Pero la noche discurría con llamadas regulares, sin que Wallander lograse hacerle comprender a su colega que tenía que dar la señal de alarma y enviar a las unidades de emergencia a Farnholm. Se había dado cuenta de que estaban solos en el castillo. Alfred Harderberg aguardaba el alba, para abandonar no sólo su castillo sino también su país, en compañía de aquellas sombras estáticas del fondo, las que constituían su instrumento para matar a quienes él señalaba con el dedo. Allí no quedaban más que Sofía y la guarda de la puerta. Todas aquellas secretarias que Wallander nunca tuvo ocasión de ver, habían desaparecido. Tal vez estuviesen esperándolo ya en otro castillo en algún otro lugar del mundo.
El dolor de cabeza había remitido, se sentía muy cansado y pensó que había llegado tan lejos como para averiguar la verdad, pero que aún no había llegado a la meta. En efecto, lo dejarían allí, en el castillo, tal vez amarrado y, para cuando lo descubriesen o él lograse liberarse de las ataduras, ellos se encontrarían ya en el espacio infinito. Cuanto había quedado dicho durante aquellas horas nocturnas, resultaría más tarde negado por los abogados que Alfred Harderberg designase para su defensa. Aquellos hombres que empuñaban armas de fuego y que nunca habían atravesado las fronteras suecas, seguirían siendo sombras contra las que ningún fiscal podría promover una acusación. Jamás podrían probar nada, la investigación se le escaparía de las manos y Alfred Harderberg continuaría siendo el mismo ciudadano respetable, por encima de toda sospecha.
Wallander tenía la verdad en su mano, incluso la relativa a Lars Borman, pues Harderberg había confesado que lo mandó asesinar porque descubrió la relación entre él y la estafa al Landsting. Lo mataron para no correr el riesgo de que Gustaf Torstensson viese lo que no debía, circunstancia que se produjo más tarde, pese a sus intentos por evitarlo. No obstante, la verdad no tendría, al parecer, ningún sentido y nunca llegarían a atrapar al autor de aquellos delitos.
Pese a todo, lo que Wallander recordaría después de aquella larga noche, lo que, por mucho tiempo, quedaría en su memoria como una evocación insoportable de la naturaleza de Alfred Harderberg, fueron las palabras que pronunció, cerca de las cinco de la mañana, cuando, sin saber por qué, habían empezado a hablar de nuevo de la nevera y de las personas a las que asesinaban para arrebatarles los órganos y comerciar con ellos.
—Debe usted comprender que eso no es más que un detalle insignificante de mi actividad. Es prescindible, anecdótico. Lo que yo hago es comprar y vender, inspector Wallander. Yo actúo en la escena del mercado. Y nunca dejo pasar una posibilidad, por pequeña e insignificante que sea.
«La insignificante vida humana», se dijo Wallander. «En el mundo de Alfred Harderberg, ésa es la mayor verdad.»
No tenían ya nada más que decirse. Alfred Harderberg apagó, uno tras otro, todos los ordenadores, y destruyó algunos documentos. Wallander pensaba en la huida, pero las sombras permanecían allí al fondo todo el tiempo, inmóviles. Y tomó conciencia de su derrota.
Alfred Harderberg se acariciaba los labios con la yema de los dedos, como para comprobar que su sonrisa seguía allí. Después miró a Wallander por última vez.
—En fin, todos hemos de morir —anunció en un tono que parecía aludir a que, no obstante, él mismo constituía la excepción a esa regla—. Incluso un inspector de la brigada criminal tiene sus horas contadas. En este caso, por mí.
Miró el reloj antes de proseguir.
—Pronto amanecerá, aunque aún está muy oscuro. Entonces, un helicóptero aterrizará aquí. Mis dos colaboradores emprenderán un viaje y usted habrá de acompañarlos. Será un trayecto corto, durante el que tendrá usted ocasión de poner a prueba su capacidad para volar.
El hombre no dejaba de observar a Wallander mientras hablaba. «Quiere que le suplique que no me mate», comprendió Wallander. «Pero no voy a proporcionarle ese placer. Cuando se alcanza cierto grado de temor, éste se transforma en su contrario. Si algo he aprendido en la vida es esto.»
