El hombre sonriente (50 page)

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BOOK: El hombre sonriente
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Sin embargo, cuando ya estaba a punto de vencerlo el sueño, empezó a pensar de nuevo en Kurt Ström, lo que lo despabiló de inmediato. «Esperar», recordó que había dicho Martinson. Eso era lo único que podía hacer. Lleno de impaciencia, se levantó de la cama y fue a sentarse en el sofá de la sala de estar. «¿Y qué hacemos si Ström no encuentra ninguna pistola italiana?», se preguntó. «¿O si las indagaciones sobre el recipiente de plástico demuestran que era una pista falsa? A lo sumo, podremos expulsar del país a un par de guardaespaldas extranjeros que se encuentran aquí de forma ilegal. Pero, aparte de eso, nada más. Alfred Harderberg dejará el castillo de Farnholm enfundado en su traje de corte extraordinario y con su eterna sonrisa, y nosotros nos quedaremos aquí con los restos de una investigación de asesinato fracasada. Nos veremos obligados a comenzar desde el principio, lo cual se nos hará bastante cuesta arriba: tener que examinar lo ocurrido como si fuese la primera vez.»

Así pues, allí sentado en el sofá, decidió que renunciaría a la responsabilidad que tenía sobre la investigación, para cedérsela a Martinson. Esto no sólo resultaba apropiado, sino incluso necesario. De hecho, había sido él quien había insistido en que se concentrasen en la persona de Alfred Harderberg como pista fundamental, por lo que llevaría esta línea de investigación hasta el fondo para, al salir sin resultados a la superficie, dejarle el mando a Martinson.

Cuando, al final de su reflexión, volvió a la cama, durmió un sueño inquieto, en el que las ensoñaciones se mezclaban unas con otras de modo que veía, en el mismo cuadro, al sonriente Alfred Harderberg y la expresión siempre grave de Baiba Liepa.

A las siete de la mañana se despertó y ya no pudo conciliar el sueño de nuevo. Se levantó, pues, y preparó café mientras se recreaba pensando en la carta de Baiba. Después, se sentó a la mesa de la cocina a leer los anuncios de automóviles del diario local Ystads Allehanda. Seguía sin tener noticias de la compañía de seguros, aunque Björk le había prometido que podría utilizar un coche de la Policía tanto tiempo como precisase. Poco después de las nueve, salió de su apartamento. El cielo aparecía limpio y la temperatura era de tres grados. Dedicó unas horas a recorrer los diversos concesionarios de automóviles de la ciudad y se detuvo un buen rato ante un Nissan que estaba más allá de sus posibilidades. De regreso a casa, aparcó junto a la plaza de Stortorget y se dirigió a pie hacia la tienda de discos de la calle de Stora Östergatan, donde la oferta de música operística era bastante escasa. Muy a su pesar, se tuvo que contentar con un disco compacto que contenía una recopilación de arias de óperas famosas. Hecho esto, fue a comprar algo de comida antes de regresar a casa. Faltaban aún muchas horas para su cita con Kurt Ström.

Cuando Wallander se detuvo ante la casa de Sandskogen, eran las tres menos cinco minutos. Salió del coche y atravesó la verja pero, cuando llamó a la puerta, no obtuvo respuesta. Se dispuso, pues, a esperar, mientras daba vueltas por el jardín. A las tres y media empezó a sentirse muy inquieto ya que, de forma instintiva, sospechaba que había sucedido algo. Cuando dieron las cuatro y cuarto, escribió una nota en un sobre rasgado que halló en el coche y se la dejó a Ström por debajo de la puerta. Hecho esto, regresó a la ciudad sin saber qué hacer. Kurt Ström estaba solo en aquello y solo tendría que arreglárselas. Wallander no dudaba de su capacidad para salir airoso de situaciones desagradables. Y, pese a todo, su desasosiego iba en aumento. Ninguno de los colegas del grupo de investigación se encontraba en la comisaría en aquel momento, así que entró en su despacho, desde donde llamó a casa de Martinson. Pero fue su mujer quien respondió anunciándole que éste había ido a nadar con una de las hijas. Se disponía, pues, a llamar a Svedberg cuando cambió de idea y marcó el número de Ann-Britt Höglund. Su marido atendió la llamada. Cuando la propia Ann-Britt acudió al teléfono, Wallander le contó que Kurt Ström no se había presentado a la cita.

