz, sino a Huanuco, donde vive una hermana de su madre…