Read El hombre equivocado Online
Authors: John Katzenbach
—Creo que deberíamos decirle a Scott que se quede. Tiene derecho a participar en cualquier decisión que tomemos.
—Ajá —dijo Hope.
Todo lo relacionado con Scott la ponía en lo que antes solía llamarse «una situación embarazosa», pero era algo más profundo y complejo. Hope creía que Scott la odiaba. Al menos, odiaba verla. O tal vez odiaba lo que ella representaba. O lo que había hecho para atraer a Sally, o lo que había sucedido entre ellas. Fuera lo que fuese, albergaba furia acumulada contra ella, y Hope creía imposible que eso cambiase alguna vez.
—Me pregunto si será conveniente que estés aquí cuando él llegue —añadió Sally.
«Conque era eso», pensó Hope, y se enfadó. Le pareció injusto: habían pasado suficientes años para que se guiaran por una conducta civilizada, aunque por debajo hubiera tensiones. Le dolió que Sally, de algún modo, quisiera satisfacer los sentimientos de Scott a costa de pisar los suyos. Hope había dedicado años a criar a Ashley y, aunque no podía decir que fuera de su misma sangre, sentía que tenía tanto derecho a preocuparse por ella como sus progenitores.
Se mordió el labio antes de contestar. «Sé prudente», se advirtió.
—Bueno, no creo que sea justo, pero, si piensas que es importante, bueno, me inclino ante tu conocimiento superior en estos asuntos.
Lo último pudo ser sincero o sarcástico. Sally no supo qué decidir. Se sentía un poco sorprendida por haberle pedido a Hope que se retirara cuando llegara su ex marido. «¿Qué me pasa?»
—No es… —empezó, pero la interrumpió el sonido del coche de Scott—. Han llegado.
—De acuerdo —dijo Hope, envarada—. Entonces me quedaré aquí.
Anónimo
dio un salto al reconocer el sonido del Porsche. Las dos se dirigieron a la puerta, y el perro se abrió paso entre sus piernas justo cuando el coche enfilaba el camino de acceso. Ashley se apeó casi tan rápidamente como salió el perro, y se agachó para hacerle carantoñas y recibir sus lametones. Scott bajó sin saber muy bien qué iba a pasar. Medio saludó a Sally e hizo un gesto a Hope con la cabeza.
—Aquí la tenemos, sana y salva —dijo.
Sally cruzó el césped y abrazó a su hija.
—¿No crees que deberías entrar, para ver si se nos ocurre algún plan? —le dijo a su ex.
Ashley miró a sus padres, esperando. Fue consciente en ese instante de las pocas veces que estaban tan cerca el uno del otro. Una distancia bien definida marcaba siempre sus encuentros.
—Es cosa de Ashley —dijo él—. Puede que no quiera abordar el tema ahora mismo. Tal vez necesite almorzar y un rato para despejarse.
Los dos miraron a Ashley, que asintió, aunque tuvo la sensación de que se comportaba como una cobarde.
—Muy bien —dijo Sally con su tono de abogada, siempre dispuesta a hacerse cargo—. Esta tarde, entonces. ¿A las cuatro o cuatro y media?
Scott asintió y señaló la casa.
—¿Aquí?
—¿Por qué no? —dijo Sally.
A Scott se le ocurrían una docena de motivos, pero se contuvo.
—Bien, a las cuatro y media, pues. Podemos tomar té. Eso sería muy civilizado.
Sally no respondió al sarcasmo. Se volvió hacia su hija.
—¿Esto es todo lo que has traído? —dijo, señalando la maleta.
—Es todo.
Hope, que observaba y escuchaba a un lado, pensó que en realidad Ashley había traído mucho más. Pero no era tan obvio.
Ashley se abrió paso a saltitos por el borde del campo embarrado y ocupó un sitio desde donde podía ver a Hope dirigir a sus chicas.
Anónimo
estaba amarrado a un extremo del banquillo, pero al divisarla agitó la cola, antes de echarse. Al mirarlo, Ashley pensó en leones. A menudo dormían hasta veinte horas al día en un día africano.