—La investigación de la capacidad humana para volar se llevó a cabo con gran empeño durante la época deplorable de la guerra del Vietnam —prosiguió Harderberg—. En efecto, soltaban a los prisioneros y los dejaban caer, pero desde gran altura, de modo que, durante un instante, recobraban la libertad de movimientos de que se habían visto privados, antes de estrellarse contra el suelo y pasar a participar de la mayor de todas las libertades.
Dicho esto, se puso en pie y se ajustó la chaqueta.
—Mis pilotos son grandes expertos —declaró—. Estoy seguro de que conseguirán dejarlo caer de modo que vaya usted a aterrizar en medio de la plaza de Stortorget, en el centro de Ystad. El acontecimiento quedará grabado para siempre en los anales de la ciudad.
«Este hombre está loco», resolvió Wallander. «Y está intentando conseguir que le ruegue por mi vida. Pero no lo haré.»
—Bien, aquí se separan nuestros caminos —continuó Harderberg—. Nos hemos visto en dos ocasiones. Y no creo que lo olvide. Hubo momentos en los que casi dio muestras de gran agudeza. De haber sido otras las circunstancias, habría tenido usted un lugar cerca de mí.
—¿Y la postal? —inquirió de pronto Wallander—. La que Sten Torstensson envió supuestamente desde Finlandia cuando, en realidad, se encontraba conmigo en Dinamarca.
—¡Ah, sí! Bueno, es algo que me divierte mucho, imitar la letra de la gente —aclaró Harderberg en tono ausente—. Incluso creo poder afirmar que soy bastante bueno. El día que Sten Torstensson estuvo en Jutlandia, yo pasé un par de horas en Helsinki, con motivo de una reunión, fracasada, por cierto, con uno de los directivos de Nokia. Fue como un juego, como meter un palito en un hormiguero. Un juego para despistar, nada más.
Luego le tendió la mano y Wallander quedó tan perplejo que se la estrechó.
Después, Alfred Harderberg se dio la vuelta y se marchó.
A Wallander le dio la impresión de que el vacío venia a sustituir su presencia. Aquel hombre dominaba cualquier entorno en el que se encontrase. Una vez que la puerta se hubo cerrado tras él, no quedó nada.
Tolpin estaba apoyado contra una de las columnas, observando a Wallander. Obadia estaba sentado, con la mirada perdida. Wallander sabía que tenía que hacer algo. Se negaba a creer que fuese verdad, que Harderberg hubiese ordenado que lo lanzasen a tierra desde un helicóptero sobre el centro de Ystad. Transcurrían los minutos y los dos hombres seguían sin moverse.
Así pues, iban a dejarlo caer vivo, se estrellaría contra los tejados de la ciudad, o tal vez contra las losas de piedra de la plaza de Stortorget. Aquella toma de conciencia lo condujo de forma instantánea a una sensación de pánico que se extendió como un veneno por todo su cuerpo y lo paralizó. Le costaba respirar mientras, desesperado, buscaba una salida.
Obadia alzó la cabeza despacio al tiempo que Wallander percibía el débil ronroneo de un motor que se acercaba con rapidez. El helicóptero estaba en camino. Tolpin le indicó que debían marcharse.