—¿Qué puede significar eso?

—No lo sé —confesó Wallander—. Seguramente no tenga importancia. Pero yo estoy muy nervioso.

—¿Dónde estás ahora?

—En mi despacho.

—¿Quieres que vaya?

—No, no es necesario. Pero si hay novedad, te llamaré.

Concluyó la conversación sin otra expectativa que seguir aguardando. A las cinco y media volvió a la carretera de Svarta. Iluminó la puerta con la linterna y comprobó que el doblez del trozo de papel en que había dejado la nota sobresalía por debajo, de lo que dedujo que Kurt Ström no había llegado aún. Se había llevado el móvil y llamó al ex policía a su casa de Glimmingehus. Dejó sonar el teléfono un buen rato, pero tampoco allí obtuvo respuesta. Entonces comprendió que algo no iba bien y decidió volver a la comisaría y ponerse en contacto con Per Åkeson.

Justo cuando se había detenido en el semáforo de Österleden, sonó su móvil.

—Un hombre llamado Sten Widén te ha estado buscando —anunció el policía de guardia—. ¿Tienes su número?

—Sí, lo llamo ahora mismo.

El semáforo se había puesto en verde y el conductor del vehículo que venía detrás empezó a tocar el claxon furioso. Wallander se apartó de la carretera y se detuvo para llamar a Widén. Una de las chicas atendió la llamada.

—¿Eres Roger Lundin? —inquirió la joven.

—Así es —respondió Wallander con sorpresa.

—Pues Sten me pidió que te dijese que va camino de tu casa de Ystad.

—¿Cuándo se marchó?

—Hace un cuarto de hora.

Wallander arrancó a toda máquina con el semáforo en ámbar y giró en dirección a la ciudad. Ya no le cabía la menor duda de que algo había sucedido. Kurt Ström no había suelto y suponía que Sofía se había puesto en contacto con Sten Widén y que le había contado algo tan importante que Widén había decidido ir a su casa de inmediato. Cuando entró en la calle de Mariagatan comprobó que el viejo Volvo Duett de Widén aún no había llegado, de modo que se detuvo a esperarlo allí mismo. Presa de gran excitación, intentaba imaginarse lo que le habría ocurrido a Kurt Ström y lo que habría movido a Sten Widén a abandonar su finca y lanzarse en su busca.

Cuando, minutos después, el Duett hizo su entrada en la calle de Mariagatan, Wallander se encaminó hacia él y abrió la puerta antes de que Widén hubiese tenido tiempo de parar el motor.

—¿Qué ha sucedido? —inquirió Wallander mientras Widén intentaba deshacerse del enredo del cinturón de seguridad.

—Sofía me ha llamado —aclaró—. Estaba histérica.

—¿Por qué?

—¿De verdad crees que es conveniente que hablemos aquí en la calle? —preguntó Widén.

—¡Es que estoy tan preocupado…! —explicó Wallander.

—¿Por Sofía?

—Por Kurt Ström.

—¿Y quién coño es ése?

—Tienes razón, no podemos hablar aquí en medio de la calle. Será mejor que entremos —admitió Wallander.

Mientras subían las escaleras, Wallander notó que Sten Widén olía a alcohol y pensó que debería hablar con él en serio de ese tema, y que lo haría cuando hubiese averiguado quién había asesinado a los dos abogados.

Se sentaron ante la mesa de la cocina, donde había dejado la carta de Baiba Liepa.

—¿Quién es Kurt Ström? —volvió a preguntar Widén.

—Luego te lo cuento —prometió Wallander—. Habla tú primero. ¿Qué te dijo Sofía?

