El Inca (7 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

BOOK: El Inca
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No obstante, los auténticos orígenes de tales acequias —anteriores sin duda a la llegada de los
aymará
— los pudo descubrir Rusti Cayambe mientras recorría lo poco que quedaba de la antaño poderosa fortaleza de Tihuanaco, restos de una vieja civilización venida a menos.

Sentado allí, en mitad del desolado Altiplano, observó largamente los extraños grabados de una enorme puerta de piedra que aún se mantenía en pie desafiando al viento, y en cuya parte alta se podía distinguir con total nitidez un friso tallado a cincel en el que abundaban las figuras de animales entre los que sobresalían varios pumas, y en cuyo centro una imagen del sol parecía dominar el paisaje circundante.

A poca distancia se distinguían las ruinas de Calasasaya o de las Piedras Erguidas, una asombrosa sucesión de monolitos tallados en arenisca roja que aparecían perfectamente alineados, como si de un ejército de cíclopes se tratase, y que en un tiempo muy lejano debió de hacer las veces de templo, o tal vez de observatorio astronómico.

Se vislumbraba también en la distancia una inmensa pared de piedra sostenida por bloques que probablemente cien hombres no hubieran conseguido arrastrar, y todo ello le obligaba a pensar en las viejas leyendas que aseguraban que en el inicio de los tiempos aquella región estuvo poblada por gigantes de más de dos metros de altura que desaparecieron tragados por las aguas de un catastrófico diluvio.

Le vino a la mente la vieja cantinela que su padre recitaba una y otra vez durante las noches de persistentes lluvias allá en el Urubamba:

—Y fue en el Titicaca donde Viracocha, supremo hacedor, dio por terminada la primera creación del mundo, por lo que, concluida su tarea, recomendó a los hombres que cultivaran la tierra, se amaran entre sí, obedecieran sus leyes y fueran prudentes con sus actos.

»Sin embargo, pronto los humanos se volvieron crueles, salvajes, perezosos y pecadores, hasta el punto de que Viracocha los maldijo lanzando sobre ellos todos los males y enviando por fin las grandes aguas que cayeron durante setenta días y setenta noches, y de las que tan sólo se salvaron sus siervos más fieles.

»Regresó más tarde Viracocha, y ayudado por aquellos justos procedió a la nueva creación del mundo, la segunda, y en esta ocasión decidió dotarlo de una luz resplandeciente, y allí mismo, en la isla también llamada Titicaca, ordenó que hiciese cada mañana su aparición el primer rayo de un sol que sería el encargado de engendrar vida y vigilar a los hombres.

»Hecho eso, envió a sus fieles a dominar la tierra.

Rusti Cayambe llegó a la conclusión de que tal vez, algún día, siglos más tarde, alguien se sentaría de igual modo a contemplar las ruinas del Cuzco, preguntándose qué había sido de los hombres que la construyeron, y qué tristes restos quedaban de su cultura.

Y probablemente tan trágico fin se encontrase mucho más cercano de lo que imaginaba, porque si el hijo del Sol no conseguía continuar su estirpe, y ningún Inca de pura sangre volvía a sentarse en el trono de oro y esmeraldas, faltaría el único vínculo que mantenía unido a un reino tan heterogéneo, con lo que en muy corto espacio de tiempo el Imperio pasaría a convertirse en un triste recuerdo.

A semejanza del resto de los seres vivientes, su nación necesitaba crecer manteniéndose unida, puesto que en cuanto frenara su expansión o se desmembrara, iniciaría un inexorable declive hacia la muerte.

También necesitaba una columna vertebral firme y flexible, puesto que, sin ella, la más pequeña carga acabaría aplastándola.

Un inconcebible diluvio parecía haber sido el culpable del espantoso fin de los gigantes que levantaron Tihuanaco, pero, a su modo de ver, mucho más triste sería que el fin del pueblo que construyó una ciudad tan maravillosa como el Cuzco se debiera a que una pobre mujer no había sido capaz de engendrar un hijo.

—Yo podría hacerlo!… —insistía en aquellos mismos momentos la princesa Ima aferrando con fuerza las manos de la princesa Sangay Chimé, que se encontraba sentada en un banco de piedra oculto en un rincón del frondoso jardín de uno de los más espléndidos palacios de la luminosa capital del Incario—. Sé que podría darle al Emperador todos los hijos que anhela, hombres y mujeres que harían perdurar nuestra estirpe, pero no quiero continuar esperando a que mi vientre se quede tan seco y estéril como el de mi hermana.

—La reina Alia ha demostrado sobradamente que no es estéril… —fue la serena respuesta no exenta de un leve tono recriminatorio—. Y tampoco creo que su vientre se haya secado. Aún tiene tiempo para…

—¿Tiempo?… —la interrumpió con cierta brusquedad su interlocutora—. ¿Y quién piensa en mi tiempo? Hace tres años que, según la ley, debería haberme casado, y sin embargo aquí me tienes, ¡virgen, impoluta e intocable!, siempre a la espera de ver lo que ocurre con mi hermana… ¿Hasta cuándo?

