—Quiere portarse bien otra vez —dijo Tom—. Sólo que no sabe qué significa portarse bien.
«Y si alguna vez lo consigue —pensó Grace—, ¿qué?» Tom no había dicho en ningún momento a dónde conducía todo aquello. Se estaba tomando las cosas con calma, dejando que
Pilgrim
se diera el tiempo necesario, dejándolo elegir. Pero ¿y luego? Si
Pilgrim
se recuperaba, quién iba a montarlo, ¿ella?
Grace sabía muy bien que había gente tan minusválida como, ella, o más, que montaba a caballo. Los había incluso que aprendían a montar en ese estado. Ella los había visto en campeonatos deportivos e incluso había tomado parte en un concurso de saltos donde toda la recaudación iba a parar al club de equitación local para minusválidos. Había pensado en lo valerosas que eran aquellas personas, pero no sin dejar de sentir compasión. Ahora no soportaba la idea de que la gente sintiera lo mismo por ella. No quería darles esa oportunidad. Había dicho que jamás volvería a montar y pensaba cumplir con su palabra.
Un par de horas más tarde, después de que Joe y los gemelos hubieran vuelto del colegio, Tom abrió la puerta del ruedo y dejó que
Pilgrim
regresara corriendo a su casilla. Grace ya la había limpiado y cubierto el suelo con virutas nuevas. Tom montó guardia mientras la miraba entrar el cubo de la comida y colgar una nueva red con heno.
Mientras volvía en coche por el valle a la casa del arroyo, Tom contempló el sol bajo y las rocas y los pinos blancos de las laderas superiores que proyectaban sombras alargadas sobre la pálida hierba. No hablaron, y Grace se preguntó por qué con aquel hombre al que conocía tan poco el silencio nunca resultaba incómodo. Sabía que le rondaba algo por la cabeza. Rodeó la casa con el Chevrolet y aparcó delante del porche trasero. Luego apagó el motor, se retrepó, se volvió y la miró a los ojos.
—Grace, tengo un problema. —Hizo una pausa. Ella no supo si le tocaba decir algo, pero él prosiguió—: Verás, cuando trabajo con un caballo me gusta conocer su historia. Normalmente el caballo por sí solo puede contarme todo lo que necesito, y mucho mejor de lo que podría hacerlo el dueño. Pero en ocasiones el pobre animal está tan hecho polvo mentalmente que hace falta algo más para seguir adelante. Necesitas saber qué fue lo que falló. Y a menudo no se trata de lo más evidente sino de una cosa que ocurrió justo antes que eso, tal vez incluso algo insignificante.
Grace no comprendía y él vio que fruncía el entrecejo.
—Es como si yo fuese en este viejo Chevy y chocase contra un árbol y alguien me preguntase qué ha pasado. Bueno, yo no respondería: «Pues, nada, he chocado contra un árbol.» Más bien diría que he bebido demasiada cerveza o que había aceite en la carretera o tal vez que el sol me daba en los ojos, algo así. ¿Entiendes?
Grace asintió.
—Bien, no sé si tendrás ganas de hablar de ello y me hago cargo de que quizá no quieras hacerlo. Pero si tengo que imaginar qué le pasa a
Pilgrim
por la cabeza, me ayudaría mucho saber algo del accidente y qué ocurrió exactamente ese día.
Grace aspiró hondo. Apartó la vista, miró hacia la casa y reparó en que se veía la sala de estar a través de la cocina. Pudo ver el resplandor azulado de la pantalla del ordenador y a su madre sentada delante, enmarcada por la tenue luz del gran ventanal del salón.
No le había contado a nadie lo que realmente recordaba de aquel día. Con la policía, los abogados, los médicos y hasta con sus padres, siguió fingiendo que había olvidado casi todo lo ocurrido. El problema era Judith. Aún no sabía si era capaz de hablar de su amiga. O de
Gulliver.