—Sí, hará una hora que me llamó —aseguró Widén con una mueca—. Al principio no comprendí lo que decía. Parecía un manojo de nervios.

—¿Desde dónde llamaba?

—Desde el apartamento de las caballerizas.

—¡Mierda!

—Bueno, no creo que tenga remedio ya —sentenció Widén al tiempo que se rascaba la barbilla sin afeitar—. Si no la entendí mal, había estado montando y, de repente, se topó con un maniquí en medio del sendero. ¿Sabes algo de esos muñecos?

—Sí, ya me habló de ellos —explicó Wallander—. Continúa.

—El caballo se detuvo y se negó a seguir avanzando, de modo que Sofía descabalgó para retirar el muñeco. Sólo que no era un maniquí.

—¡Joder! —exclamó Wallander, pronunciando la palabra despacio.

—Oye, no parece sino que ya conocieses la historia —comentó Sten Widén con asombro.

—Ahora te lo explico. Sigue.

—Pues no era un muñeco, sino un hombre, empapado de sangre.

—¿Estaba muerto?

—Pues eso no se lo pregunté, pero supongo que sí.

—¿Y después?

—Montó de nuevo el caballo, se marchó de allí y me llamó.

—¿Qué le dijiste que hiciese?

—Pues no sé si lo hice bien, pero le recomendé que, por el momento, no hiciese nada en absoluto.

—Perfecto —aprobó Wallander—. Es lo más acertado.

Sten Widén se disculpó pues tenía que ir al baño un momento. Wallander oyó el tintineo de una botella. Cuando Widén regresó, le refirió el asunto de Kurt Ström.

—O sea, que tú crees que era él el hombre que Sofía halló tendido en el sendero.

—Eso me temo.

Sten Widén tuvo un arranque de furia repentina e hizo un amplio gesto con los brazos sobre la mesa, de modo que la carta de Riga cayó al suelo.

—¡Qué cojones! ¡La policía debe intervenir cuanto antes! ¿Qué es lo que está pasando en ese castillo? Yo no quiero que Sofía se quede allí por más tiempo.

—Sí, claro, y eso es lo que vamos a hacer —lo tranquilizó WaIlander al tiempo que se ponía en pie.

—Bueno, yo me voy a casa —anunció Widén—. Y me llamas en cuanto hayas sacado de allí a Sofía.

—No —atajó Wallander—. Tú no vas a ninguna parte. Has bebido, así que no te dejaré salir. Puedes dormir aquí.

Sien Widén lo miró sin comprender.

—¿Estás diciendo que estoy, borracho?

—Quizá no borracho, pero sí mareado —precisó Wallander con calma—. No quiero que te ocurra nada.

Sten Widén dejó sobre la mesa de la cocina las llaves del coche, que Wallander recogió y se guardó en el bolsillo.

—Por si acaso cambias de opinión cuando me haya marchado.

—Tú no estás bien de la cabeza —resolvió Widén—. Te digo que no estoy borracho.

—Bueno, ya hablaremos de eso cuando vuelva. Ahora tengo que irme.

—Me da igual lo que le ocurra a Kurt Ström —afirmó Widén—. Pero no quiero que le ocurra nada a Sofía.

—Ya, me figuro que sueles dormir con ella —adivinó Wallander.

—Sí, pero no es por eso.

—En fin, no es asunto mío —admitió Wallander.

—No, no lo es.

Wallander fue a buscar en su armario un par de zapatillas de deporte que tenía sin estrenar. Había tomado la decisión, en varias ocasiones, de empezar a hacer deporte, pero nunca llegó a ponerla en práctica. Después se puso un jersey grueso y un gorro, listo para marcharse.

—Acomódate lo mejor que puedas —le dijo a Sten Widén, que ya había colocado la botella de whisky, sobre la mesa sin tapujos.

—Mejor preocúpate de Sofía —recomendó Widén.