Sangay Chimé observó en silencio a aquella infeliz criatura triste y amargada, ni alta ni baja, ni joven ni vieja, ni guapa ni fea, ni atractiva ni repelente, ni estúpida ni brillante, cuyo único mérito parecía limitarse a ser hermana del Emperador, lo que, paradójicamente, se convertía al propio tiempo en su peor desgracia.

La conocía desde que eran niñas, se habían criado juntas, y aunque nunca había conseguido experimentar por ella un afecto semejante al que sentía por sus hermanos, la apreciaba, y comprendía mejor que nadie la magnitud y el origen de sus problemas.

La suya había sido una corta familia compuesta básicamente por tres hijos del Sol, de los cuales dos brillaban con luz propia iluminándose a su vez el uno al otro, mientras que el tercero se hundía cada vez más en las tinieblas.

Cuando la princesa Ima vino al mundo, su madre murió, y ya sus hermanos se adoraban, por lo que no la necesitaban en absoluto.

No es que fuera un estorbo; es que no aportaba nada nuevo a sus vidas, y no tenía por tanto razón de ser, puesto que siempre se ha sabido que una auténtica pareja se basta a sí misma cualquiera que sea el lugar en que haya nacido o las circunstancias en que se encuentre inmersa.

El mundo afectivo de sus hermanos le estaba vedado, y su padre había sido un hombre excesivamente severo que se pasaba la mayor parte del tiempo en lejanas guerras o en interminables ceremonias que le impedían dedicarle a la triste mocosa el tiempo y el afecto que estaba necesitando.

El resultado lógico fue que la princesa Ima se crió entre una pléyade de sumisos esclavos y ladinos sirvientes que le consentían todos los caprichos, pero que nunca le ofrecieron ni un ápice de cariño, hasta el punto de que se podía asegurar que no existía a todo lo largo y lo ancho del Imperio una criatura más solitaria y desgraciada.

El tiempo no parecía haber mejorado las cosas.

Su padre había muerto y sus hermanos habían subido al trono convertidos en el matrimonio más perfecto y feliz que cupiera imaginar, por lo que la hasta entonces mustia adolescente se limitó a vagar por el palacio real como una sombra silenciosa que no tuviera en absoluto claro hacia dónde debería encaminar sus pasos.

Excluida de todo, pronto llegó a la conclusión de que estaba destinada a convertirse en pieza de repuesto que tal vez alguna noche calentaría el lecho de su hermano, pero que jamás aspiraría a despertar en su corazón la más tibia de las pasiones.

Y los años pasaban.

¡Señor, con cuánta celeridad pasaban!

Su hermana malogró uno tras otro los cuatro hijos que había concebido, y a ella le llegó el momento de aspirar a una familia propia y al cariño del que siempre había carecido, pero la «razón de Estado» aconsejaba que se la mantuviera intacta por si algún día se llegaba a la dolorosa conclusión de que, efectivamente, la reina Alia nunca conseguiría proporcionar un heredero al trono.

—¿Y yo qué puedo decirte? —inquirió al cabo de un largo rato la comprensiva Sangay Chimé encogiéndose de hombros—. Entiendo tus razones y soy la primera en admitir que tienes todo el derecho del mundo a exigir que se te permita vivir tu propia vida, pero al mismo tiempo debes reflexionar sobre el hecho de que te has convertido en la última esperanza de millones de seres humanos. Tal vez tu verdadero destino sea el de convertirte en la madre del próximo Emperador.

—¿Madre? —se escandalizó la infeliz muchacha—. ¿De qué clase de madre hablas? Mi papel se limitará a permitir que un hombre que ni siquiera repara en mi presencia me posea mientras se hace la ilusión de que está poseyendo a mi hermana. ¿Crees que podré sentir algo por un hijo concebido de tan triste manera?

—Siempre será tu hijo. Y siempre será el futuro Emperador.

—Mi abuelo fue Emperador, y tan sólo lo vi una vez en mi vida. Mi padre fue Emperador, y apenas me dirigía la palabra. Mi hermano es Emperador, y a menudo tengo la impresión de que ni siquiera sabe que existo… ¿Crees que realmente me hace feliz la idea de tener un hijo Emperador que de igual modo me ignore?

—No. Supongo que no.

—Lo que me hace feliz es la idea de tener «mis propios hijos» aunque no lleguen a ser más que pastores —fue la áspera respuesta—. Ansío encontrar a un hombre que me quiera por mí misma y con el que pueda fundar una familia pese a que no durmamos sobre mantas de lana de vicuña, porque lo que me importa no es dónde duermo, sino con quién. Y hasta ahora siempre he dormido sola.

—Entiendo… ¿Qué quieres que haga por ti?

—Que hables con mi hermano. Sé que te aprecia, te escucha y te respeta… —El tono era ahora abiertamente suplicante—. Oblígale a comprender que está contraviniendo sus propias leyes al permitir que continúe soltera cuando estoy a punto de cumplir veintitrés años…

—Sabes muy bien que esas reglas no cuentan para aquellos que tienen sangre real… Tú estás por encima de la ley.