Anónimo
parecía acercarse a ese baremo, aunque su actitud no era muy leonesca. A veces Ashley se preguntaba si alguna de ellas tres habría sobrevivido de no ser por él. Siempre le decepcionaba que su madre no reconociera la importancia de
Anónimo.
«Un perro de rescate —pensó—. Un perro oteador. Un perro guardián.»
Anónimo
había realizado metafóricamente cada una de esas funciones, y ahora era viejo y estaba casi retirado, pero seguía siendo como un hermano.
Dirigió sus ojos a las lejanas colinas. Los lugareños decían que las Holyoke eran montañas, pero exageraban. «Las Rocosas sí son montañas», pensó. Las colinas locales recibían una grandiosidad no merecida, aunque las buenas tardes de otoño compensaban su falta de altura con generosas vetas de rojo, marrón y magenta.
Se volvió para ver el partido. No le resultó difícil imaginarse unos cinco años atrás, cuando ella misma habría estado allí abajo vestida de blanco y azul, corriendo por la banda izquierda. Siempre había sido una buena jugadora, aunque no como Hope. Ésta jugaba con una especie de intrépido desparpajo, y Ashley se contenía.
Sintió una curiosa emoción cuando la chica que jugaba en su antiguo puesto marcó el gol de la victoria. Esperó a que terminaran los vítores y aplausos. Vio a Hope soltar a
Anónimo
y lanzar un balón al centro del campo. Sólo uno, advirtió, y no tan lejos como antes. Observó cómo el perro recogía el balón y lo llevaba de vuelta hacia Hope empujándolo con el hocico y las patas, rebosante de alegría canina.
Mientras Hope recogía el balón y lo guardaba en la bolsa de red, vio que Ashley estaba allí a su lado.
—Hola,
killer.
¿Qué te ha parecido?
Oír el apodo que Hope le había puesto en su primer año de equipo la hizo sonreír. A Hope se le había ocurrido el nombre porque Ashley era demasiado reticente en el campo, demasiado tímida con las jugadoras mayores. Así que se la llevó aparte y le dijo que cuando jugaba tenía que dejar de ser la Ashley que se preocupaba por los sentimientos de las personas y transformarse en una
killer,
una exterminadora. Debía jugar duro, sin dar cuartel ni esperar recibirlo, y hacer lo que hiciera falta para, al final del partido, saber que se había dejado la piel. Las dos habían mantenido esta personalidad secundaria en secreto, sin mencionarla a Sally ni a Scott, ni a nadie. Ashley al principio lo consideró una tontería, pero al final acabó por apreciarlo.
—Se las ve bien. Fuertes.
—¿No ha venido Sally?
Ashley negó con la cabeza.
—Es un equipo demasiado joven. Le falta experiencia —respondió Hope, sin ocultar su decepción por la ausencia de su compañera—. Pero si no nos dejamos intimidar, somos capaces de hacerlo bien.
Ashley asintió. Se preguntó si lo mismo podría decirse de su situación.
Scott estaba sentado en el centro del salón, algo incómodo, flanqueado por espacios vacíos. Las tres mujeres ocupaban sillas distintas, frente a él. La situación tenía una extraña formalidad, e imaginó que era como estar sentado ante un gran jurado.
—Bueno —dijo con buen ánimo—. Supongo que lo primero es qué sabemos de este tipo que está molestando a Ashley. Quiero decir, ¿qué clase de persona es? ¿De dónde procede? Lo básico…
Miró a Ashley, que parecía estar sentada en un borde afilado.
—Ya os he dicho lo que sé —dijo—, que no es gran cosa.
Esperó fríamente que uno de los otros tres añadiera algo como «bueno, supiste lo suficiente para dejarlo entrar en tu casa para un polvo rápido», pero nadie lo dijo.
—Me gustaría saber —añadió Scott— si ese O'Connell responderá a un toque de atención nuestro. Puede que sí y puede que no, pero una muestra de firmeza por nuestra parte tal vez…
—Ya lo he intentado —dijo Ashley.
—Sí, lo sé. Hiciste lo adecuado. Pero ahora sugiero un poco más de fuerza. ¿No creéis que el primer paso es no sobredimensionar el problema? Tal vez lo que haga falta sea una bravata. Ya sabéis, un papá enfurecido.
