Read El hombre equivocado Online
Authors: John Katzenbach
Inclinado, mitad en la luz y mitad en las sombras, Michael O'Connell esperaba.
Ella se detuvo bruscamente.
Sus ojos se encontraron.
Él llevaba una gorra oscura y una cazadora verde estilo militar. Parecía anónimo y oculto, pero al mismo tiempo llamaba la atención con una extraña intensidad.
Ashley sintió un retortijón en el estómago y jadeó en busca de aire.
Él no hizo ningún gesto. Nada que indicara que la reconocía, aparte de su mirada fija.
Ashley dio un paso atrás y el corazón se le aceleró, pero no supo qué hacer. En la calle ante ella, un coche dio un volantazo para evitar un taxi, proyectando una mancha de luz en su camino. Hubo un súbito sonar de claxons y chirriar de neumáticos sobre el pavimento mojado. Ella se distrajo un segundo y cuando volvió a mirar O'Connell ya no estaba allí.
Retrocedió otro paso.
Miró arriba y abajo, pero él había desaparecido. Por un momento dudó sobre qué había visto exactamente. Tal vez no había sido más que una alucinación.
El primer paso adelante de Ashley fue inestable, pero no como un borracho en una fiesta o una viuda desconsolada en un funeral. Fue un paso lleno de duda. Giró de nuevo, tratando de divisar a O'Connell, pero no lo logró. La abrumó la sensación de que estaba justo detrás de ella y se volvió bruscamente, pero casi se dio de bruces con un hombre de negocios que cruzaba presuroso la calle. Cuando se apartó hacia un lado, casi chocó con una pareja de jóvenes.
—¡Eh! ¡Mira por dónde vas! —le dijeron.
Ashley los siguió, pisando charcos, avanzando tan rápidamente como podía. No paraba de mover la cabeza a izquierda y derecha. Estaba demasiado asustada para mirar atrás. Continuó su camino casi corriendo.
Unos segundos después llegó a la estación de metro. Pasó por el torniquete y se sintió aliviada por la multitud y las luces fuertes del andén.
Estiró el cuello, intentando divisar a O'Connell entre la gente que esperaba el tren. Nada. Se volvió y miró a la gente que subía las escaleras, pero tampoco lo vio. Sin embargo, no estaba segura de que no estuviese escondido en alguna parte. No podía ver entre todos los grupos de personas, y había pósters y columnas que obstaculizaban la visión. Se volvió, deseando que llegara el tren. En ese momento sólo quería marcharse. Se consoló diciéndose que no podía sucederle nada en una estación abarrotada y, mientras se decía que estaba a salvo, sintió un empujón por detrás. Por un horrible segundo pensó que iba a perder el equilibrio y caer a las vías. Jadeó y dio un salto atrás.
Tragó saliva y sacudió la cabeza. Se abrazó el cuerpo, tensando los músculos como un atleta que anticipa el golpe, como si Michael O'Connell estuviera a su espalda dispuesto a empujarla. Prestó atención al sonido de una respiración cerca de su oreja, demasiado desesperada para volverse a mirar. De pronto un convoy irrumpió en el andén con un estrépito rechinante. Ashley soltó un suspiro de alivio cuando el tren se detuvo y las puertas se abrieron con un sonido sibilante.
Dejó que la arrastrara la marea de viajeros y tomó asiento, para quedar inmediatamente apretujada entre una mujer mayor y un estudiante que apestaba a tabaco. Delante de ella, media docena de pasajeros se agarraron a las barras de metal y los asideros.
Ashley miró a izquierda y derecha, inspeccionando cada rostro.
No lo vio.
Con otro resoplido, las puertas se cerraron. El tren se estremeció al arrancar.
Cuando el convoy empezó a moverse, Ashley se giró en su asiento y echó una última ojeada al andén. Lo que vio la hizo atragantarse, y eso fue todo lo que pudo hacer para no gritar de miedo: O'Connell estaba de pie, justo en el mismo sitio donde ella había estado unos segundos antes. No se movió. Impasible como una estatua, sus ojos se clavaron una vez más en los de ella mientras el tren aceleraba. Enseguida desapareció junto con la estación.
Ashley sintió el rítmico traqueteo de aquel tren que la alejaba de su perseguidor. Pero no importaba lo rápido que fuera: Ashley comprendió que la distancia que los separaba era irrisoria y, probablemente, inexistente.
El campus de la Universidad de Massachusetts-Boston está situado junto a la bahía. Sus edificios son tan feos y recios como una fortificación medieval. En los días calurosos de principios de verano, las paredes de ladrillo marrón y las aceras de asfalto gris parecen absorber el calor. Es una especie de facultad sustituta. Atiende a muchos estudiantes que quieren una segunda oportunidad, con sensibilidad de infantería: no es bonita, pero es crucialmente importante cuando más la necesitas.
Me perdí una vez en ese mar de cemento y tuve que preguntar antes de encontrar la escalera correcta que desciende a un vestíbulo pelado y una cafetería. Vacilé un momento, y luego divisé al profesor Corcovan, que me saludaba desde un rincón tranquilo.
