El hombre que susurraba a los caballos (13 page)

Read El hombre que susurraba a los caballos Online

Authors: Nicholas Evans

Tags: #Narrativa

BOOK: El hombre que susurraba a los caballos
7.8Mb size Format: txt, pdf, ePub

A comienzos de febrero telefoneó a Liz Hammond y acordaron encontrarse en las caballerizas. Echaron un vistazo a
Pilgrim
desde la puerta de la casilla y luego fueron a sentarse en el coche de Liz. Estuvieron un rato sin hablar viendo cómo Tim y Eric regaban el patio y hacían el tonto.

—Ya no aguanto más, Liz —dijo Logan—. Es todo tuyo.

—¿Has hablado con Annie?

—Le he telefoneado una docena de veces. Hace un mes le dije que había que sacrificar al caballo. No quiso escucharme. Pero te digo una cosa, ya no sé qué hacer. Esos dos imbéciles me sacan de quicio. Soy veterinario, Liz. Se supone que debo evitar que los animales sufran, no hacerlos sufrir. Estoy harto.

Permanecieron en silencio durante un rato. Eric estaba intentando encender un cigarrillo pero Tim no dejaba de apuntarle con la manguera.

—Ella me preguntó si había psiquiatras para caballos —dijo Liz.

Logan rió.

—No es un loquero lo que necesita ese animal, sino una lobotomía. —Pensó un rato—. En Pittsfield hay un quiropráctico de caballos, pero no se ocupa de casos como éste. No se me ocurre nadie que pueda hacerlo. ¿Y a ti?

Liz negó con la cabeza.

No había nadie. Logan suspiró. Todo el asunto, se dijo, había sido una jodida metedura de pata desde el principio. Y él no veía ningún indicio de que la cosa pudiera mejorar.

SEGUNDA PARTE
Capítulo 6

América fue el primer lugar donde los caballos vagaban libremente. Un millón de años antes de la aparición del hombre, pacían ya en las vastas llanuras cubiertas de hierba robusta y visitaban otros continentes cruzando puentes de roca que pronto quedaron cortados al retirarse los hielos. Su primera relación con el hombre fue la de la presa con el cazador, pues mucho antes de considerar el caballo un medio para cazar otros animales, el hombre lo mataba para comer su carne.

Las pinturas rupestres ilustraban el modo de hacerlo. Aparecían leones y osos, y mientras luchaban entre ellos, los hombres los alanceaban. Pero el caballo era una criatura de altos vuelos y el cazador, con lógica devastadora, se valió del vuelo para aniquilarlo. Manadas enteras fueron obligadas a arrojarse desde lo alto de precipicios. Así lo atestiguan los depósitos de huesos rotos. Y aunque más tarde el hombre fingió una actitud amistosa, la alianza con él siempre sería frágil, pues el miedo que había originado en el corazón del caballo era demasiado intenso para desalojarlo.

Desde la era neolítica, cuando se le colocó el primer ronzal a un caballo, ha habido hombres que así lo comprendieron.

Podían escrutar el alma del bruto y aliviar las heridas que encontraban en ella. A menudo se los tenía por brujos, y tal vez lo fueran. Algunos forjaban su magia con huesos de sapos cogidos de arroyos en noches de luna llena. Otros, se decía, eran capaces con una mirada de anclar en la tierra los cascos de un tiro que estaba arando. Había gitanos y comediantes, chamanes y charlatanes. Y los que realmente poseían ese don solían guardarlo celosamente, pues se decía que quien podía hacer salir a un demonio, también podía obligarlo a entrar. Quien conseguía apaciguar un caballo posiblemente terminaría ardiendo en la plaza del pueblo mientras el dueño del animal, que al principio se había mostrado agradecido, bailaba alrededor de la hoguera. Debido a los secretos que pronunciaban en voz baja a oídos aguzados e inquietos, estos hombres eran conocidos como «susurradores».