Cuando hubieron salido al frescor del temprano amanecer, antes de que los primeros rayos de luz aclarasen el cielo, el helicóptero ya había aterrizado en el lugar previsto. La hélice cortaba el aire. El piloto estaba preparado para despegar tan pronto como ellos hubiesen subido a bordo. Wallander buscaba febril una salida. Tolpin caminaba delante de él y Obadia unos pasos por detrás, pistola en mano. Ya estaban casi junto al helicóptero. Los cuchillos de la hélice seguían rasgando el frío aire matinal. Entonces, Wallander descubrió un montón de placas de cemento seco que tenía justo delante, en la plataforma. Alguien habría estado reparando las grietas y se había olvidado de recogerlo. Wallander aminoró la marcha de modo que Obadia quedó por un instante entre Tolpin y él. Entonces Wallander se agachó con toda rapidez y, a manotadas, arrojó contra la hélice tanto cemento como pudo. Oyó fuertes estallidos producidos por los fragmentos que revoloteaban en torbellino a su alrededor entrecruzándose con las aspas de la hélice. Tolpin y Obadia pensaron por un momento que les estaban disparando y desviaron la atención a sus espaldas. Wallander se lanzó sobre Obadia, con toda la fuerza de la desesperación, y logró arrebatarle su arma. Dio unos pasos hacia atrás, tropezó y cayó. Tolpin contempló durante unos segundos el espectáculo, sin alcanzar a comprender lo que sucedía, pero enseguida echó mano del arma que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. En ese momento, Wallander disparó y consiguió alcanzarlo en el muslo. Al mismo tiempo, Obadia hizo amago de lanzarse sobre él. Wallander disparó de nuevo, sin saber adónde había ido a parar el proyectil. Acto seguido, Obadia caía pesadamente con un grito de dolor.
Wallander consiguió ponerse en pie. Se le ocurrió que los pilotos podían estar armados pero, cuando dirigió la pistola hacia la portezuela abierta del helicóptero, no vio más que a un joven muy asustado con las manos alzadas sobre la cabeza. Wallander miró a los hombres a los que había disparado y comprobó que ambos seguían con vida. Recogió el arma de Tolpin y la lanzó tan lejos como pudo. Después se acercó hasta el helicóptero. El piloto seguía con las manos sobre la cabeza y Wallander le hizo una señal para que se marchase de allí. Después se retiró unos metros y vio despegar el helicóptero, que se alejó sobrevolando el tejado iluminado del castillo. Todo le parecía envuelto en una fina niebla. Se pasó la mano por la mejilla y notó que le sangraba, de lo que dedujo que los fragmentos de cementa cristalizado le habían dado en la cara sin que él se hubiese percatado de ello.
Emprendió, pues, la marcha en dirección a las cuadras. Sofía estaba limpiando uno de los compartimentos cuando él apareció a la carrera. Al verlo, la joven lanzó un grito. Wallander intentó esbozar una sonrisa, pero tenía el rostro inmovilizado por la sangre coagulada.
—Todo está en orden —le aseguró mientras intentaba recuperar el aliento—. Pero has de hacerme un favor, tienes que llamar a una ambulancia. Hay dos hombres ante el castillo, con heridas de bala y tendidos sobre el césped.
Después pensó en Alfred Harderberg. Apenas si le quedaba tiempo.
—Llama a la ambulancia —repitió—. Ya pasó todo.
Al salir de las cuadras, resbaló y cayó sobre el barro removido por los caballos. Se incorporó y echó a correr hacia la verja, acuciado por la incertidumbre de si llegaría a tiempo.
Ann-Britt Höglund había salido del coche para estirar las piernas cuando lo vio llegar corriendo. A juzgar por la expresión de alarma de su compañera, comprendió que su aspecto no debía de ser muy bueno. Estaba lleno de sangre y sucio, y tenia la ropa rasgada. Pero no había tiempo para explicaciones. Todo su ser se orientaba hacia una sola acción: impedir que Alfred Harderberg abandonase el país. Así pues, le gritó que se metiese en el coche y, antes de que ella hubiese podido cerrar la puerta, ya había salido él marcha atrás. Tironeó nervioso del cambio de marchas, pisó a fondo el acelerador y no hizo caso de la señal de stop obligatorio para salir a la carretera principal.
—¿Cuál es el camino más rápido para llegar al aeropuerto de Sturup? —preguntó Wallander.
Ella sacó el mapa de carreteras que había en la guantera y le dio las indicaciones precisas. «No llegaremos a tiempo», se lamentó. «Está demasiado lejos y el tiempo es muy escaso.»
—Llama a Björk —le ordenó.
—No tengo su número particular —repuso ella.
—¡Pues llama a la comisaría, joder! —rugió él—. ¡Utiliza la cabeza!