Las presentaciones fueron rápidas, un apretón de manos y unas frases sobre el excesivo calor.
—Bien —dijo el profesor, y dio un sorbo a su agua mineral—. ¿En qué puedo ayudarle exactamente?
—Michael O'Connell —respondí—. Asistió a dos cursos suyos de informática hace unos años. ¿Lo recuerda?
Corcoran asintió.
—Lo recuerdo, en efecto. Quiero decir que en realidad no debería, pero lo recuerdo, lo que ya significa algo en sí mismo.
—¿A qué se refiere?
—Cientos de estudiantes han pasado por esos dos mismos cursos en los últimos años. Montones de exámenes, montones de trabajos finales, montones de rostros. Con el tiempo, todos acaban conformando un estudiante tipo que viste vaqueros, se pone al revés las gorras de béisbol y trabaja en dos sitios diferentes para costearse una segunda oportunidad en su educación.
—Entiendo. ¿Y O'Connell…?
—Bien, digamos que no me sorprende que aparezca alguien haciendo preguntas sobre él.
El profesor era un hombre delgado y menudo, de escaso pelo rubio. Usaba bifocales y llevaba bolígrafos y lápices en el bolsillo de la camisa, y portaba un raído maletín repleto.
—Aja —dije—. ¿Por qué no le sorprende?
—La verdad es que siempre pensé que algún día aparecería un detective preguntando por él. O el FBI o un ayudante del fiscal. ¿Sabe quiénes asisten a las clases que imparto? Estudiantes que creen que las cosas que aprendan mejorarán considerablemente su situación económica. El problema es: cuanto más aptos se vuelven los estudiantes, más claro les resulta cómo se puede usar mal la información.
—¿Usar mal?
—Un eufemismo para suavizar la verdad —dijo—. Uno de los temas que estudiamos es el delito informático, pero aun así… Mire, la mayoría de los chicos que eligen, digamos, el «lado equivocado» —sonrió—, bueno, son lo que cabría esperar. Cretinos y perdedores. Normalmente sólo crean problemas pirateando videojuegos, archivos musicales o películas de Hollywood antes de que sean editadas en DVD, esa clase de cosas. Pero O'Connell era diferente.
—¿En qué sentido?
—Era mucho más peligroso. Veía los ordenadores exactamente como lo que son: una herramienta. ¿Qué herramientas necesita un tipo malo? ¿Una navaja? ¿Una pistola? Depende del delito que tengas en mente, ¿no? Un ordenador puede ser tan eficaz como una nueve milímetros en las manos equivocadas, y las suyas, créame, eran las manos equivocadas.
—¿Cuándo se dio cuenta?
—Desde el primer momento. No miraba el mundo a su alrededor de esa manera turbia y asombrada que tienen tantos estudiantes. Tenía, no sé, un aire resuelto. Era atractivo. Pero rezumaba una especie de peligrosidad. Como si sólo le importara lo que tenía en mente. Y cuando lo mirabas con atención, la expresión de sus ojos era verdaderamente inquietante. Una expresión que advertía: no te interpongas en mi camino.
»¿Sabe? Una vez me entregó un trabajo un par de días tarde, así que hice lo que hago siempre, y que anuncio el primer día de clase: le resté un punto por cada día de retraso. Él me dijo que era injusto. Como puede suponer, no era la primera vez que un estudiante venía a quejarse por una nota. Pero con O'Connell la conversación fue diferente, de algún modo. No estoy seguro de cómo lo logró, pero de pronto me encontré en la postura de justificarme, no al revés. Y cuanto más le explicaba que no era injusto, más entornaba él los ojos. Sabía mirarte de una manera que equivalía a un puñetazo. El impacto era el mismo: sabías que no querías estar en el otro extremo de esa mirada. Nunca amenazaba directamente, nunca decía ni hacía nada a las claras. Pero, cuando hablamos, comprendí exactamente lo que pretendía: me estaba haciendo una advertencia.
—Le impresionó.
—Me mantuvo despierto toda la noche, si vamos a eso. Mi esposa no cesaba de preguntarme qué me pasaba, y yo tuve que mentirle diciéndole que nada. Tenía la sensación de haber evitado por los pelos algo verdaderamente desagradable.
—¿Llegó a hacerle algo?
—Bueno, un día me hizo saber, de pasada, que había averiguado dónde vivía.
—¿Y?
—Y ahí fue donde terminó.
—¿Cómo?
—Me humillé hasta lo indecible. Un completo fracaso por mi parte. Lo llamé después de clase, le dije que reconocía mi error, que él tenía razón en todo, y le puse un sobresaliente en el trabajo y otro en el semestre.
No dije nada.
—Bueno —añadió el profesor Corcoran mientras recogía sus cosas—. ¿A quién ha matado?
Hope estaba en la cocina peleándose con una receta nueva, mientras esperaba a Sally. Probó la salsa, que le quemó la lengua, y maldijo entre dientes. No sabía bien, pensó, y temió que le estropeara la cena. Por un instante, sintió una indefensión incongruente con un mero fracaso culinario, y los ojos se le humedecieron.