Al parecer, casi siempre eran varones, hecho que sorprendió a Annie en la cavernosa sala de lectura de la biblioteca pública. Había supuesto que las mujeres sabían más de esas cosas que los hombres. Estuvo varias horas sentada a una de las largas y relucientes mesas de caoba, íntimamente acorralada por los libros que había buscado, y se quedó hasta la hora de cierre.

Leyó que doscientos años atrás un irlandés llamado Sullivan había amansado caballos furiosos en presencia de numerosos testigos. Llevaba los animales a un establo en penumbra y nadie sabía a ciencia cierta qué ocurría cuando cerraba la puerta. Sullivan aseguraba valerse únicamente de las palabras de un ensalmo indio que le había comprado a un viajero hambriento a cambio de comida. Nadie supo nunca si decía la verdad, pues su secreto murió con él. Todo lo que los testigos sabían era que cuando salía con los caballos del establo toda la furia se había evaporado. Algunos aseguraban que los animales parecían hipnotizados de miedo.

En Groveport, Ohio, vivió un tal John Solomon Rarey que domesticó su primer caballo a la edad de doce años. El rumor de sus dotes se extendió rápidamente y en 1858 fue requerido en el castillo de Windsor para calmar un caballo de la reina Victoria. La soberana y su séquito quedaron boquiabiertos al ver cómo Rarey ponía sus manos sobre el animal y lo hacía tumbar en el suelo ante sus propios ojos. Luego se recostó a su lado y descansó la cabeza en sus pezuñas. La reina lanzó una risita de placer y entregó cien dólares a Rarey. Él era un hombre humilde y tranquilo, pero de pronto se hizo famoso y la prensa quería ver más espectáculo. Mandaron buscar el caballo más feroz de toda Inglaterra. Fue puntualmente encontrado.

Se trataba de un semental llamado
Cruiser
que había sido en tiempos el caballo de carreras más veloz del país. Sin embargo, leyó Annie, se había convertido en «el diablo encarnado» y tenían que ponerle una mordaza de hierro de más de tres kilos de peso para evitar que siguiese matando mozos de cuadra. Sus propietarios sólo lo mantenían con vida porque querían hacerlo criar, y para que esta operación resultara exenta de riesgo se les ocurrió taparle los ojos. Desoyendo todos los consejos, Rarey entró en el establo, donde nadie se atrevía a aventurarse, y cerró la puerta. Salió tres horas después guiando a
Cruiser,
que iba sin mordaza y parecía más manso que un cordero. Tan impresionados quedaron los propietarios que le regalaron el caballo. Rarey lo llevó a Ohio, donde
Cruiser
murió el 6 de julio de 1875, nueve años más tarde que su nuevo dueño.

Annie salió de la biblioteca y bajo a la calle por la escalinata custodiada por un par de leones imponentes. El tráfico era infernal y un viento helado se colaba por la estrecha garganta delimitada por los altos edificios. Tenía aún tres o cuatro horas de trabajo en el despacho, pero no cogió un taxi; necesitaba caminar, y el aire frío tal vez la ayudase a poner un poco de orden a las ideas que bullían en su cabeza. Se llamaran como se llamasen, vivieran cuándo o dónde hubiesen vivido, aquellos caballos de los libros sólo tenían una cara: la de
Pilgrim.
Era a los oídos de
Pilgrim
que el irlandés entonaba su ensalmo, y eran los ojos de
Pilgrim
los que miraban tras la mordaza de hierro.

A Annie estaba ocurriéndole algo que aún no acertaba a definir. Algo visceral. En el último mes había estado observando a su hija caminar por el apartamento, primero con el andador, luego con el bastón. Al igual que todos, había ayudado a Grace en la pesada, brutal y aburrida rutina diaria de la fisioterapia, hasta que a todos les dolieron las extremidades tanto como a ella. Físicamente se produjo una constante acumulación de pequeños triunfos. Pero Annie veía que, casi en la misma medida, algo moría poco a poco en el interior de la muchacha.

