—¿Quién ganaba?
—Bueno, Frank era más pequeño y casi siempre corría tanto que se caía y yo tenía que esperar entre unos árboles y calcular el tiempo justo para que llegáramos parejos. A él le encantaba ganar, así que eso era lo que sucedía casi siempre.
Ella sonrió.
—Monta usted muy bien —dijo Tom.
Annie hizo una mueca.
—Con un caballo como éste, cualquiera monta bien —respondió.
Acarició el cuello de
Rimrock
y por un instante el único sonido fue el húmedo sorber de los caballos por sus ollares. Se irguió en la silla y contempló nuevamente el valle. Podía divisarse la punta de la casa del arroyo sobresaliendo entre los árboles.
—¿Quién es R.B.? —dijo.
Él arqueó una ceja.
—¿R.B.?
—Sí, en el pozo que hay junto a la casa. Hay unas iniciales T.B., que supongo que es usted, y R.B.
Tom se echó a reír.
—Es Rachel, mi esposa.
—¿Está casado?
—Mi ex. Nos divorciamos. Hace ya mucho tiempo.
—¿Tiene hijos?
—Sí, uno. Tiene veinte años. Vive con su madre y su padrastro en Nueva York.
—¿Cómo se llama?
Desde luego, no se cansaba de hacer preguntas. Al fin y al cabo, pensó él, era su oficio, y no le importaba en absoluto. En realidad le gustaba esa manera de ir al grano, de mirar a los ojos y soltarlo. Sonrió.
—Hal.
—Hal Booker. Suena bien.
—El chico es muy simpático. Parece sorprendida. —De inmediato se sintió mal por haberlo dicho pues vio que la había incomodado, a juzgar por el modo en que se le habían subido los colores.
—Oh no, qué va. Es que…
—Hal nació allá abajo, en la casa del arroyo.
—Entonces ¿vivía usted allí?
—Así es. Rachel no consiguió adaptarse a esto. Los inviernos pueden ser realmente duros si uno no se acostumbra.
Una sombra sobrevoló las cabezas de los caballos; Tom alzó los ojos al cielo y ella lo imitó. Era una pareja de águilas reales y él le explicó cómo podían distinguirse por la forma y color de sus alas. Y juntos, en silencio, observaron cómo planeaban valle arriba hasta perderse bajo la imponente pared de roca.
—¿Aún no has ido? —preguntó Diane, mientras el tiranosaurio las observaba pasar por delante del museo cuando salían del pueblo. Grace respondió que no. Diane conducía a trompicones, como si el coche necesitara que le diesen una lección.
—A Joe le chifla. Los gemelos prefieren el Nintendo.
Grace rió. Le gustaba Diane. Era un poquito brusca pero se había portado bien con ella desde el primer momento. Bueno, en realidad todos lo habían hecho, pero en el modo en que Diane le hablaba había algo especial, un toque casi fraternal, de confidencia. A Grace se le ocurrió que tal vez se debiese a que no había tenido hijas.
—Dicen que los dinosaurios utilizaron esta zona como tierra de cría —prosiguió Diane—. ¿Sabes una cosa, Grace? Todavía rondan algunos por aquí. No es difícil encontrar un macho en las inmediaciones.
Hablaron del colegio y Grace le contó que su madre, cuando no tenía que ir a la clínica, la obligaba a hacer los deberes. Diane estuvo de acuerdo en que eso era duro.
—¿Qué dice tu padre de que estéis las dos aquí?
—Creo que se siente un poco solo.
—Me lo imagino.
—Pero en estos momentos tiene entre manos un caso muy importante y supongo que aunque estuviera en casa tampoco podría verlo mucho.
—Tus papas son una pareja de relumbrón, ¿eh? Mucha carrera y todo eso…
—Oh, papá no es así.
Le salió sin querer, y el silencio resultante no hizo sino empeorar la cosa. No había sido intención de Grace criticar a su madre, pero por el modo en que Diane la miró supo que eso había parecido.
