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El hombre sonriente (51 page)

BOOK: El hombre sonriente
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—Me pondré en contacto contigo cada sesenta minutos —explicó Wallander—. Si no te digo nada en más de dos horas, llamas a Björk y pides una intervención urgente.

—Sabes que no deberías hacer esto, ¿verdad?

—Toda mi vida he estado haciendo lo que no debía. ¿Por qué iba a dejar de hacerlo ahora? —repuso Wallander.

Ajustaron los radioteléfonos.

—¿Por qué decidiste hacerte policía en lugar de sacerdote? —le preguntó cuando vislumbró su rostro a la vaga luz de los aparatos.

—Me violaron —declaró ella—. Y eso cambió toda mi vida. Lo único en lo que podía pensar después de aquello era en ser policía.

Wallander no pronunció palabra. Tras un instante, abrió la puerta del coche y volvió a cerrarla con cuidado tras de sí.

Entonces sintió como si se adentrara en otro mundo. Ann-Britt Höglund no existía ya donde él se encontraba.

Una gran calma reinaba en la noche. Por alguna razón, recordó que sólo faltaban dos días para la fiesta de Santa Lucía. Se deslizó hasta quedar al abrigo de la sombra de un árbol y desplegó el plano. A la luz de la linterna, intentó memorizar los detalles más importantes. Después la apagó, se guardó el plano en el bolsillo y empezó a correr despacio por la orilla del camino que conducía hasta la verja del castillo. Sería imposible salvar la doble valla metálica, de modo que no quedaba más que una vía de entrada: a través de la verja.

Diez minutos después hizo un alto para recuperar el resuello, antes de continuar avanzando hasta que pudo divisar los focos que iluminaban la verja y el búnker del vigilante.

«Debo contar con lo que ellos no se esperan en absoluto», se animó. «Y ellos no están preparados para que un hombre armado, pero solo, intente entrar en el castillo.»

Cerró los ojos y respiró hondo varias veces. Después sacó la pistola del bolsillo.

A la espalda del búnker había una franja estrecha que quedaba en la oscuridad.

Miró el reloj y comprobó que eran las diez menos tres minutos.

Entonces se lanzó a la aventura.

17

La primera llamada por radio se produjo a los treinta minutos. Ella lo oía con total claridad, sin interferencias, como si él no se hubiese alejado del coche, sino que se hubiese mantenido allí fuera, entre las sombras.

—¿Dónde estás? —preguntó la agente.

—Ya estoy dentro —aclaró él—. Mantente alerta para la próxima llamada en una hora.

—¿Qué está pasando? —inquirió ella.

Pero no obtuvo respuesta. Ella pensó que se trataba de una interrupción momentánea de la comunicación y aguardó una nueva llamada, que no se produjo. Entonces comprendió que había sido el propio Wallander quien había interrumpido la conversación, sin contestar a su pregunta. La radio quedó en silencio. Wallander experimentaba la sensación de haberse adentrado en un valle de sombras mortales. Sin embargo, había resultado mucho más fácil de lo que él había osado imaginar. Fue moviéndose con rapidez por la angosta zona ensombrecida que quedaba tras el búnker, donde descubrió algo asombrado una pequeña ventana. Se puso de puntillas y miró a través del cristal, para descubrir que no había allí dentro más que una persona que, además, era una mujer. Estaba sentada haciendo punto. Wallander comprobó incrédulo que estaba tejiendo un jersey, para un bebé. El contraste de aquella imagen con lo que acontecía al otro lado de la verja que ella vigilaba le resultó inconmensurable e incomprensible. Sin embargo, sabía que lo último que aquella mujer se esperaba era que hubiese un hombre armado tan cerca de ella. De ahí que Wallander rodease el búnker con toda tranquilidad y diese lo que él consideró unos toquecitos «amables» en la puerta. Tal y como él se había figurado, ella no entreabrió la puerta, sino que la abrió de par en par, como quien no teme ningún peligro. La mujer llevaba la labor en una mano y miraba atónita a Wallander, que ni siquiera consideró la posibilidad de sacar la pistola. Se presentó como el inspector Wallander de la Policía de Ystad, y hasta se disculpó por molestar a aquellas horas al tiempo que la conducía amable hacia el interior del búnker y cerraba la puerta. Intentó ver si las instalaciones de vigilancia del castillo incorporaban vigilancia recíproca, por si hubiese alguna cámara que vigilase también el búnker pero, al no descubrir ninguna cámara de este tipo, le pidió que se sentase en la silla. Entonces la mujer comprendió lo que estaba ocurriendo y empezó a gritar. Wallander había sacado su pistola y la sensación de sostener un arma en la mano le produjo tal malestar que enseguida le dio dolor de estómago. Wallander evitaba apuntar hacia la mujer y le decía simplemente que guardase silencio. Ella parecía tan asustada que él deseó poder tranquilizarla, decirle que podía continuar con aquel jersey que sin duda estaba tejiendo para algún nieto. Mas pensaba en Kurt Ström y en Sofía, en Sten Torstensson y en la mina que estalló en el jardín de la señora Dunér. Le preguntó si tenía que pasar continuamente información al castillo, pero ella negó con un gesto.

