El hombre que susurraba a los caballos (27 page)

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Authors: Nicholas Evans

Tags: #Narrativa

BOOK: El hombre que susurraba a los caballos
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Ya había consumido gran parte del mes de permiso que le había pedido a Crawford Gates; iba a tener que pedirle más y eso no le hacía ninguna gracia. A pesar de los aspavientos de Gates sobre que ella era libre de tomarse el tiempo que necesitase, Annie no se hacía ilusiones al respecto. En los últimos días Gates había dado muestras de que se estaba poniendo nervioso. Se habían producido pequeñas interferencias, ninguna de ellas demasiado importante para que Annie pusiera el grito en el cielo pero que, en conjunto, señalaban peligro.

Gates había criticado el artículo de Lucy Friedman sobre los gigolós que a Annie le parecía brillante; había interrogado al equipo de diseño por dos portadas, no de mala manera pero sí lo suficiente como para tenerlo en cuenta; y le había mandado a Annie una extensa nota según la cual la cobertura de Wall Street estaba quedándose atrás con respecto a las revistas de la competencia. Lo cual no habría sido problema si Gates no hubiese mandado copias a otros cuatro directores antes de hablar con ella. Pero si el muy cerdo quería pelea, la tendría. Ella no le había telefoneado. En cambio, escribió de inmediato una enérgica réplica, llena de hechos y cifras, y la mandó a esas mismas personas y, por si las moscas, a otras dos con las que podía contar como aliadas.
Touché.
Pero el trabajo que le había costado…

Cuando llegó a lo alto de la colina y empezó a bajar hacia los corrales divisó los potros de Tom correteando por el ruedo, pero no vio rastro de Tom; se sintió desilusionada y al instante sonrió por haber tenido ese sentimiento. Al torcer hacia la parte de atrás de la casa del arroyo vio que había un camión de la compañía telefónica aparcado delante, y al bajar del coche un hombre de mono azul salió al porche. La saludó y dijo que le había instalado dos nuevas líneas.

Una vez dentro, encontró dos teléfonos nuevos al lado del ordenador.

El contestador automático parpadeaba indicando que había cuatro mensajes, y habían llegado tres faxes, uno de ellos de Lucy Friedman. Se disponía a leerlo cuando sonó uno de los teléfonos nuevos.

—Hola. —Era una voz de hombre y al principio Annie no la reconoció—. Sólo quería comprobar si funcionaba.

—¿Quién es? —dijo Annie.

—Perdone. Soy Tom, Tom Booker. He visto al chico de la compañía telefónica salir de la casa y quería ver si funcionaban las nuevas líneas.

Annie rió.

—Ya veo que sí —continuó él—, al menos una. Espero que no le importe que haya entrado en la casa.

—Claro que no. Gracias. No hacía falta, en serio.

—No tiene importancia. Grace me dijo que a veces su padre tenía problemas para comunicar con ustedes.

—Ha sido muy amable de su parte.

Hubo una pausa. Luego, por decir algo, Annie le contó que se había encontrado con Diane en Choteau y que ella se había ofrecido amablemente a recoger a Grace.

—Si lo hubiésemos sabido también habría podido llevarla ella.

Annie le agradeció nuevamente los teléfonos y se ofreció a pagar, pero él desechó la idea, dijo que la dejaba tranquila para que pudiera utilizarlos y colgó. Annie empezó a leer el fax de Lucy, pero al advertir que le costaba concentrarse fue a la cocina y se preparó un café.

Veinte minutos después estaba de nuevo ante su mesa y tenía una de las líneas a punto ya para el modem y la otra exclusivamente para el fax. Se disponía a llamar a Lucy, que volvía a estar indignada con Gates, cuando oyó pasos en el porche trasero y unos golpecitos en la puerta.

Entre el resplandor de la pantalla pudo ver a Tom Booker junto a la puerta; él empezó a sonreír en cuanto la distinguió. Annie fue a abrir y al apartarse él vio que había venido con dos caballos ensillados,
Rimrock
y otro de los potros. Se cruzó de brazos, se apoyó en el quicio de la puerta y le dedicó a Tom una sonrisa escéptica.

—La respuesta es no —dijo.

—Todavía no sabe cuál es la pregunta.

—Me parece que la adivino.

—¿En serio?

—Eso creo.

—Bien, es que he pensado que como se ha ahorrado cuarenta minutos de ir a Choteau y otros tantos de volver y eso, tal vez tendría ganas de despilfarrar unos pocos yendo a tomar el fresco.

—A caballo, ¿no?

—Pues sí.

Se miraron unos segundos, sonriendo sin más. Él llevaba una camisa de un rosa descolorido y encima de los tejanos las chaparreras de cuero que siempre usaba para montar. Tal vez fuese sólo efecto de la luz, pero sus ojos parecían tan claros y azules como el cielo que tenía a su espalda.

—La verdad es que si viniese me haría un favor. Tengo muchos potrillos que montar y el pobre
Rimrock
me echa un poco de menos. Le estará tan agradecido, el pobre, que puedo asegurarle que cuidará de usted a la perfección.

—¿Esto es a cambio de los teléfonos?

