Contaban las tradiciones que del lago Titicaca habían partido inicialmente seis hermanos, tres mujeres y tres hombres, pero que tan sólo una pareja, Manco Cápac y Mama Ocllo, alcanzaron la bendita tierra del Cuzco tras haberse librado por el camino de cuantos pudieran poner en peligro su linaje, incluidos los de su propia sangre.
Siglos más tarde, el precepto continuaba siendo el mismo, y por lo tanto muy semejante la forma de actuar: tan sólo debía existir un solo árbol con una sola rama que debía crecer sin temor a que las raíces de otros árboles minaran el suelo o las hojas de las ramas vecinas pudieran hacer sombra.
Como acostumbraba a señalar el Emperador: «Para asaltar mi palacio hacen falta diez mil valientes. Para asaltar mi dormitorio basta con un traidor. Por lo tanto resulta primordial que ese traidor no duerma en palacio». Pretendía decir con eso que el principal peligro se encontraba siempre entre los más allegados, por lo que la mejor forma de conjurarlo era evitar que alguien tuviese la más mínima oportunidad de considerar que tenía algún remoto derecho a sentarse en el trono.
El tiempo vendría a darle mucho más tarde la razón, puesto que la poderosa dinastía iniciada por Manco Cápac y que había conseguido mantenerse en el poder durante cuatro siglos tan sólo desapareció a partir del momento en que dos de sus descendientes, Atahualpa y Huáscar, se disputaron ferozmente el trono, y con sus insensatas luchas fratricidas propiciaron que un mísero puñado de ambiciosos aventureros llegados de muy lejos se adueñaran en cuestión de semanas del fastuoso Imperio y sus ingentes riquezas.
El ansia de ese poder ha sido desde siempre el más oscuro objeto de deseo de una gran parte de los seres humanos, por lo que a lo largo y a lo ancho de la historia no ha existido ni una sola forma de gobierno que se haya visto libre de las acechanzas de cuantos aspiran a sentarse en la cima del mundo.
Los incas fueron quizá los más hábiles a la hora de encontrar una forma de limitar al máximo la lista de los posibles aspirantes a la corona, pero aun así su historia aparece repleta de crímenes y traiciones que culminarían el día en que Atahualpa, preso ya de los españoles, mandara asesinar a sangre fría a su hermano Huáscar para que no pudiera aliarse con los conquistadores.
Incluso del mismísimo Gran Inca Yupanqui, glorioso entre los gloriosos, se aseguraba que había hecho asesinar, tanto por celos como por envidias, a varios de sus hermanos y a dos de sus hijos.
Profunda conocedora de la historia de su pueblo y de sus múltiples insidias, la princesa Sangay Chimé se maldijo de nuevo por no haber sabido medir el alcance de sus actos.
Presentarse tan visiblemente embarazada ante un hombre obsesionado por el hecho de que su esposa no podía darle un hijo había constituido una primera y terrible equivocación, puesto que, sin pretenderlo, ya había provocado en el Emperador una inevitable actitud de rechazo.
Inmiscuirse luego en un tema que sabía muy bien que le estaba vetado significaba sin duda un segundo paso en falso de imprevisibles consecuencias, e insistir en el tema se había convertido en el tercer y más grave de los errores.
Por todo ello, su rostro mostraba un deplorable aspecto el día en que Rusti Cayambe regresó del lago Titicaca para hacer su entrada en el luminoso dormitorio y colocar amorosamente la mano sobre su abultado vientre.
—¿Qué te ocurre? —se alarmó—. ¿Te encuentras mal?
—No de salud, sino de ánimo.
—¿Y eso?…
La afligida mujer le hizo una detallada exposición de cuanto había sucedido durante su ausencia, para acabar musitando con amargura:
—¡Tanto como me he esforzado tratando de enseñarte los entresijos de la vida en la corte, y resulta que he sido yo quien se ha extralimitado!
—Únicamente intentabas ayudar a la princesa…
—A costa de adentrarme en un terreno en exceso resbaladizo —se lamentó ella—. Debería tener la experiencia suficiente como para saber a lo que me arriesgaba.
—A mí me alegra que lo hayas intentado.
—No unas tu inconsciencia a mi estupidez —le recriminó su esposa—. Perder el favor del Emperador es lo peor que puede ocurrirle a nadie.
—Si es tan inteligente y generoso como aseguras, comprenderá tus motivos.
—Ya te comenté en una ocasión que cuando se comporta como el hijo del Sol cambia. En esos momentos no es inteligente, justo, ni generoso. Es como si una fiera se escondiera en lo más profundo de su mente; un ser maligno heredado directamente de sus más lejanos ancestros, puesto que no debemos olvidar que basaron su poder en la destrucción de sus propios hermanos.
—¡Extraño mundo el tuyo! —se lamentó el general Saltamontes—. Extraño y a mi modo de ver despreciable. Prefiero adentrarme en las selvas del oriente, o en los desiertos del sur, que en una sucia ciénaga en lo que todo parece reducirse a no despertar las iras del Emperador.