Wallander cerró la puerta tras de sí mientras, en la oscuridad del rellano de la escalera, se preguntaba qué hacer. Si Kurt Ström estaba muerto, su plan había fracasado. Tomó conciencia de que, de pronto, se veía de nuevo inmerso en los acontecimientos del año anterior, en la muerte que aguardaba apostada entre la bruma. Los hombres del castillo de Farnholm eran peligrosos, ya sonriesen, como Alfred Harderberg, ya se confundiesen con las sombras como Tolpin y Obadia.

«Tengo que sacar a Sofía de allí», resolvió. «Llamaré a Björk y organizaré una movilización policial. Acudiremos a todos los distritos policiales de Escania, si es preciso»

Encendió la luz de la escalera y bajó corriendo a la calle. Una vez en el coche, marcó el número de Björk.

Sin embargo, cuando éste respondió, apagó rápido el teléfono.

«A ver. Tengo que resolver esto yo solo», se dijo. «No quiero más policías muertos.»

Se dirigió a la comisaría y recogió su arma reglamentaria y una linterna. Encendió la luz del despacho vacío de Svedberg para buscar el plano de los terrenos de Farnholm. Lo dobló y se lo guardó en el bolsillo. Habían dado ya las ocho menos cuarto cuando abandonó la comisaría. Se dirigió en el coche a la calle de Malmövägen y se detuvo ante la casa de Ann-Britt Höglund. Su marido, que abrió la puerta, le indicó que entrase, pero Wallander declinó la invitación aduciendo que sólo quería darle un recado a su mujer. Cuando la agente salió al vestíbulo, Wallander comprobó que estaba en bata.

—Escúchame con atención —pidió Wallander—. Voy, a meterme en el castillo de Farnholm.

Ella se dio cuenta de que hablaba en serio.

—¿Kurt Ström? —inquirió ella.

—Así es. Creo que está muerto.

Ella lanzó un grito y quedó pálida. Wallander se preguntó fugazmente si no iría a desmayarse.

—No puedes ir al castillo tú solo —afirmó una vez que hubo recuperado el control.

—Tengo que hacerlo.

—¿Qué es lo que tienes que hacer?

—¡Tengo que resolver esto yo solo! —exclamó irritado—. Escúchame, en lugar de hacer tantas preguntas.

—Yo me voy contigo —aseguró ella—. No puedes ir tú solo.

Wallander comprendió que estaba decidida y que no tenía sentido ponerse a discutir con ella.

—Está bien, puedes venir —concedió al fin—. Pero tendrás que esperarme fuera. Necesito a alguien con quien tener contacto por radio.

La colega desapareció escaleras arriba y su marido le hizo una señal a Wallander para que entrase y cerrase la puerta.

—Esto ya me lo advirtió ella —sonrió el hombre—. Cuando yo estoy en casa, es ella la que tiene que marcharse.

—Puede que no nos lleve mucho tiempo —comentó Wallander, con poco convencimiento.

Minutos después, Ann-Britt Höglund bajó de nuevo enfundada en un chándal.

—No me esperes despierto —le advirtió a su marido.

«¿Y quién me espera a mí?», se lamentó Wallander. «Nadie, ni siquiera un gato dormitando entre las macetas del alféizar de la ventana.»

Volvieron a la comisaría a buscar dos radioteléfonos.

—Debería llevar mi arma, ¿no crees?

—No —se opuso Wallander—. Tú esperarás fuera. Y prepárate si no haces lo que te digo.

Dejaron, pues, la ciudad de Ystad a sus espaldas. Era una noche clara y fría. Wallander conducía a gran velocidad.

—¿Qué piensas hacer, exactamente? —quiso saber ella.

—Averiguar lo sucedido —repuso Wallander.

«Me está adivinando el pensamiento», se dijo el inspector. «Ella es consciente de que, en realidad, no sé lo que voy a hacer.» Continuaron en silencio y llegaron a la salida hacia el castillo de Farnholm poco después de las ocho y media. Wallander aparcó en una plataforma para tractores, apagó el motor y los faros del coche y quedaron a oscuras.

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