Sally asintió.
—Tal vez podamos influir en dos sentidos. Scott, tú puedes decirle que la deje en paz y al mismo tiempo endulzarlo ofreciéndole un poco de dinero. Algo sustancioso, cinco de los grandes o así. Eso será más que suficiente para alguien que trabaja en un taller de coches e intenta aprender informática.
—¿Un soborno para que se aleje de Ashley? —replicó Scott—. ¿Funcionará?
—En muchas disputas familiares, divorcios y casos de custodia, mi experiencia indica que un acuerdo monetario llega muy lejos.
—Acepto tu palabra —dijo Scott. No la creía. También tenía sus dudas de que hablar con O'Connell fuera a servir de nada. Pero sabía que lo primero era intentar el camino más sencillo—. Pero supongo…
Sally alzó una mano.
—No nos adelantemos. Ese tipo se ha comportado de manera rara. Pero, tal como lo veo, aún no ha quebrantado ninguna ley. Quiero decir que más adelante podemos hablar de detectives privados, recurrir a la policía, conseguir una orden de alejamiento…
—Seguro que eso lo solucionará todo —ironizó Scott, pero Sally lo ignoró.
—O examinar otros medios legales. Incluso podríamos hacer que Ashley se marchara de Boston. Sería un contratiempo, sin duda, pero siempre es una posibilidad. Aunque creo que primero hemos de probar con lo más sencillo.
—De acuerdo —zanjó Scott—. ¿Qué estrategia seguimos?
—Ashley llama al tipo. Arregla otro encuentro. Lleva dinero y la acompaña su padre. Lo hace en público. Una conversación breve y sin tonterías. Si hay suerte, será el final de la historia.
Scott fue a sacudir la cabeza, pero se detuvo. Bien mirado, tenía sentido. Al menos, lo suficiente para intentarlo. Así pues, decidió seguir el plan de Sally, con alguna variante propia.
Hope había permanecido en silencio durante toda la conversación. Sally se volvió hacia ella.
—¿Qué te parece? —preguntó.
—Creo que es una estrategia adecuada —dijo, aunque no lo creía.
A Scott de pronto le molestó que se le diera a Hope la oportunidad de hablar. Quiso decir que no tenía nada que hacer allí, que debería marcharse a otra habitación. «Sé razonable —se ordenó—. Aunque esta mujer sea irritante.»
—Bien, lo haremos así. Al menos para empezar.
Sally asintió.
—Bien. Scott, ¿querías de verdad té o era una de tus bromas?
—Me cuesta trabajo creer… —empecé, pero decidí probar una estrategia diferente—. Quiero decir que deberían tener alguna idea…
—¿De a lo que se enfrentaban? —preguntó ella—. Aún no sabían nada del ataque al chico. Ni nada del, digamos, accidente que la amiga de Ashley tuvo después de la cena. Y tampoco de la reputación de Michael O'Connell, ni de las impresiones que había causado en sus compañeros de trabajo, profesores y demás. La información crítica que podría haberlos guiado en una dirección distinta. Todo lo que sabían era que… ¿qué palabra usaba Ashley? Que era una «rata». Una palabra muy inocente.
—Pero ¿hablar con él? ¿Ofrecerle dinero? ¿Cómo se les ocurrió pensar siquiera que eso funcionaría?
—¿Por qué no? Con la gente normal siempre funciona.
—Sí, pero…
—La gente siempre busca soluciones a sus problemas. ¿Qué alternativas tenían, si no?
—Bueno, podrían haber sido un poco más agresivos…
—¡No lo sabían! —Su voz se elevó de pronto con vehemencia. Se inclinó hacia mí con los ojos entornados de frustración e ira—. ¿Por qué resulta tan difícil comprender lo poderosa que es la capacidad de negación que tenemos todos? ¡Nunca queremos creer lo peor!
Se detuvo y tomó aire. Yo empecé a hablar, pero ella alzó una mano.