—¿Es que nunca se toma vacaciones?
El tono era comprensivo, de complicidad, e hizo que Grace se sintiese una traidora, como si le hubiera proporcionado a Diane una especie de arma y tuviese ganas de decir «no, un momento me ha entendido mal, no es eso». Pero se limitó a encogerse de hombros y responder:
—Oh sí, a veces.
Apartó la vista y durante unos kilómetros ninguna de las dos dijo palabra. Había cosas que la gente no comprendería nunca pensó Grace. Al parecer, todo tenía que ser forzosamente blanco o negro, y las cosas eran más complicadas que eso. Ella estaba orgullosa de su madre, por descontado. Aunque jamás se le había pasado por la cabeza decirle semejante cosa, Annie era lo que ella quería ser de mayor. No exactamente quizá, pero sí le parecía normal y correcto que las mujeres tuvieran profesiones como la de su madre. Le gustaba que sus amigas la conocieran, supiesen que era una persona exitosa y todo eso. No le habría gustado que las cosas fueran de otra manera, y aunque a veces la ponía verde por no estar en casa como hacía el resto de las madres, si lo pensaba bien, nunca se había sentido desatendida. Sí, casi siempre estaban solos ella y su padre, pero lo cierto era que a veces lo prefería así. La verdad era que Annie estaba tan, bueno, tan segura de todo… Era tan resuelta, tan tajante. Daban ganas de llevarle la contraria aunque se estuviera de acuerdo con ella.
—Bonito, ¿verdad? —dijo Diane.
—Mucho.
Grace había estado contemplando los llanos pero sin fijarse en nada, y ahora que lo hacía la palabra «bonito» no le pareció nada oportuna. Aquel lugar parecía el colmo de la desolación.
—Nadie diría que allí hay enterradas suficientes armas nucleares como para volar todo el planeta, ¿verdad?
Grace la miró boquiabierta.
—¿En serio?
—Como lo oyes. —Sonrió—. Hay silos de misiles por todas partes. Puede que esta región no tenga muchos habitantes, pero en bombas y bueyes no le vamos a la zaga a nadie.
Annie tenía el teléfono hincado en el cuello y escuchaba a medias a Don Farlow mientras jugueteaba en el teclado con una frase que acababa de escribir. Estaba intentando redactar un editorial, que era lo único que conseguía hacer últimamente. Esta vez se trataba de poner por los suelos la última campaña contra la delincuencia anunciada días atrás por el alcalde de Nueva York, pero le estaba costando dar con la antigua combinación de ingenio y vitriolo que había caracterizado a la mejor Annie Graves.
Farlow la había llamado para despachar algunos asuntos legales en que había estado trabajando y que a Annie no interesaban ni remotamente. Dejó estar la frase y miró por la ventana. El sol se estaba poniendo y en el gran ruedo vio a Tom acodado en la baranda hablando con Grace y Joe. Echó la cabeza atrás y rió de algo. Detrás de él el establo proyectaba una larga cuña de sombra sobre la arena roja.
Habían trabajado toda la tarde con
Pilgrim,
que en ese momento los observaba desde el otro extremo del ruedo, con el lomo brillante de sudor. Joe acababa de llegar de la escuela y como de costumbre enseguida había ido a verlos. Durante las últimas horas, Annie había mirado de vez en cuando hacia allí a Tom y Grace y había tenido un atisbo de algo que, de no ser porque se conocía bien, habría interpretado como celos.
Le dolían los muslos a causa del paseo matinal. Unos músculos que no había ejercitado en treinta años estaban pasándole ahora factura y Annie gozó del dolor como si fuese una prenda. Hacía años que no disfrutaba como lo había hecho aquella mañana. Era como si alguien la hubiera dejado salir de una jaula. Presa aún del entusiasmo, le había contado a Grace lo de su paseo a caballo no bien Diane la dejó en casa. El rostro de la chica había vacilado un instante antes de asumir la expresión de desinterés con que últimamente recibía cualquier noticia que ella le daba, y Annie se maldijo por haber sido tan impulsiva. Pensó que había demostrado poca sensibilidad, aunque más tarde, al reflexionar, no supo decir muy bien por qué.