—Y haces bien, puesto que ningún
auca
de la selva, ni ningún
araucano
de los desiertos, podrá nunca causarte tanto daño como el que pueda causarte el Emperador.
—Mañana tengo que verle.
—¡Sé muy prudente! —le recomendó su esposa—. Recuerda que sabe que has conseguido en una noche lo que él no ha conseguido en años: hacer que su esposa le dé un hijo.
El Inca recibió al general que había enviado a pacificar a los
urus
sentado en su fastuoso trono y rodeado por toda una cohorte de sumisos consejeros, pero su rostro semejaba una máscara de basalto, y sus entrecerrados ojos parecían mirar más allá de cuantos se encontraban arrodillados frente a él.
—¿Y bien? —quiso saber hablando por encima de la cabeza de Rusti Cayambe, que era quien se encontraba justo bajo sus pies—. ¿Qué noticias me traes del Titicaca?
—Los rebeldes han muerto, ¡oh, gran señor! —replicó en tono humilde el interrogado—. Mis hombres jugaron con sus cabezas, sus viviendas fueron incendiadas y sus familiares declarados esclavos…
—¿Cuántas bajas hemos tenido?
—Ninguna, mi señor.
—¿Ninguna?…
—Ninguna… Tan sólo dos heridos de escasa consideración. Resultó evidente que la noticia satisfacía al Emperador, que se limitó a hacer un leve gesto de despedida con la mano.
—¡Bien! —dijo—. Has sabido cumplir con tu obligación… ¡Puedes retirarte!
—Aún hay algo más, ¡oh, gran señor! —se atrevió a musitar el joven general.
—¿Algo más? —se sorprendió el Inca.
—Así es, mi señor. Y respetuosamente pido permiso para exponértelo.
—Di lo que tengas que decir.
—Mientras me encontraba en el lago he tenido una idea que tal vez nos permita saber si vale la pena iniciar una campaña contra los
araucanos
.
—¿A qué te refieres?
—A que hemos dedicado demasiado tiempo, y hemos perdido infinidad de buenos soldados, intentando averiguar si los territorios que se extienden más allá del desierto de Atacama y su inaccesible cordillera es lo suficientemente fértil o contiene riquezas que ameriten continuar sacrificando a nuestros hombres.
—¿Y cómo pretendes averiguarlo sin cruzar el desierto y la cordillera? ¿Acaso tienes alas?
—No, mi señor. No tengo alas. Pero podríamos llegar hasta allí por mar.
Se dejó sentir un leve rumor de sorpresa, incredulidad o incluso de desaprobación, pero se acalló en cuanto los presentes repararon en la meditabunda expresión del Emperador.
—¿Por mar?… —repitió como si le costara dar crédito a lo que acababa de oír—. ¿Y cómo esperas llegar a las tierras de los
araucanos
por mar?
—Navegando siempre hacia el sur, mi señor.
—¿Navegando? ¿Y con qué clase de embarcaciones cuentas? Las diminutas canoas de nuestros pescadores apenas son capaces de alejarse de la costa, y a las pesadas balsas de troncos se las suele llevar el mar de forma que no volvemos a verlas nunca.
—Los
aymará
del Titicaca saben construir magníficas embarcaciones.
—¡Sí! —admitió ásperamente el Emperador—. Magníficas embarcaciones hechas a base de juncos de
totóra
, buenas para navegar en el lago pero completamente inútiles a la hora de adentrarse en el océano.
—¿Y quién puede asegurar tal cosa sin temor a equivocarse? —quiso saber su interlocutor—. Si flotan, flotan, puesto que el agua es igual en todas partes. Y los
aymará
saben cómo obligarlas a seguir un rumbo determinado ayudándose del viento y de los remos.
—El mar es salado.
—¿Y qué importancia tiene, mi señor?
El Inca permaneció unos instantes meditabundo, y por último se volvió a un anciano consejero al que se advertía tan confundido como el resto de los presentes.
—¿Tiene importancia? —quiso saber.
El pobre hombre pareció encogerse aún más, y resultó evidente que le aterrorizaba la idea de tener que dar una respuesta.
Al fin optó por encogerse de hombros, reconociendo su ignorancia.
—No lo sé, mi señor. Nunca he visto el mar.
El Inca se volvió de nuevo al general Saltamontes para inquirir casi agresivamente:
—¿Y tú has visto el mar?
—No, mi señor.
—En ese caso, ¿cómo puedes saber que las embarcaciones del Titicaca flotarán en él?
—Porque me han contado que el mar no es más que un inmenso lago de agua salada… He cogido agua, le he añadido sal y he introducido en ella un tallo de
totóra
… —Hizo una pausa, consciente de que todos se inclinaban sumamente interesados, y por último hizo un afirmativo gesto con la cabeza, para sentenciar, seguro de sí mismo—: ¡Y flota!