—No pongas excusas —dijo—. Incluso tú te negarías a verlo, aunque tuvieras delante lo más peligroso del mundo. —Inspiró de nuevo—. Pero Hope lo vio. O al menos tuvo una leve intuición. Sin embargo, por un motivo u otro, todos equivocados y estúpidos, se abstuvo de mencionarlo. Al menos en aquel momento inicial…
Scott se sentía incómodo en aquella barra. Acarició su botella de cerveza y trató de mantener un ojo en la puerta del restaurante y el otro en Ashley, que estaba sentada sola en un reservado. Ella no paraba de alzar la cabeza, jugueteando con los cubiertos, tamborileando nerviosa los dedos mientras esperaba.
Su padre la había instruido respecto a qué decirle a O'Connell cuando lo llamó, así como a qué hacer cuando él llegara. Scott tenía un sobre con cinco mil dólares en billetes de cien en el bolsillo de la chaqueta. El sobre estaba repleto e impresionaría cuando lo arrojara sobre la mesa; contaba con causar un impacto mayor que la suma real. Al pensar en el dinero, sintió el sudor corriéndole por la espalda. Se aclaró la garganta y tomó otro sorbo de cerveza. Flexionó los músculos y se recordó por enésima vez que un cobarde acosador probablemente se acobardara al enfrentarse a un hombre que pudiera plantarle cara incluso con los puños. Scott había pasado muchos años tratando con estudiantes no muy distintos de Michael O'Connell, y les había parado los pies a varios de ellos. Pidió al camarero otra cerveza.
Ashley, por su parte, no sentía más que frío hielo y tensión en su interior.
Cuando había telefoneado a O'Connell se había mostrado cautelosa y ceñido al sencillo guión que habían elaborado con su padre en el camino de vuelta a Boston. No debía mostrarse belicosa, pero tampoco dar pie a ninguna ilusión. Lo principal, se recordó, era hablar con él cara a cara, para que si fuera necesario su padre pudiese intervenir.
—Michael, soy Ashley… —le había dicho.
—¿Dónde has estado?
—Fuera de la ciudad por unos asuntos.
—¿Qué clase de asuntos?
—De los que tenemos que hablar. ¿Por qué no asististe a nuestra cita en el museo el otro día?
—Era una encerrona. Y no quería oír lo que querías decirme. Ashley, de verdad creo que entre nosotros hay algo bueno…
—Si de verdad lo crees, entonces cenemos esta noche. En el mismo sitio de nuestra primera y única cita. ¿De acuerdo?
—Sólo si me prometes que no va a ser la gran despedida —dijo él—. Te necesito, Ashley. Y tú me necesitas a mí. Lo sé. —Parecía débil, casi infantil, incluso confundido.
Ella vaciló un instante.
—De acuerdo, prometido —dijo.
—Bien. Tenemos muchas cosas de que hablar. Por ejemplo, de nuestro futuro.
—Así pues, a las ocho —dijo ella. Colgó sin comentar sus últimas palabras y sin mencionar lo mucho que se había asustado cuando él la siguió bajo la lluvia hasta el metro. Ni una palabra sobre las flores muertas. Ni sobre nada.
Ahora hizo un esfuerzo para no mirar a su padre en la barra y centrarse en la puerta, consciente de que eran casi las ocho. Ojalá no volviera a repetirse lo del otro día. El plan urdido con su padre era sencillo: llegar temprano al restaurante, sentarse en un reservado para que O'Connell entrara y estuviese atrapado en su asiento cuando se acercara Scott, de modo que tuviera que oír lo que él tenía que decirle. Los dos actuarían como un equipo que obligaría a O'Connell a dejarla en paz. Contaban con la ventaja del número y del lugar público. Psicológicamente, había insistido su padre, eran más que fuertes para enfrentarse a él, e iban a controlar la situación de principio a fin. «Sé fuerte, firme, explícita. No dejes espacio para la duda.» Scott había sido muy claro al describir su ventaja: «Recuerda: nosotros somos dos y somos más listos. Tenemos mejor educación y mayores recursos financieros. Fin de la historia.» Ashley bebió un sorbo de agua. Tenía los labios secos y agrietados. De repente se sintió a la deriva en una pequeña balsa.