—Y ha dicho que lo paremos —estaba diciendo Farlow.
—¿Qué? Lo siento Don, ¿puedes repetir eso?
—Ha dicho que abandonemos el pleito.
—¿Quién dice eso?
—¡Annie! ¿Te encuentras bien?
—Lo siento Don, tenía la cabeza en otra cosa.
—Gates me ha dicho que abandonemos lo de Fiske. ¿Te acuerdas de él? Fenimore Fiske. El de «¿y quién es Martin Scorsese?»
Era una de las muchas meteduras de pata de Fiske. Años más tarde la había acabado de meter cuando llamó «Taxi Driver» a una sórdida peliculilla de un genio de segunda categoría.
—Gracias Don, me acuerdo muy bien. ¿De veras ha dicho eso Gates?
—Como lo oyes. Afirma que está costando demasiado dinero y que a ti y a la revista os hará más mal que bien.
—¡Será hijo de puta! ¿Cómo se atreve a hacer eso sin hablar conmigo?
—No le digas que te lo he contado, por Dios.
—¡Será posible! —exclamó Annie, y al girar en su butaca tiró sin querer una taza de café que tenía sobre la mesa—. ¡Mierda!
—¿Estás bien?
—Sí. Escucha Don, necesito pensarlo un poco. Te telefonearé más tarde, ¿de acuerdo?
—Muy bien.
Annie colgó el auricular y se quedó mirando un rato la taza rota y la mancha de café que corría por el suelo.
—Mierda.
Y fue a la cocina por un trapo.
—Yo pensé que era la máquina quitanieves, ¿sabe? La oí desde muy lejos. Teníamos todo el tiempo del mundo. Si hubiéramos sabido de qué se trataba, habríamos apartado los caballos de la carretera, al campo o a donde fuese. Debería haberle dicho algo a Judith, pero no se me ocurrió. Además, siempre que salíamos a caballo ella llevaba la voz cantante. Si había alguna decisión que tomar, era ella la que tenía que hacerlo. Y otro tanto pasaba con
Gulliver
y
Pilgrim. Gulliver
era el jefe, el más sensato. —Se mordió el labio y miró hacia un lado. La luz que entraba por la parte de atrás del establo le dio de lleno en la mejilla. Estaba oscureciendo y del arroyo empezaba a soplar una brisa fresca. Los tres habían ido a sacar a
Pilgrim
y después, bastó una mirada de Tom para que Joe se esfumase diciendo que tenía deberes que hacer. Tom y Grace bajaron dando un paseo hasta el corral donde guardaban los tusones. En un momento dado ella metió el pie de su pierna ortopédica en una rodera y se tambaleó un poco; Tom estuvo a punto de alargar el brazo para evitar que cayera, pero Grace recuperó el equilibrio. Él se alegró de no haber intervenido. Ahora estaban los dos acodados en la valla del corral contemplando los potros.
Grace había reconstruido paso a paso la mañana del accidente. Habló de cómo subieron por el bosque nevado y lo gracioso que había estado
Pilgrim
jugueteando con la nieve, y de cómo habían equivocado el camino y habían tenido que descender por aquella cuesta empinada junto al riachuelo. Grace hablaba sin mirarlo, con la vista fija en los caballos, aunque Tom sabía que lo que veía en aquel momento era lo que había visto aquel día, otro caballo y una amiga, ambos muertos. Y Tom se compadeció de ella con todo su corazón.