—No señora, me temo que va aparte.

La fisioterapeuta que atendía a Grace era una mujer pequeña con un montón de rizos y unos ojos grises tan grandes que siempre parecía perpleja. Terri Carlson tenía cincuenta y un años y era Libra; sus padres habían muerto y tenía tres hijos varones que su marido le había dado casi seguidos hacía una treintena de años antes de largarse con una Miss Rodeo de Texas. El tipo había insistido en llamar a los chicos John, Paul y George, y Terri dio gracias al cielo de que la abandonara antes de que tuviesen un cuarto. Todo eso lo averiguó Grace en su primer día de visita, y en sesiones posteriores Terri había retomado el hilo allí donde lo había dejado. Grace podría haber llenado varias libretas sobre la vida de la fisioterapeuta. Y no es que le importara. Le gustaba porque de esa manera podía tumbarse en el banco de ejercicios, como estaba haciendo en ese momento, y entregarse por entero no tanto a las manos de la mujer como a su charla.

Grace había protestado al anunciarle Annie que había quedado en llevarla tres mañanas por semana. Sabía que después de todos esos meses era más de lo que necesitaba. Pero el fisioterapeuta de Nueva York era de la idea de que cuanto más trabajase menos probabilidades habría de que terminara coja.

—¿A quién le importa si cojeo o no? —dijo Grace.

—A mí —replicó Annie, y no se habló más del asunto.

De hecho, a Grace le gustaban más esas sesiones que las de Nueva York. Primero hacían los ejercicios. Terri le hacía trabajar todos los músculos. Además de una lista exhaustiva de tareas, le ponía unas pesas con velero en el muñón, la hacía sudar en la bicicleta estática y hasta la hacía bailar música disco frente a los espejos que cubrían las paredes de extremo a extremo. Aquel primer día Terri había visto la cara de Grace cuando empezó a sonar la cinta.

—¿No te gusta Tina Turner?

Grace dijo que Tina Turner estaba bien, sólo que un poco…

—¿Vieja? ¡Largo de aquí! ¡Tiene la misma edad que yo!

Grace se ruborizó y las dos rieron; a partir de entonces todo fue sobre ruedas. Terri le dijo que podía traer sus propias cintas y eso fue motivo de nuevas bromas entre las dos. Siempre que Grace aparecía con una cinta Terri la examinaba, sacudía la cabeza suspiraba y decía: «Más cantos de ultratumba.»

Tras los ejercicios, Grace solía relajarse un rato para luego trabajar sola en la piscina. Después, durante la última hora, una nueva sesión delante de los espejos para hacer prácticas de caminar. Grace no se había sentido tan en forma en toda su vida.

Aquel día Terri había hecho una pausa en el relato de la historia de su vida y estaba hablándole de un chico indio al que visitaba todas las semanas en la reserva de los pies negros. Tenía veinte años, le contó, y era altivo y hermoso, parecía sacado de un cuadro de Charlie Russell. Eso había sido hasta un día del verano anterior, cuando al lanzarse al agua se había dado de cabeza contra una roca. Se había partido el cuello y ahora estaba tetrapléjico.

—La primera vez que lo visité, el chico se subía por las paredes —dijo Terri. Estaba accionando el muñón de Grace como si fuera el asa de una bomba hidráulica—. Me dijo que no quería saber nada de mí y que si no me iba yo se iría él, que no pensaba quedarse para que lo humillaran. No llegó a decir que no quería que lo humillara una mujer, pero era su intención. Me pregunté qué querría decir con «irse», si no podía ir a ninguna parte. Pero ¿sabes una cosa? Realmente se fue. Y cómo. Empecé a trabajar con él y al rato observé su rostro y el chico… no estaba allí. —Se dio cuenta de que Grace no comprendía qué quería decir—. Su mente, su espíritu, como quieras llamarlo. Sencillamente se levantó y se fue. Como suena. Y te aseguro que no fingía. Estaba en otro mundo. Y cuando terminé, fue igual que si volviera de alguna parte. Siempre que voy a verlo hace lo mismo. Bien, cariño, ahora tú. A ver cómo se te da imitar a Jane Fonda.

Grace giró sobre su lado izquierdo y empezó a ejecutar saltos de tijera.

—¿Y te dice adonde va? —preguntó.

Terri se echó a reír.

—Un día se lo pregunté y me dijo que no pensaba explicármelo porque si no le iría detrás a fisgar qué hacía. Así me llama, la Fisgona. Hace como que le caigo mal, pero sé que no es así. Es su manera de conservar intacto el orgullo. Supongo que todos lo hacemos. Muy bien, Grace. Ahora un poco más arriba. ¡Bien!

Terri la llevó a la sala de la piscina y la dejó allí. Era un lugar apacible y ese día Grace pudo disfrutarlo para ella sola. El aire olía a limpio, a cloro. Se puso el bañador y se dispuso a descansar un poco en la bañera de hidromasaje. El sol entraba por la claraboya, iluminando la superficie de la piscina. Una parte rebotaba reflejándose en el techo de la sala, mientras el resto se colaba sesgado hasta el fondo, donde formaba ondulantes dibujos como una colonia de serpientes azules que vivían, morían y renacían constantemente.

