Contrariado, el semental volvió toda su ira contra Tom.
Grace recordaría hasta el día de su muerte lo que pasó a continuación. Y nunca sabría a ciencia cierta qué fue lo que pasó. El caballo giró en un estrecho círculo, cabeceando sin parar y levantando una rociada de polvo y piedras con sus cascos. Ausentes ya los otros caballos, sus furiosos bufidos parecieron aumentar con el eco que los repetía. Al principio pareció no saber a qué atenerse respecto al hombre que permanecía impertérrito ante él.
Sin embargo, era seguro que Tom podía haberse apartado. Dos o tres pasos le habrían bastado para ponerse fuera del alcance del semental y de todo peligro. El caballo, o así lo creyó Grace, lo habría dejado en paz y simplemente habría vuelto junto a los otros. Tom, por el contrario, avanzó hacia él.
En cuanto lo hizo, tal como él debió de prever, el semental se encabritó y empezó a relinchar. E incluso entonces Tom habría podido apartarse. Grace había presenciado en una ocasión que
Pilgrim
se había comportado de la misma manera y que Tom se había movido con destreza para ponerse a salvo. Sabía cómo actuaría el animal, qué músculos se moverían y por qué, antes incluso de que el caballo lo supiera. Pero esta vez Tom no hurtó el cuerpo ni agachó la cabeza ni retrocedió siquiera, sino que se aproximó a él.
Aún había demasiado polvo para que Grace pudiera estar totalmente segura, pero le pareció ver que Tom abría un poco los brazos y, con un ademán tan leve que ella pudo incluso haberlo imaginado, le mostró al caballo la palma de las manos.
Fue como si estuviera ofreciendo alguna cosa y quizá se trataba sencillamente de lo que siempre había ofrecido: paz y afinidad. Pero aunque a partir de aquel día nunca iba a compartir con nadie lo que pensó entonces, Grace tuvo la impresión de que no era así y que Tom, sin sombra de miedo o desesperación, estaba de algún modo ofreciéndose a sí mismo.
Luego, con un horripilante sonido que bastó para ratificar su fallecimiento, los cascos cayeron sobre su cabeza y lo arrojaron al suelo como a un ídolo caído.
El semental se engrifó de nuevo pero no tan arriba, y sólo para buscar una superficie más segura que el cuerpo del hombre donde posar las patas. Por un momento el caballo pareció molesto por tan rápida capitulación y pateó el polvo junto a su cabeza. Luego agitó la crin, lanzó un último relincho, torció repentinamente hacia la quebrada y se alejó de allí.
La primavera llegó con retraso a Chatham el año siguiente. Una noche, a finales de abril, cayó más de un palmo de nieve. Fue de esa nieve lánguida que desaparece con el día, pero Annie temió que pudiera haber malogrado los brotes que estaban saliendo ya en los seis pequeños cerezos de Robert. Sin embargo, cuando a primeros de mayo el mundo empezó a calentarse, los árboles parecieron reafirmarse y finalmente florecieron sin mácula.
El espectáculo había dejado atrás su punto álgido y el rosa de los pétalos se desteñía mostrando un delicado borde marrón. Con cada vibración la brisa esparcía hojas por la hierba en una amplia circunferencia. La mayor parte de las que caían espontáneamente se perdía entre la hierba más alta que crecía en torno a las raíces. Unas pocas, no obstante, encontraban un breve respiro final sobre la blanca gasa de una cuna que, ahora que el tiempo era más apacible, descansaba a diario bajo la sombra moteada.
Era una cuna vieja, hecha de mimbre. Se la había regalado una tía de Robert al nacer Grace y anteriormente había amparado los cráneos en formación de varios abogados más o menos distinguidos. La malla, sobre la que se proyectaba ahora la sombra de Annie, era nueva. Se había fijado en que al bebé le gustaba ver posarse allí los pétalos y no quiso tocar los que ya habían caído. Se acercó a la cuna y vio que el niño dormía.
Era demasiado pronto para determinar a quién se parecía. Su piel era blanca y su cabello castaño claro, aunque con el sol parecía haber tomado un matiz rojizo que sin duda había heredado de Annie.
Desde el día de su nacimiento, hacía ya casi tres meses, sus ojos no habían sido otra cosa que azules.
El médico aconsejó a Annie que pusiera una demanda. Hacía sólo cuatro años que le habían colocado la espiral, uno menos de la duración recomendada. Al examinarla, el médico comprobó que el cobre estaba totalmente gastado. Los fabricantes, aseguraba él, no tendrían inconveniente en llegar a un acuerdo por miedo a la mala publicidad. Annie se había reído, y la sensación fue tan extraña que hasta le impresionó. Dijo que no pensaba poner ninguna demanda y que tampoco, pese a los precedentes y a toda la elocuencia del médico al enumerarle los riesgos, quería interrumpir el embarazo.