—Entonces encontramos el sitio que buscábamos. Era un terraplén así de alto que subía hasta el puente del ferrocarril. Habíamos estado allí antes, de modo que sabíamos dónde quedaba el camino. Bueno. Judith se adelantó y verá, fue muy extraño, como si
Gulliver
intuyera que algo iba mal porque no quería andar, y no es propio de él hacer algo así. —Se dio cuenta de que había empleado mal el tiempo verbal. Miró a Tom brevemente y éste sonrió—. Así que empezamos a subir y yo le pregunté si el camino estaba bien y ella dijo que sí pero que fuera con cuidado, de modo que empecé a seguirla.
—¿Tuviste que espolear a
Pilgrim?
—No, qué va. No hizo lo que
Gulliver. Pilgrim
caminó tan contento. —Bajó la vista y se quedó un momento callada. Uno de los tusones relinchó suavemente desde el fondo del corral. Tom le puso una mano en el hombro.
—¿Estás bien?
Grace asintió y continuó:
—Entonces
Gulliver
empezó a patinar. —Lo miró, repentinamente seria—. ¿Sabe una cosa?, luego averiguaron que ese lado del camino estaba cubierto de hielo. Si hubiera estado sólo unos palmos más a la izquierda, no habría pasado nada. Pero debió de apoyar una pata en el hielo y así empezó todo.
Volvió a desviar la mirada y Tom supo por el modo en que movía los hombros que estaba luchando por acompasar su respiración.
—De modo que empezó a resbalar. Se veía que
Gulliver
trataba con todas sus fuerzas de aferrarse al suelo, pero cuanto más lo intentaba peor era, y seguía patinando. Venía directo hacia nosotros. Judith chilló para que nos apartásemos. Estaba como colgada del cuello de
Gulliver
y yo intenté hacer doblar a
Pilgrim,
y sé que lo hice con demasiada brusquedad, bueno, de hecho le di un tirón. Si hubiese mantenido un poco la calma y lo hubiera hecho con suavidad,
Pilgrim
se habría apartado. Pero imagino que lo asusté aún más de lo que estaba y se negó… ¡se negó a moverse de allí! —Calló un momento y tragó saliva—. Entonces chocaron con nosotros. Cómo seguí montada, no lo sé. —Soltó una risita—. Habría sido mucho más lógico caerse. A menos que hubiera quedado enganchada como Judith. Cuando ella cayó fue como, no sé, como si alguien agitara una bandera o algo, parecía toda flaccida, inmaterial. Al caer, la pierna se le trabó en el estribo y allá fuimos todos, resbalando juntos. Aquello no acababa nunca. ¿Y sabe una cosa? Me pasó una cosa rarísima. Mientras bajábamos recuerdo que al ver aquel cielo tan azul y el sol radiante y la nieve en los árboles y todo eso, me dio por pensar, caramba, qué día tan precioso. —Se volvió a mirarlo—. ¿No le parece lo más raro del mundo?
Tom no creía que fuese raro en absoluto. Sabía que en ciertos momentos el mundo decidía revelarse a sí mismo, no, como podría parecer, para mofarse de nuestra situación o de nuestra inoportunidad sino sencillamente para confirmarnos el hecho mismo de existir. Sonrió a Grace y asintió con la cabeza.
—No sé si Judith lo vio enseguida —prosiguió ella—, me refiero al camión. Debió de darse muy fuerte en la cabeza y
Gulliver
se había vuelto loco y estaba, bueno, arrastrándola de acá para allá. Pero en cuanto lo vi venir por la dirección en que antes había estado el puente pensé que no podría frenar y que si conseguía agarrar a
Gulliver
tal vez sacase a todos de allí en medio. Qué tonta fui. ¡Dios mío, qué tonta! —Sepultó la cara entre sus manos y cerró los ojos con fuerza pero sólo un momento—. Lo que habría tenido que hacer es desmontar. Habría sido mucho más fácil coger a
Gulliver.
Quiero decir, había perdido la chaveta, sí, pero tenía una pata herida y no podía salir corriendo. Yo podría haberle dado una patada en el culo a
Pilgrim
y sacarlo de allí y luego apartar a
Gulliver
de la carretera. Pero no lo hice.