Se volvió hacia Tom Booker y él sonrió. En su mirada no había un ápice de compasión y Grace supo en aquel instante que no estaba siendo juzgada sino aceptada. Quizá sólo se debiese a que él conocía a la persona que era ahora, la chica incompleta, desfigurada, y no a la que había sido antes.
—No quiero decir ahora. —Tom habló con suavidad—. Cuando estés preparada, y sólo si tú quieres hacerlo.
Algo atrajo la atención de Tom; Grace siguió su mirada y vio que su madre salía al porche. Grace se volvió hacia él y asintió.
—Pensaré en ello —dijo.
Robert se subió las gafas a la frente, se retrepó en su silla y se frotó un buen rato los ojos. Tenía la camisa remangada y la corbata descansaba arrugada entre el montón de papeles y libros de leyes que cubría su escritorio. En el pasillo se oían las mujeres de la limpieza hablando de vez en cuando entre ellas en español. Todo el mundo se había ido a casa hacía cuatro o cinco horas. Bill Sachs, uno de los socios más jóvenes, había intentado convencerlo de que fuera con él y su esposa a ver una nueva película de Gerard Depardieu de la que por lo visto hablaba todo el mundo. Robert le dio las gracias pero dijo que tenía mucho trabajo pendiente y que de todos modos la nariz de Depardieu siempre le había resultado un poco inquietante.
—Verás, es que me recuerda a un pene —dijo.
Bill, que podía haber pasado perfectamente por psiquiatra, lo miró por encima de sus gafas de concha para luego preguntarle en un cómico acento freudiano por qué esa asociación le parecía inquietante. Después hizo reír a Robert refiriéndole la charla de dos mujeres que había oído en el metro hacía unos días.
—Una de ellas había estado leyendo ese libro que habla de los sueños y cómo interpretarlos y le estaba contando a la otra que si sueñas con serpientes significa que estás realmente obsesionado por los penes, y la otra le dijo menos mal, qué peso me quitas de encima, porque yo no hago más que soñar con penes.
Bill no era el único que parecía hacer un esfuerzo especial por alegrarle la vida a Robert. A éste le conmovía tanta atención, pero en general habría preferido no ser objeto de ella. Estar solo unas semanas no justificaba tanta solidaridad, de modo que sospechaba que sus colegas veían en ello algo más profundo. Uno incluso había llegado a proponerle hacerse cargo del caso Dunford. Santo Dios, si eso era casi lo único que lo mantenía en activo.
Noche tras noche durante casi ya tres semanas había estado levantado hasta muy tarde trabajando en ese caso. El disco duro de su ordenador portátil estaba a punto de reventar. Se trataba de uno de los casos más complicados en que había trabajado jamás y estaban en juego bonos por valor de muchos millones de dólares que se perdían en un laberinto de compañías a lo largo y ancho de tres continentes. Acababa de mantener una conferencia de dos horas con abogados y clientes de Hong Kong, Ginebra, Londres y Sydney. Las diferencias horarias eran una pesadilla. Pero curiosamente el trabajo lo mantenía cuerdo y lo que era más importante, demasiado ocupado para torturarse pensando en lo mucho que echaba de menos a Grace y a Annie.
Abrió los ojos fatigados y se inclinó para pulsar el botón de repetición de llamada de uno de sus teléfonos. Después se apoyó en el respaldo y contempló por la ventana las diademas iluminadas en la aguja del edificio Chrysler. El número de teléfono que Annie le había dado, el de la casa donde ahora se alojaban, seguía comunicando.
Había ido andando hasta la esquina de la Quinta y la 59 en vez de coger un taxi. El aire frío de la noche le sentaba bien y había acariciado la idea de regresar caminando a casa cruzando el parque. No habría sido la primera vez que lo hacía de noche, aunque sólo en una ocasión fue tan torpe como para contárselo a Annie, quien le estuvo chillando durante diez minutos seguidos y le dijo que cómo podía cometer la locura de meterse por allí de noche, que si quería que lo destriparan vivo… Robert se preguntó si se habría pasado por alto alguna noticia sobre el particular pero le pareció que no era buen momento para preguntarlo.