Grace intentaba ocultárselo a sus padres, a Elsa, a sus amigos, incluso al ejército de consejeros y terapeutas que cobraban lo suyo para darse cuenta de esas cosas, y lo hacía con una suerte de tenaz alegría. Pero Annie veía más allá, se daba cuenta de la cara que ponía Grace cuando creía que nadie la observaba y advertía que el silencio, cual monstruo paciente, iba estrechando a su hija entre sus brazos.

Annie no tenía la menor idea del motivo por el que la vida de un caballo salvaje arrinconado en la pequeña casilla de un establo tenía que estar tan vitalmente ligada al declinar de su hija. Carecía de toda lógica. Ella respetaba la decisión de Grace de no volver a montar; de hecho, no le habría gustado que lo intentase siquiera. Y cuando Logan y Liz repetían una y otra vez que lo mejor era sacrificar a
Pilgrim
y que prolongar su existencia era una desgracia para todos, Annie sabía que tenían razón. ¿Por qué, entonces, seguía negándose? ¿Por qué cuando las cifras de tirada de la revista empezaron a estabilizarse se había tomado dos tardes enteras libres para informarse sobre tipos raros que susurraban cosas a los oídos de los caballos? Porque era una tonta, se dijo.

Cuando llegó a la oficina todo el mundo se disponía a marcharse. Se sentó ante su mesa y Anthony le pasó una lista de mensajes y le recordó que aún tenía pendiente una reunión que había intentado eludir. Luego le dijo adiós y la dejó sola. Annie hizo un par de llamadas que en opinión de Anthony no podían esperar, y luego telefoneó a su casa.

Robert le dijo que Grace estaba haciendo su gimnasia. Que se encontraba bien. Era lo que siempre decía. Annie le avisó de que llegaría tarde y le dijo que no la esperase para cenar.

—Pareces cansada —dijo él—. ¿Has tenido un mal día'?

—No. Lo he pasado leyendo sobre susurradores.

—¿Sobre qué?

—Ya te lo explicaré luego.

Empezó a revisar el montón de papeles que Anthony le había dejado, pero su mente no paraba de entretejer fantasías sobre lo que había leído en la biblioteca. A lo mejor John Rarey tenía un tataranieto que había heredado sus dones y podía curar a
Pilgrim.
¿Y si ponía un anuncio en el
Times
para encontrarlo? «Se busca susurrador.»

Cuánto tiempo tardó en quedarse dormida no podía saberlo, pero despertó sobresaltada al ver a un guardia de seguridad de pie en el hueco de la puerta. Estaba haciendo una comprobación de rutina y le pidió disculpas por molestarla. Annie preguntó la hora se sorprendió cuando el hombre respondió que eran las once.

Paró un taxi y se arrellanó en el asiento de atrás mientras la conducían hasta Central Park West. El resplandor sódico de las farolas hacía que la marquesina verde del bloque de apartamentos se viese descolorida.

Robert y Grace se habían acostado. Annie se detuvo en el umbral de la habitación de su hija y dejó que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. Apoyada en un rincón, la pierna falsa parecía un centinela de juguete. Grace se movió en sueños y murmuró algo. Y de repente a Annie se le ocurrió que aquella necesidad que sentía de conservar vivo a
Pilgrim,
de encontrar a alguien que calmara su atribulado corazón, posiblemente no tenía nada que ver con Grace. Quizá tenía que ver con ella misma.

Tapó con cuidado los hombros de su hija y se dirigió a la cocina por el pasillo. En el bloc amarillo que había sobre la mesa Robert había dejado una nota. Liz Hammond había telefoneado. Tenía el nombre de una persona que tal vez pudiese ayudarlos.

Capítulo 7

Tom Booker se levantó a las seis y escuchó las noticias locales por televisión mientras se afeitaba. Un individuo de Oakland había aparcado el coche en medio del puente Golden Gate y, después de matar a su esposa y dos hijos, había saltado al vacío. Había atascos en ambos sentidos. En los suburbios de la zona este una mujer que hacía footing en una loma próxima a su casa había sido muerta por un puma.