—¿Flota?… —repitió el hombre que se sentaba en el trono, al que el tema parecía interesarle más y más por momentos—. ¡Bien! Parece lógico que flote si al fin y al cabo no es más que agua con un poco de sal… ¿Pero consideras factible transportar unas naves tan pesadas desde el Titicaca hasta la costa a través de la cordillera? ¡Llevaría meses, tal vez años! Y dudo de que pudieran cruzar los puentes y los desfiladeros… ¡Sería una locura! ¡Una auténtica insensatez!
—No es en llevar los barcos en lo que había pensado, mi señor.
—¿Ah, no? ¿Entonces en qué?
—En trasladar allí a los que los construyen.
Un denso, casi palpable silencio se adueñó de la enorme estancia, y por un instante podría llegar a creerse que el hijo del Sol iba a ser víctima de un ataque de apoplejía, puesto que se había quedado muy quieto, con la expresión de quien ha recibido de golpe un jarro de agua fría.
—¡A los que los construyen! —masculló al fin casi masticando las palabras—. ¿Se te ha ocurrido la idea de transportar hasta la orilla del mar grandes haces de
totóra
para que los
aymará
fabriquen allí sus naves?
—¡Así es, mi señor!
—¿Y se te ha ocurrido a ti solo?
—¡Así es, oh, gran señor!
Nuevo y largo silencio meditabundo. El Emperador paseó la vista por encima de cuantos aguardaban, entre atemorizados y expectantes, clavó luego los ojos en un disco del sol que parecía ejercer sobre él un especial magnetismo y por último observó a quien aún permanecía a sus pies como si se encontrara ante un extraño animal desconocido que tuviera la extraña virtud de desconcertarle.
—Me colocas ante un serio dilema, Rusti Cayambe —dijo al fin—. No sé si ordenar que te corten una cabeza que piensa en exceso, lo que siempre resulta peligroso, o ascenderte a general con mando sobre diez mil hombres.
—Personalmente me inclinaría por lo segundo, mi señor.
El Emperador permitió que una leve sonrisa asomara a sus labios, ya que ésa era la máxima expresión de regocijo que podía permitirse en público, y concluyó por agitar de un lado a otro la cabeza como si aún le costara trabajo asimilar cuanto allí se había dicho.
—¡Deslenguado saltamontes! —exclamó—. Juegas con fuego, y el día menos pensado te abrasarás, pero reconozco que no sé qué es lo que admiro más en ti: si tu astucia o tu audacia. —Le apuntó con el dedo amenazadoramente—. ¡Ten mucho cuidado!… —advirtió—. Te vigilo de cerca. —Se puso en pie dando por concluida la audiencia al tiempo que puntualizaba—: De momento pongo diez mil hombres a tu mando para que construyas esas naves y vayas a comprobar si el país de esos hediondos
araucanos
merece ser conquistado.
L
a princesa Tunguragua, más conocida por Tungú, o por el dulce sobrenombre de Tórtola, nació puntualmente a los nueve meses de la noche de bodas de sus padres, como si haciendo acto de presencia en tan determinada fecha quisiera dar fe, tanto de la moralidad, como de la eficiencia de sus progenitores.
Y nació con los enormes ojos negros muy abiertos, como si desde el primer momento sintiese una irrefrenable curiosidad por cuanto la rodeaba, curiosidad que constituyó siempre —junto con la cabezonería— uno de los rasgos más determinantes de su personalidad.
Llegó al atardecer con el viento tibio y perfumado que ascendía desde el fondo del valle, y que solía preceder a la bruma fría y silenciosa que anunciaba la llegada de la noche.
La buena nueva se extendió rápidamente por la ciudad, y muy pronto el palacio se llenó de hermosos presentes con los que ricos y pobres, humildes y poderosos, soldados y gentes de paz pretendían dar fe de la alegría que les había producido el hecho de que aquella singular unión entre el héroe y la princesa, entre la fuerza y la gracia, hubiera dado tan tempranos y hermosos frutos.
Los cielos habían bendecido un hogar que todos bendecían, puesto que cada hombre y cada mujer del Cuzco se sentía en cierto modo representado en aquella hermosa pareja que venía a significar un cambio en las rígidas reglas de una sociedad que había permanecido hasta ese momento demasiado fiel a sí misma.
Cuando la reina Alia penetró en la pequeña recámara en que su esposo solía encerrarse a meditar sobre las difíciles decisiones que a menudo se veía obligado a adoptar, se lo encontró sentado en un pequeño taburete forrado en piel de alpaca blanca, con la cabeza escondida entre las manos.
—Sangay Chimé ha dado a luz a una niña… —susurró acomodándose a sus pies y tomándole con gesto de profundo amor una de las manos de tal forma que le obligara a mirarla.
—Lo sé.
—¿Y no te alegra?
—¿Te alegra a ti?
—¡Naturalmente! El dolor de aquellos a quienes amo no mitigaría en absoluto mi dolor. Muy por el contrario. Aprecio a Sangay como si se tratara de mi propia hermana, o quizá aún más, puesto que me consta que en ella nunca tendré una rival, y comprender la naturaleza de la felicidad que debe embargarle en estos momentos, me conmueve.