La siguiente pregunta era fundamental.

—¿No era Kurt Ström quien, en realidad, tenía que estar aquí de guardia esta noche? —inquirió.

—Sí, pero llamaron del castillo diciendo que estaba enfermo y que yo tenía que sustituirlo.

—¿Quién llamó?

—Una de las secretarias.

—¡Repite sus palabras exactas!

—«Kurt Ström está enfermo.» Eso fue todo.

Aquello constituyó para Wallander la confirmación de que todo se había ido al traste. Habían descubierto a su colaborador y no se hacía ilusiones de que los hombres de Harderberg no le hubiesen sacado toda la verdad.

Observó a la mujer aterrada que se aferraba a su labor con gesto compulsivo.

—Aquí fuera hay un hombre —aseguró al tiempo que señalaba hacia la ventana—. Y va armado, igual que yo. Si das la alarma cuando yo salga de aquí, no terminarás nunca ese jersey.

Comprendió que la mujer se tomaba en serio su amenaza.

—Cada vez que se abre la verja, se registra y comunica al castillo, ¿no es así?

Ella asintió.

—¿Qué ocurre si se va la luz?

—Un generador de gran potencia se pone en marcha de forma automática.

—¿Es posible abrir la verja de forma manual, sin que quede constancia en los ordenadores?

Ella volvió a asentir.

—Corta el suministro eléctrico de la verja. Me abrirás y cerrarás una vez que yo haya entrado. Después volverás a conectar la corriente.

Ella asintió y él no dudó un momento de que la mujer fuese a obedecer.

De manera que abrió la puerta y le gritó a aquel hombre que no existía en la oscuridad a la que él iba a salir que abrirían la verja, que la cerrarían y que todo estaba en orden. Ella abrió un armario metálico que había junto a la verja, dejando ver una manivela en su interior. Cuando la abertura dejó espacio suficiente, Wallander pasó al otro lado.

—Haz lo que te he indicado y no te ocurrirá nada —le advirtió.

Dicho esto, empezó a correr a través de los jardines hacia las caballerizas, según las indicaciones del plano que tenía memorizado. Reinaba la calma a su alrededor y, cuando descubrió la luz de las cuadras, se detuvo y estableció el primer contacto con Ann-Britt Höglund. Sin embargo, cuando ella empezó a hacer preguntas, interrumpió la conexión de inmediato. Continuó con cautela hacia el edificio, del que el apartamento en el que vivía Sofía era una especie de ampliación adosada al cuerpo principal de las caballerizas. Permaneció durante largo rato al abrigo de un pequeño arbusto contemplando la zona y sus alrededores. De vez en cuando se oía el arrastrar de pezuñas y el golpeteo sordo de los caballos en sus compartimentos. Observó que había luz en el apartamento mientras intentaba pensar con claridad. El hecho de que Kurt Ström hubiese sido asesinado no tenía por qué significar que hubiesen supuesto la existencia de una conexión entre la moza de cuadra y el ex policía. Tampoco era seguro que hubiesen intervenido la conversación de la joven con Sten Widén. Y aquella inseguridad que dominaba la situación era su única punto de partida firme. Pese a todo, se preguntaba si estarían preparados para la eventualidad de que un hombre entrase solo en las tierras del castillo.

Se mantuvo donde estaba unos minutos más, siempre protegido por el arbusto. Después, echó a correr encogido y tan rápido como pudo hasta la puerta del apartamento. Contaba con que, en cualquier momento, un proyectil procedente de un arma invisible se abriese paso a través de su cuerpo. Dio unos golpecitos a la puerta al tiempo que manipulaba el picaporte, pero estaba cerrada con llave. Entonces oyó la voz de la joven, llena de temor. Él le dijo que era Roger, el amigo de Sten Widén. El apellido de Lundin, que él mismo había inventado, no acudía a su memoria. Pero ella le abrió la puerta dejando ver en su rostro una expresión de alivio y sorpresa a un tiempo. El apartamento se componía de una pequeña cocina y de una habitación donde también estaba el dormitorio. Él se pasó un dedo por la boca indicándole así que guardase silencio. Se sentaron en la cocina, cada uno a un extremo de la mesa. El pataleo de los caballos se oía claramente.

—Es muy importante que contestes a mis preguntas con la mayor exactitud —le advirtió Wallander—. No dispongo de mucho tiempo, así que no puedo explicarte el porqué de mi presencia aquí. Lo único que te pido es que me respondas.

Entonces, desplegó el plano y lo extendió sobre la mesa. —Te encontraste a un hombre muerto mientras montabas por el sendero —comenzó—. Indícame el lugar exacto.

Ella se inclinó sobre la mesa y describió con el dedo un pequeño círculo sobre una zona situada al sur de las caballerizas.

—Aquí, más o menos —explicó.