La luz que había encima del espejo proyectaba un resplandor verde sobre su rostro bronceado, cubierto ahora de espuma de afeitar. El cuarto de baño era estrecho y sombrío y Tom tuvo que agacharse para ponerse bajo la ducha acoplada a la bañera. Siempre tenía la impresión de que aquella clase de moteles estaba pensada para una raza minúscula con la que uno jamás se tropezaba, gente con dedos diminutos que prefería las pastillas de jabón tamaño tarjeta de crédito y envueltas a su gusto.

Tom se vistió y se sentó en la cama para calzarse las botas, mirando hacia el pequeño aparcamiento repleto de furgonetas y todoterrenos de quienes acudían al cursillo. En la clase de potros serían veinte, y una cantidad similar en la de equitación. Demasiada gente, pero a él no le gustaba decirle a nadie que no. Más por el caballo que por la persona en sí. Se puso la chaqueta verde de lana, cogió su sombrero y salió al angosto corredor de hormigón por el que se iba a recepción.

El encargado, un joven de origen chino, estaba dejando una bandeja de infames sucedáneos de rosquillas junto a la máquina de café. Miró a Tom con expresión radiante.

—¡Buenos días, Mr. Booker! ¿Cómo le va?

—Bien, gracias —dijo Tom. Dejó su llave sobre el mostrador—. ¿Y a usted?

—Estupendamente. ¿Una rosquilla? Cortesía de la casa.

—No, gracias.

—¿Todo listo para el cursillo?

—Bueno, supongo que saldremos del paso. Hasta luego.

—Adiós, Mr. Booker.

Mientras se dirigía hacia su furgoneta Tom notó que el aire de la mañana era húmedo y frío, pero las nubes estaban altas y sabía que al cabo de un par de horas haría mucho calor. Allá en Montana su rancho seguía bajo medio metro de nieve, pero cuando la noche anterior llegaron a ese motel de Marin County parecía primavera. «California —pensó—. Aquí sí que lo tienen todo resuelto, hasta el tiempo.» No veía el momento de regresar a casa.

Enfiló el Chevrolet rojo hacia la autopista y se desvió por la 101. El centro de equitación estaba en un valle arbolado que se extendía en leve pendiente a unos tres kilómetros del pueblo. La noche anterior había ido al centro con el remolque antes de tomar una habitación en el motel y dejar a
Rimrock
en el prado. Vio que alguien había estado poniendo rótulos en forma de flecha a lo largo de todo el trayecto señalando el lugar donde se realizaba el cursillo, y deseó que no lo hubiera hecho, fuera quien fuese. Si el sitio era difícil de encontrar, tal vez los más tontos no se presentarían.

Cruzó la verja y aparcó en la hierba muy cerca del gran ruedo, cuya arena había sido regada y peinada con esmero. No había nadie.
Rimrock
lo vio desde el otro extremo del prado y para cuando Tom estuvo junto a la cerca el caballo ya estaba esperándolo. Era un quarter castaño de dieciocho años con una estrella blanca en la cara y cuatro calcetines blancos que le daban el aspecto pulcro de un aficionado al tenis. Tom lo había criado y educado en persona. Le acarició el cuello y dejó que el caballo frotara el hocico contra su mejilla.

—Hoy vas a sudar la gota gorda, amigo —dijo Tom.

Por regla general le gustaba tener dos caballos por cursillo a fin de que pudieran repartirse el trabajo. Pero su yegua,
Bronty
, estaba a punto de parir y Tom había tenido que dejarla en Montana. Ese era otro de los motivos por los que quería regresar a casa.

Other books

Stacking in Rivertown by Bell, Barbara
Public Enemies by Ann Aguirre
Trust: Betrayed by Cristiane Serruya
The Hanging Wood by Martin Edwards
His Angel by Samantha Cole
All Fall Down: A Novel by Jennifer Weiner
Swept Away by Nicole O'Dell