La joven agente obedeció. Cuando el policía de guardia le preguntó si no podía esperar hasta que Björk hubiese llegado a la comisaría, también ella empezó a gritar. Marcó el número enseguida.
—¿Qué quieres que le diga? —inquirió.
—Alfred Harderberg está a punto de abandonar el país en su avión —explicó Wallander—. Björk tiene que impedirlo. Y sólo dispone de media hora para hacerlo.
Björk acudió al teléfono y Wallander la escuchó repetir sus palabras. Tras unos instantes de silencio, ella le pasó el teléfono al inspector.
—Quiere hablar contigo.
Sostuvo el teléfono con la mano derecha mientras aligeraba la presión del pie sobre el acelerador.
—¿Qué es eso de que tengo que detener el avión de Harderberg? —farfulló Björk.
—Ya no hay duda de que él está detrás de los asesinatos de Gustaf y Sten Torstensson. Además, Kurt Ström está muerto.
—¿Estás seguro de lo que dices? ¿Dónde estás ahora? ¿Por qué te oigo tan mal?
—Estoy alejándome del castillo de Farnholm. No tengo tiempo de discutir. Ese hombre va camino del aeropuerto y hay que detenerlo de inmediato. Si su avión consigue despegar y abandonar el espacio aéreo sueco, nunca lo pillaremos.
—Bueno, debo decir que todo esto me suena muy extraño —comentó Björk—. ¿Qué has estado haciendo en el castillo de Farnholm a estas horas de la madrugada?
Wallander comprendió que el escepticismo que dejaban traslucir las preguntas de Björk estaba más que justificado. Se preguntó fugazmente cómo habría reaccionado él mismo, de haberse encontrado en el lugar de Björk.
—Sé que te parecerá una locura —admitió—. Pero tienes que arriesgarte y creer lo que te digo.
—En cualquier caso, esto exige que delibere con Per Åkeson.
Wallander lanzó un alarido.
—¡No tenemos tiempo de deliberaciones! —gritó—. ¿Me has oído? En Sturup hay policías, ¿verdad? Pues es necesario que detengan a Harderberg.
—Llama dentro de un cuarto de hora —ordenó Björk—. Me pondré en contacto con Per Åkeson de inmediato.
Wallander estaba tan fuera de sí que poco faltó para que perdiese el control del vehículo.
—¡Baja la jodida ventanilla! —vociferó.
Ella hizo lo que le pedía. Wallander arrojó el teléfono a la carretera.
—Ya puedes cerrar —pidió en tono más calmado—. Tendremos que encargarnos de esto nosotros solos.
—¿Estás seguro de que es Harderberg? —inquirió ella—. ¿Puedes contarme lo que ha ocurrido y si estás herido?
Wallander pasó por alto las dos últimas preguntas.
—Estoy seguro —afirmó—. Tanto como de que, si consigue abandonar el país, no podremos detenerlo nunca.
—¿Y qué piensas hacer?
Él movió la cabeza.
—No lo sé —confesó—. No tengo ni idea. Tiene que ocurrírseme algo.
Sin embargo, cuarenta minutos después, cuando ya se aproximaban al aeropuerto de Sturup, seguía sin tener claro lo que iba a suceder. Haciendo chirriar las ruedas, frenó hasta detener el coche ante la alta valla que se alzaba a la derecha del edificio del aeropuerto. Para poder ver el interior, se subió al techo del coche. Algunos de los pasajeros de los primeros vuelos matutinos se habían detenido para ver qué sucedía. Un camión de comidas preparadas estacionado al otro lado de la valla, en el interior del recinto aeroportuario, le impedía la visión. Wallander empezó a hacer aspavientos con los brazos, a gritar y a maldecir para que el conductor lo viese y apartase el coche. Pero el hombre estaba sumido en la lectura de su periódico sin apercibirse de los molinetes que describía el individuo enfurecido sobre el techo del coche. De modo que Wallander sacó la pistola y disparó al.aire. Enseguida cundió el pánico entre los curiosos. La gente empezó a correr en todas direcciones, abandonando sus maletas sobre la acera. El conductor reaccionó a la detonación y comprendió que Wallander quería que se retirase de donde estaba.