El agua arremolinada le sentaba bien al muñón y Grace se tumbó de espaldas y pensó en el muchacho indio. Qué suerte poder hacer lo que él, abandonar el cuerpo cuando uno quisiera e irse a otra parte. Eso le hizo recordar cuando había estado en coma. Quizá era eso lo que había pasado entonces. Pero ¿adónde había ido y qué había visto allí? No recordaba nada de aquella experiencia, ni un sueño siquiera, sólo el momento de salir, cuando cruzó a nado el túnel de cola de pegar siguiendo la voz de su madre.

Grace siempre había podido recordar sus sueños. Era sencillo, lo único que tenía que hacer era contárselos a alguien en cuanto despertaba, aunque fuera a ella misma. Cuando era más pequeña, por las mañanas solía subirse a la cama de sus padres y acurrucarse bajo el brazo de su padre para contarle un sueño. Él le hacía toda clase de preguntas y a veces Grace había tenido que inventarse detalles para llenar sus lagunas. Era siempre con su padre, porque a esa hora Annie ya estaba levantada a punto de irse o en la ducha chillándole a Grace que se vistiera y se pusiera a hacer los ejercicios de piano. Robert solía decirle que escribiera todos sus sueños porque de mayor le haría gracia leerlos, pero Grace nunca se tomó esa molestia.

Había esperado tener pesadillas espantosas sobre el accidente. Pero no había soñado con ello ni una sola vez. Y la única vez que
Pilgrim
apareció en sus sueños había sido dos noches atrás. El caballo estaba en la orilla opuesta de un gran río marrón y resultaba extraño porque era muy joven, poco más que un potrillo, pero sin duda se trataba de
Pilgrim
y Grace lo llamaba y él probaba el agua con una pata y luego se metía y empezaba a nadar hacia ella. Pero no tenía fuerzas para aguantar la corriente, que empezaba a arrastrarlo aguas abajo, y ella veía cómo se iba empequeñeciendo en la distancia y se sentía impotente y angustiada porque lo único que podía hacer era gritar su nombre. Entonces reparaba en que a su lado había alguien, y al girar veía a Tom Booker, quien le decía que no se preocupara, que
Pilgrim
estaría bien porque aguas abajo el río no era muy profundo y seguro que encontraría un sitio por donde vadear.

Grace no le había contado a Annie que Tom Booker le había pedido que hablase del accidente. Temía que su madre pudiera poner el grito en el cielo o intentara decidir por ella. Annie no tenía por qué meterse. Se trataba de algo privado entre ella y Tom, acerca de ella y de su caballo y nadie más que ella podía decidir. Y entonces se dio cuenta de que ya había tomado una decisión. Aunque la perspectiva la aterraba, hablaría con Tom. Y quizá después se lo contase a Annie.

Terri abrió la puerta, entró y le preguntó qué tal le iba. Dijo que acababa de llamarla su madre; Diane Booker pasaría a recogerla sobre las doce.

Cabalgaron siguiendo el arroyo y cruzaron por el vado donde habían coincidido la mañana anterior. A medida que se adentraban en el prado inferior las reses se apartaban perezosamente para dejarlos pasar. Las nubes se habían abierto sobre las cumbres cubiertas de nieve y el aire olía a nuevo, a raíz abriéndose camino bajo la tierra. En la hierba asomaban ya el azafrán rosado y las prímulas, y los brotes de las hojas cubrían cual verde neblina las ramas de los álamos.

Tom la dejó ir delante y contempló la brisa jugueteando con sus cabellos. Ella sólo había montado en silla inglesa y le dijo que sobre aquella montura se sentía como en una barca. Antes de salir le había hecho acortar los estribos de
Rimrock,
cuya medida se aproximaba ahora a la utilizada para lazar caballos o separar terneros de un rebaño, pero ella de ese modo lo dominaba mejor. Tom advirtió enseguida que sabía montar por la forma en que se sujetaba y por la facilidad con que su cuerpo se movía al ritmo del caballo.

Cuando estuvo claro que Annie se había habituado, Tom se puso a su altura y cabalgaron juntos sin hablar más que cuando ella le preguntaba el nombre de un árbol, una planta o un ave. Mientras él respondía ella lo traspasaba con sus ojos verdes y luego asentía, muy seria, registrando la información. Vieron grupos de álamos temblones cuyas características Tom le describió para mostrarle a continuación las cicatrices negras que podían apreciarse en sus pálidos troncos allá donde en invierno los uapitis en busca de forraje habían mordisqueado la corteza.

Cabalgaron por un largo y escarpado cerro, cubierto de pinos y potentila, y llegaron al borde de un risco elevado desde el que se veían los valles gemelos que daban nombre al rancho y allí se detuvieron para dejar descansar un rato a los caballos.

—Qué vista —dijo Annie.

Él asintió.

—Cuando mi padre se mudó aquí con toda la familia, Frank y yo solíamos subir a este cerro y hacer una carrera hasta el corral. El ganador se llevaba diez centavos, o veinticinco, si nos sentíamos ricos. Él iba por un arroyo y yo por el otro.

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