No sabía exactamente por qué Sally y ella estaban pasando por un período tan difícil.
Cuando lo analizaba a nivel superficial, no encontraba ningún motivo para sus largos silencios y sus momentos de incomodidad. No había ninguna causa real para sentir ansiedad, ni en el bufete de Sally ni en el colegio de Hope. De hecho, les iba bien económicamente, y tenían dinero para tomarse unas vacaciones en un lugar exótico, comprarse un coche nuevo o incluso reamueblar la cocina. Pero cada vez que uno de esos pequeños caprichos había aparecido en la conversación, lo descartaban. Empezaban a enumerar razones por las que no deberían hacer una cosa o la otra. Quien más obstáculos ponía para entorpecer cualquier plan era Sally, y esto preocupaba profundamente a Hope.
Parecía haber pasado mucho tiempo desde la última vez que habían compartido algo.
Incluso hacer el amor, que antes era algo tierno y placentero, se había torcido últimamente. Había adquirido una dinámica rutinaria, y las ocasiones de practicarlo se espaciaban cada vez más.
En cierto modo, se dijo, la falta de pasión sugería que tal vez Sally estaba buscando afecto en otra parte. La idea de que su compañera tuviera una aventura le resultaba, por un lado, totalmente ridícula, y por otro, completamente razonable. Apretó los labios y se dijo que fantasear sobre desastres emocionales era convocarlos, y entretenerse pensando en una sospecha u otra sólo era fuente de nerviosismo. Odiaba la inseguridad. No era propio de ella.
Miró el reloj de pared, y tuvo unas súbitas ganas de apagar la cocina, ponerse sus zapatillas de deporte y salir a correr. Todavía había algo de luz diurna, y pensó que, aunque estuviera agotada por la jornada en el colegio y por el entrenamiento de fútbol, tres o cuatro kilómetros a toda marcha la relajarían. Cuando era jugadora, al final del partido siempre tenía más energía que sus oponentes. Creía que guardaba relación con alguna capacidad emocional innata, algo que la impulsaba para que al final, cuando las demás se sentían exhaustas, ella contara aún con fuerzas. Una reserva que le permitía correr cuando las demás jadeaban, como si pudiera posponer el cansancio hasta después del partido.
Apagó la cocina y subió en tres zancadas al dormitorio. Sólo tardó unos segundos en ponerse unos pantalones cortos, una vieja sudadera roja del Manchester United y las zapatillas. Quería salir de casa antes de que volviera Sally, para no tener que dar explicaciones sobre por qué le apetecía correr, a una hora en que solía estar preparando la cena.
Anónimo
estaba al pie de las escaleras, meneando la cola. Reconoció la ropa de correr pero sabía que ahora rara vez lo incluían. Hubo una época en que se habría colocado al instante a su lado, loco de contento, pero ahora se limitaba a escoltarla hasta la puerta y luego sentarse a esperar su regreso, lo cual, pensaba Hope, parecía la manera en que
Anónimo
interpretaba sus responsabilidades caninas.
Sonó el teléfono. Ahora sólo quería librarse por un rato de todos los problemas. Supuso que la llamada sería de Sally, tal vez para anunciar que iba a llegar tarde. Ya nunca llamaba para decir que llegaría temprano. Hope no quería oír esto, y su primer impulso fue ignorar la llamada.
El teléfono seguía sonando.
Se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo y volvió. Cogió el teléfono.
—Diga —dijo secamente.
—¿Hope?
Hope no sólo oyó la voz de Ashley, sino un mundo de problemas.
—Hola,
killer
—respondió, utilizando el mote que sólo ellas dos conocían—. ¿Algo va mal? —añadió con un tono distendido que contrariaba no sólo su propia situación, sino el nudo que de pronto sintió en el estómago.
—Oh, Hope —gimió Ashley, y la otra percibió las lágrimas—. Creo que tengo un problema.
Sally estaba escuchando la emisora local de rock alternativo cuando empezó a sonar
Poor, poor pitiful me
, de Warren Zevon, y, por un motivo que no pudo comprender, se sintió obligada a pararse en el arcén, donde escuchó la canción completa, tamborileando con los dedos en el volante.
Luego se miró las manos. Las venas del dorso destacaban, azuladas como las carreteras en un plano. Sus dedos estaban tensos, tal vez un poco artríticos. Los frotó, tratando de recuperar parte de la flexibilidad perdida. En su juventud, muchas cosas hermosas destacaban en ella: su piel, sus ojos, las curvas de su cuerpo, pero lo que más le gustaba eran sus manos, que parecían contener notas en su interior. En su adolescencia tocaba el violoncelo y pensaba presentarse a las pruebas para Juilliard o Berklee, pero al final había seguido una educación más normal que, de algún modo, había desembocado en un marido, una hija, una aventura con otra mujer, un divorcio, una licenciatura en derecho, su trabajo actual y su vida actual.