Por el nombre que aparecía en la trasera del taxi, supo que el conductor era senegalés. Últimamente había bastantes en la ciudad y Robert disfrutaba sorprendiéndolos al hablarles como si tal cosa en wolof o jola. Aquel taxista en particular se sorprendió tanto que a punto estuvo de tragarse un autobús. Hablaron de Dakar y de lugares que ambos conocían. El tráfico estaba tan mal que Robert pensó si no habría sido mejor y más seguro ir por el parque. Cuando pararon delante del bloque de apartamentos, Ramón bajó a abrir la puerta del taxi y el joven senegalés le agradeció a Robert la propina y dijo que rezaría para que Alá lo bendijera con muchos y robustos hijos varones.
Después de que Ramón le hubiera comunicado la noticia, al parecer candente, de que cierto jugador estaba a punto de firmar contrato con los Mets, Robert tomó el ascensor y fue a su apartamento. El lugar estaba a oscuras y el ruido de la puerta al cerrarse resonó en el inane laberinto de habitaciones.
Fue hasta la cocina y encontró la cena que invariablemente le cocinaba Elsa, con la nota acostumbrada explicando qué era y cuánto tiempo tenía que calentarlo en el microondas. Robert hizo lo de siempre, vaciar la fuente en el cubo de basura y sentirse culpable. Le había dejado notas dándole las gracias pero diciendo que por favor no se molestara en cocinarle nada, que cenaría fuera o se prepararía él mismo alguna cosa. Pero cada noche se encontraba la cena a punto. Pobre Elsa.
La verdad era que ver el apartamento vacío lo deprimía y, de hecho, evitaba en lo posible estar allí. Era peor durante los fines de semana. Había intentado ir a Chatham pero la soledad le habían resultado aún más acuciante. No le ayudó llegar a la casa y encontrarse con que el termostato de la pecera de Grace se había estropeado y todos los peces tropicales habían muerto de frío. La visión de sus minúsculos y descoloridos cadáveres flotando en el agua lo había inquietado profundamente. No había dicho nada a Grace ni a Annie sino que intentó sobreponerse, tomó debida nota de las características de los peces y encargó otros idénticos en la tienda de animales.
Desde la partida de Annie y Grace, hablar con ellas por teléfono se había convertido para Robert en el punto álgido de la jornada. Y ese día, tras horas de intentarlo sin resultados, sentía una necesidad más acuciante que nunca de oír sus voces. Cerró la bolsa de la basura para que Elsa no descubriese el vergonzoso destino de lo que había preparado. Mientras estaba tirando la bolsa, oyó sonar el teléfono y volvió corriendo por el pasillo tan rápidamente como pudo. El contestador automático se había puesto en marcha cuando él llegó y tuvo que hablar en voz alta para competir con su propia voz grabada.
—No cuelgues. Estoy aquí… Hola. Acabo de llegar.
—Hola, ¿dónde te habías metido?
—Oh, bueno, por ahí de fiesta. Ya sabes, la ronda de siempre: bares, clubes, en fin. Es una lata.
—No me digas.
—No pensaba hacerlo. ¿Y cómo van las cosas ahí en el país del ciervo y el antílope? He estado todo el día intentando llamar.
—Perdona. Aquí sólo hay una línea y los de la oficina parece que quieren sepultarme bajo una montaña de faxes.
Annie dijo que Grace había intentado telefonearle media hora antes a la oficina, probablemente cuando él acababa de salir. Ya se había acostado, pero le mandaba besos. Annie parecía cansada y abatida y Robert intentó, sin mucho éxito, animarla un poco.
—¿Cómo está ella? —preguntó Robert. Hubo una pausa y oyó suspirar a Annie. Cuando ella volvió a hablar, su tono fue grave y cansino.