—Comprendo que tuvo que ser muy desagradable —comentó Wallander—. Pero tengo que saber si lo habías visto antes.

—No.

—¿Cómo iba vestido?

—No lo sé.

—¿Llevaba uniforme?

Ella negó con un gesto.

—No lo sé, no recuerdo nada.

Wallander pensó que no tenía sentido presionarla, pues el miedo la obligaba a apartar los recuerdos.

—¿Ha sucedido alguna otra cosa hoy?

—No.

—¿No ha venido nadie a hablar contigo?

—No.

Wallander se esforzaba por comprender lo que aquello podía implicar, pero la imagen del cadáver de Kurt Ström tendido en algún lugar entre los árboles predominaba en su cerebro por encima de cualquier otra idea.

—Bueno, me voy. Si viene alguien, no le digas que he estado aquí.

—¿Vas a volver? —quiso saber la joven.

—No lo sé. Pero no debes tener miedo. No ocurrirá nada.

Echó un vistazo a través de una rendija que había entre las cortinas con la esperanza de que aquella promesa se cumpliese. Después, abrió la puerta con la llave y rodeó el apartamento a la carrera, que no detuvo hasta no estar de nuevo a cubierto engullido por las sombras. Había empezado a soplar una brisa, apenas perceptible. Entre los árboles, en la distancia, pudo ver los potentes focos que iluminaban la fachada rojiza del castillo. Además, tomó nota de que había luz en diversas ventanas y plantas del edificio.

De pronto, sintió que se le erizaba la piel.

Tras haber comparado una vez más sobre el terreno la imagen mental que tenía del plano, siguió avanzando con la linterna en la mano. Pasó un lago artificial en el que no había agua y giró después a la izquierda con la intención de buscar el sendero. Miró el reloj y vio que aún faltaban cuarenta minutos para su próxima conexión con Ann-Britt Höglund.

Justo cuando empezaba a pensar que se había extraviado, dio con el sendero que buscaba, que tenía un metro de anchura aproximadamente y en el que todavía podían distinguirse las huellas de los cascos de los caballos. Permaneció inmóvil y aplicó el oído, pero el silencio reinaba a su alrededor, apenas interrumpido por el murmullo del viento que parecía ir arreciando de forma paulatina. Continuó, pues, adelante, con gran sigilo, siempre preparado para recibir un ataque.

Transcurridos unos cinco minutos, se detuvo. En efecto, si la joven había marcado el lugar correctamente, él había ido demasiado lejos. ¿No estaría buscando por el sendero equivocado? Pese a la incertidumbre, prosiguió el avance.

Otros cien metros más adelante, no le cabía ya la menor duda de que tenía que haber sobrepasado el punto indicado.

Se quedó de pie, estático.

Kurt Ström había desaparecido. Con toda probabilidad, habrían retirado su cuerpo de allí. Así, empezó a desandar el camino mientras intentaba decidir qué hacer. Al momento se detuvo de nuevo, pues tenía que orinar, de modo que se adentró entre los matorrales que bordeaban el camino. Luego, sacó de nuevo el plano del bolsillo, con objeto de asegurarse de que no se había equivocado de sendero por segunda vez.

Encendió la linterna y el haz de luz dio de lleno en el suelo. Entonces vio un pie desnudo. Se llevó un sobresalto que le hizo dejar caer la linterna, y ésta se apagó al chocar contra el suelo. Pensó que habrían sido figuraciones suyas y se agachó para buscarla. Mientras tanteaba el suelo, rozó el mango de la linterna con la yema de los dedos. Cuando por fin pudo encenderla de nuevo, la luz bañó el rostro sin vida de Kurt Ström.

Estaba pálido, los labios en apretado mohín. La sangre que le había discurrido por las mejillas aparecía allí coagulada. Había muerto de un disparo en la frente. Wallander recordó lo que le había ocurrido a Sten Torstensson. Después se dio media vuelta y salió huyendo de allí. Se paró a vomitar contra un árbol antes de seguir corriendo. Alcanzó de nuevo el lago, fue bordeando la orilla y se le hundieron los pies. En algún lugar, un pájaro se alzó alejándose de la copa de un árbol, en ruidoso aleteo. Saltó al fondo del lago seco y se acurrucó en un rincón. Se sentía como en el interior de una cripta. De pronto, le pareció oír ruido de pasos y sacó la pistola, pero nadie vino a mirar en la hondonada donde se ocultaba. Respiró hondo y se obligó a reflexionar. Estaba próximo a caer en un miedo pánico, en la sensación de que el control sobre sí mismo podía quebrarse de un momento a otro. En catorce minutos tendría que establecer un nuevo contacto con Ann-Britt Höglund pero, en realidad, no tenía por qué esperar. Podía Ilamarla en aquel preciso instante y pedirle que avisase a Björk. Hacerle saber que Kurt Ström estaba muerto, que le habían disparado en medio de la frente, que nada podía devolverlo a la vida. Que tenían que ordenar una salida de emergencia, que él los aguardaría junto a la verja y que no sabía lo que ocurriría después.

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