—¡Pero yo no quiero estar por encima de la ley! —se lamentó la princesa Ima—. Cada mes se derrama inútilmente mi sangre, y no veo nada en ella que la haga diferente al resto de las mujeres. Lo único que veo es que una vez más he perdido la oportunidad de ser madre…

¿Qué podía responder a eso alguien cuya próxima maternidad se encontraba tan a la vista y cuyo semblante parecía reflejar la felicidad que la invadía por el hecho de saber que portaba en su interior una nueva vida?

¿Cómo podía alguien que se sabía apasionadamente amada ofrecer palabras de aliento a un ser tan desoladoramente abandonado?

Ni un solo hombre de este mundo se atrevería a aproximarse a la princesa Ima sin el consentimiento del Emperador, consciente de que una sola frase o la más indiscreta mirada le conduciría directamente al patíbulo.

Únicamente cuando estuviera completamente seguro de que ya no iba a necesitarla, su hermano permitiría que alguien pusiera los ojos en ella, o ella en alguien, pero ésa era una posibilidad cada vez más remota.

Si por desgracia el destino de la princesa Ima era el de convertirse en madre del futuro Inca, estaría condenada a continuar viviendo en soledad, puesto que en ninguna mente humana cabía la idea de que un hijo del Sol pudiera tener un hermanastro por cuyas venas no corriera únicamente la sangre de un dios.

—Hablaré con el Emperador… —musitó al fin Sangay Chimé aunque resultaba evidente que no confiaba demasiado en el éxito de su gestión—. Lo que me pides me coloca en una posición harto delicada, pero intentaré que comprenda tu situación y te libere de la pesada carga que te ha sido impuesta.

Aun a sabiendas del riesgo que corría, cumplió su promesa y solicitó una audiencia, consciente de que durante su embarazo no sería bien vista en palacio, por lo que no la sorprendió que el Emperador la citara en la explanada de la fortaleza en la que cada mañana acostumbraba a correr a buen ritmo durante más de una hora.

—¿Vienes a hablarme de la princesa Ima? —fue lo primero que dijo cuando al fin tomó asiento a su lado, fatigado y sudoroso, tras el largo ejercicio.

—¿Cómo lo sabes, mi señor?

—¿Acaso ocurre algo en mi reino que yo no sepa? —inquirió él a su vez en tono áspero—. Me han contado que fue a visitarte, y sé que salió de tu casa llorando… ¿Qué le ocurre?

—Se siente sola.

—Doscientos esclavos y servidores viven pendientes de sus menores caprichos.

—No son más que eso, mi señor: esclavos y servidores que no pueden satisfacer sus verdaderos deseos. La princesa sueña con casarse y tener hijos.

—¿Acaso ha nacido en una fría choza de la puna? ¿Acaso ha tenido que trabajar en las labores del campo desde que tenía seis años? ¿Acaso se ha destrozado las manos trenzando cabuyas o tejiendo esteras? ¡No! Nunca ha hecho nada de eso, por lo que su vida ha sido siempre cómoda y placentera; pero ahora cree tener los mismos derechos que quien se los ha ganado con el sudor de su frente.

—No fue culpa suya nacer en cuna de oro y ser hija de quien es.

—No, desde luego, pero jamás protestó por ello. Ahora, sin embargo, y únicamente porque comienza a cosquillearle la entrepierna, pretende borrar su pasado arrimando su escudilla al nuevo fuego. No me parece justo. ¡Nada justo!

—Con todo el respeto que sabes que te tengo, ¡oh, gran señor!, lo que tampoco me parece justo es condenarla a ser eternamente virgen si no es ése su deseo.

—El templo está lleno de vírgenes que sueñan con dejar de serlo, pero que lo aceptan porque una antiquísima costumbre estipula que debe existir un determinado número de
ñustas
… —El Emperador se secó la frente con un paño de un blanco impoluto que acababa de entregarle uno de los sirvientes, y tras arrojarlo a un cesto que iría directamente al fuego puesto que nadie podía rozar siquiera el sudor del Inca, endureció el tono de voz hasta el punto de que parecía pertenecer a otra persona—. Sabes que siempre te he apreciado —dijo—. ¡Y mucho! Pero si quieres seguir siendo merecedora de ese afecto, no vuelvas a mencionar a la princesa. La trajeron al mundo para ser lo que es, y si no lo acepta, no merece vivir.

Se alejó seguido por una cohorte de impasibles guerreros, y Sangay Chimé no pudo evitar que un leve escalofrío le recorriera la columna vertebral.

El hijo del Sol acababa de mostrarle su más oscuro semblante, aquella parte tenebrosa de su personalidad que espantaba a cuantos le conocían, y no pudo por menos de maldecir su estupidez por mencionar en su presencia un tema que por principio jamás debería estar en boca de simples mortales.

Los problemas familiares de los miembros de la casa reinante eran algo sagrado que tan sólo les incumbía a ellos, puesto que así había ocurrido desde el comienzo de los tiempos.

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