De no haber sido por la continua configuración experimentada por su matriz, Annie dudaba que ninguno de los tres —ella, Robert o Grace— hubiera sobrevivido. Aquello podía, tal vez debía, haber empeorado las cosas o sido el foco de sus respectivas penas y amarguras. En cambio, tras la conmoción del descubrimiento, su embarazo había traído consigo, de forma paulatina, una especie de calma esclarecedora.
Annie sintió de repente una presión en los pechos y por un instante pensó en despertar al bebé para darle de mamar. Qué distinto era de Grace. Ella se impacientaba enseguida, como si el pecho no colmara sus necesidades, y antes de los tres meses ya tomaba biberón. Pero el bebé se aferraba y seguía tragando como si lo hubiera hecho desde siempre. Y cuando se hartaba, simplemente se quedaba dormido.
Annie miró su reloj. Eran casi las cuatro. Dentro de una hora Robert y Grace partirían de la ciudad. Por un momento Annie consideró la posibilidad de trabajar un poco más, pero decidió no hacerlo. Había sido un día provechoso y el artículo que estaba escribiendo, si bien de estilo y contenido muy diferentes de cuanto había escrito hasta entonces, marchaba muy bien. Optó por ir andando hasta el campo y echar un vistazo a los caballos. Cuando estuviese de regreso el bebé seguramente habría despertado.
Habían enterrado a Tom Booker al lado de su padre. Annie lo sabía por Frank, que le había escrito una carta. La había mandado a Chatham, y le llegó un miércoles por la mañana a finales de julio; ella se encontraba sola y acababa de descubrir que estaba embarazada.
La intención, explicaba Frank, había sido hacer un funeral reducido, casi exclusivamente para los familiares más íntimos. Pero el día en cuestión aparecieron unas trescientas personas, de las cuales algunas venían incluso de Charleston y Santa Fe. En la iglesia no cabían todos, de modo que tuvieron que abrir las puertas y las ventanas, y el resto de la gente se quedó fuera, al sol.
Frank decía en su carta que le parecía que a Annie le gustaría saberlo.
El principal objetivo de su carta, seguía escribiendo, era transmitirle que el día anterior a su muerte Tom, al parecer, le había dicho a Joe que quería hacerle un regalo a Grace. A los dos se les había ocurrido que se quedara con el potrillo de
Bronty.
Frank quería saber qué opinaba Annie. Si le parecía bien la idea, se lo enviarían junto con
Pilgrim
en el remolque de Annie.
Construir el establo fue idea de Robert. Annie lo contempló ahora camino del campo, al fondo de la larga avenida de avellanos que salía del estanque describiendo una curva. El establo se veía flamante sobre un fondo de chopos y abedules que acababan de echar brotes. Cada vez que lo veía Annie no podía evitar sorprenderse. Su madera apenas se había desgastado, igual que la de la verja y la cerca colindante. Los distintos verdes de la hierba y los árboles eran tan intensos, nuevos y brillantes, que casi parecían canturrear.
Los caballos levantaron la cabeza al oírla acercarse y luego siguieron paciendo tranquilamente. El «potrillo» de
Bronty
era ya un robusto tusón al que
Pilgrim
trataba en público con una especie de sublime desdén. Era puro teatro. Annie los había pillado muchas veces jugando. Se cruzó de brazos sobre la baranda de la verja y apoyó el mentón para mirar.
Grace trabajaba con el potro cada fin de semana. Al verla montar Annie se daba cuenta de lo mucho que había aprendido de Tom. Jamás forzaba al caballo sino que lo ayudaba a encontrarse a sí mismo. El potro aprendía rápidamente. Ya se apreciaba en él ese aire tierno característico de todos los caballos del Double Divide. Grace le había puesto por nombre
Gulliver,
tras preguntarle primero a su madre si creía que los padres de Judith tendrían algún inconveniente. Annie respondió que estaba segura de que no.
Le resultaba difícil pensar ahora en Grace sin un sentimiento de reverencia y asombro. La muchacha, a punto de cumplir quince años, era un milagro constante.
La semana siguiente a la muerte de Tom seguía siendo borrosa, lo cual era, probablemente, lo mejor que podía pasarles a ambas. Habían partido tan pronto Grace estuvo en condiciones de viajar. A su regreso a Nueva York, la chica estuvo varios días casi catatónica.
Lo que pareció propiciar el cambio fue el ver los caballos aquella mañana de agosto; abrió en ella una compuerta y durante dos semanas no hizo más que llorar y exteriorizar su angustia, que a punto estuvo de arrastrarlos a todos. Pero en la calma que siguió, Grace pareció hacer un inventario de lo ocurrido y finalmente, como
Pilgrim,
decidió sobrevivir.