—Mira, no lo sé. Con Tom Booker y con Joe, ya sabes, el chico de doce años, han hecho buenas migas. Con ellos da la impresión de encontrarse muy bien. Pero cuando estamos solas, no lo sé. Ni siquiera me mira. —Suspiró de nuevo—. En fin.
Permanecieron un momento en silencio y a lo lejos Robert oyó sirenas ululando en la calle camino de otra tragedia anónima.
—Te echo de menos, Annie.
—Lo sé —dijo ella—. Nosotras también.
Annie dejó a Grace en la clínica poco antes de las nueve y volvió al centro de Choteau para cargar gasolina. Llenó el depósito al lado de un hombre de baja estatura, rostro curtido como cuero y un sombrero bajo cuya ala habría podido guarecerse un caballo. El hombre estaba mirando el aceite de una vieja camioneta Dodge enganchada a un remolque de ganado. Eran vacas de raza black angus como las que había en el Double Divide y Annie tuvo que luchar contra las ganas de hacer algún comentario de entendida basándose en lo poco que había podido sonsacar a Tom y a Frank el día que marcaron. Lo ensayó mentalmente. Bonito ganado. No, nadie decía ganado. ¿Qué vacas tan bonitas? ¿Reses, quizá? Se rindió. En realidad no tenía la menor idea de si las reses eran buenas o malas o si tenían muchas pulgas, de modo que mantuvo la boca cerrada y se limitó a saludarlo con la cabeza y sonreír brevemente.
Cuando salía de pagar, alguien la llamó por su nombre y al volverse vio a Diane apearse de su Toyota al otro lado del surtidor. Annie agitó un brazo y se acercó a ella.
—Conque es verdad que de vez en cuando se permite un descanso de tanto teléfono, ¿eh? —dijo Diane—. Empezábamos a dudarlo…
Annie sonrió y le dijo que tenía que llevar a Grace a la clínica tres días a la semana para las sesiones de fisioterapia. Ahora iba al rancho para trabajar un poco y a mediodía vendría otra vez a recogerla.
—Caray, si eso puedo hacerlo yo —dijo Diane—. Tengo un montón de recados que hacer en el pueblo. ¿Está en el centro médico Bellview?
—Sí, pero francamente no tiene por qué…
—Bah, tonterías. Es de locos pasarse la mañana conduciendo arriba y abajo.
Annie puso reparos, pero finalmente cedió ante la insistencia de Diane, que aseguró que no había ningún problema. Charlaron unos minutos más acerca de la casa del arroyo y de si Annie y Grace tenían todo lo que les hacía falta, y luego Diane dijo que se le hacía tarde.
En el camino de regreso al rancho Annie se devanaba los sesos pensando en aquel encuentro. En esencia, el ofrecimiento de Diane había sido amable, pero no tanto ya la manera en que lo había expresado. Había detectado en su voz cierto tono acusatorio, casi como si estuviera diciéndole que difícilmente podía ser una buena madre con tanto trabajo como tenía. O tal vez Annie se estaba volviendo paranoica.
Viajó rumbo al norte y contempló a su derecha los llanos donde las oscuras siluetas de las reses destacaban contra la hierba pálida como espectros de búfalos de otra era. Delante, el sol reverberaba en el asfalto; Annie bajó la ventanilla y el viento le echó el cabello hacia atrás. Corría la segunda semana de mayo y por fin parecía que la primavera había llegado de verdad, que no era una broma. Al torcer a la izquierda por la 89, el Rocky Mountain Front se irguió ante ella coronado de nubes que parecían estrujadas por un galáctico bote de chantillí. Sólo faltaba, se dijo, una cereza y una sombrillita de papel. Entonces se acordó de todos los faxes y mensajes telefónicos que estarían esperándola cuando llegase al rancho y uno o dos segundos después advirtió que sólo el pensar en ello había hecho que apretase el acelerador.