En ese momento Grace se hizo adulta. Pero aún había ocasiones, cuando creía que nadie la observaba, en que su mirada traslucía algo que iba más allá de la simple madurez. Por dos veces había regresado de las puertas del infierno. De cuanto había visto, fuera lo que fuese, se colegía un saber triste y tranquilizador que era tan viejo como el tiempo mismo.
En otoño Grace regresó a la escuela y la bienvenida que le ofrecieron sus amigas equivalió a mil sesiones con su nueva terapeuta, a la que seguía visitando todas las semanas. Cuando por fin, sin poder evitar un gran azoramiento, Annie le habló del niño, Grace se alegró muchísimo. Ni una sola vez, hasta el momento, había preguntado quién era el padre.
Y Robert tampoco. Ninguna prueba había establecido el hecho, ni él la había buscado. A Annie le pareció entender que prefería la posibilidad de que el hijo fuese suyo a la certeza de que no lo era. Annie se lo había contado todo. Y así como las culpas de diverso origen y complejidad quedaron grabadas para siempre en su corazón y en el de Grace, así ocurrió también con el dolor que ella había causado en el de Robert.
Por el bien de su hija había postergado toda decisión acerca del futuro, si es que lo había, de su matrimonio. Annie se quedó a vivir en Chatham y Robert en Nueva York. Grace viajaba de un sitio al otro, reparando hebra a hebra en su telar la desgarrada tela de sus vidas. Una vez iniciado el curso, viajaba a Chatham cada fin de semana, normalmente en tren. Pero algunas veces Robert la acompañaba en coche.
Al principio la dejaba allí, le daba un beso de despedida y, tras cruzar unas palabras con Annie, regresaba otra vez en coche a la ciudad. Un lluvioso viernes por la noche a finales de octubre, Grace la convenció de que se quedara. Cenaron los tres juntos. Robert estuvo tan gracioso y tierno con Grace como siempre. Con Annie se mostró reservado, sin dejar de ser cortés. Aquella noche durmió en el cuarto de invitados y a la mañana siguiente partió muy temprano.
Aquello iba a convertirse en la rutina no declarada de los viernes. Y aunque por principio Robert aún no se había quedado más de una noche, su partida al día siguiente se había ido demorando.
El sábado anterior al día de Acción de Gracias, habían ido los tres a desayunar a la cafetería. Era la primera vez que la familia en pleno iba allí desde al accidente. Al llegar toparon con Harry Logan, que hizo grandes aspavientos al ver a Grace y consiguió hacerla sonrojar diciéndole lo crecida y guapísima que estaba. Era verdad. Logan preguntó si podía pasar algún día a saludar a
Pilgrim
y ellos respondieron que cuando quisiese.
Que Annie supiera, en Chatham nadie tenía la menor idea de lo sucedido en Montana, aparte de que el caballo estaba bien. Harry miró el vientre abultado de Annie, sacudió la cabeza y sonrió.
—Caramba —dijo—. Me alegro muchísimo de verlos por aquí, a los cuatro, me refiero. Enhorabuena a todos.
Todo el mundo se maravillaba de que, después de tantos abortos, Annie hubiera conseguido esa vez llegar a término sin problemas. El tocólogo había dicho que en los embarazos de mujeres maduras solían ocurrir cosas raras. Y Annie le dijo que muchas gracias.
El bebé nació a primeros de marzo por cesárea. Le preguntaron a Annie si quería una epidural para ver el parto y ella dijo que ni hablar, que le pusieran todas las drogas que tuvieran a mano. Al despertar, como ya le había ocurrido otra vez, encontró al bebé a su lado, sobre la almohada. Robert y Grace también estaban allí, y los tres lloraron y rieron juntos.
Le pusieron por nombre Matthew, por el padre de Annie.
La brisa le trajo ahora el llanto del niño. Al alejarse de la verja y empezar a bajar hacia los cerezos, los caballos no levantaron la cabeza.
Le daría de mamar y después lo llevaría dentro para cambiarlo. Luego lo pondría en un rincón de la cocina para que la observara con aquellos limpios ojos azules mientras ella preparaba la cena. A lo mejor esa vez convencía a Robert de que se quedase todo el fin de semana. Al dejar atrás el estanque, unos patos alzaron el vuelo después de chapotear en el agua.
Frank mencionaba otra cosa en la carta que le había mandado el verano anterior. Ordenando la habitación de Tom, decía, había encontrado un sobre encima de la mesa. Llevaba escrito el nombre de Annie y por eso se lo adjuntaba.
Annie lo miró un buen rato antes de abrirlo. Se le ocurrió que era extraño no haber visto nunca hasta ese momento la letra de Tom. En su interior, doblado dentro de una hoja de papel blanco, halló el trozo de cordel con el lazo que él se había quedado la última noche que pasaron juntos en la casa del arroyo. En el papel, Tom había escrito, sencillamente: «Por si te olvidas».
* * *