Respiró hondo. Se acabaron las contemplaciones. Se lo había prometido a su esposa. No la había abandonado bajo una montaña de escombros para perder el tiempo lamentándose. Mandó a Suzume hervir cuantos litros de agua pudiera y preparar suero con bicarbonato. Pronto empezarían a supurar, los ganglios linfáticos se inflamarían y necesitaría trapitos de agua tibia con sal para hacer coberturas. Él se dedicó a arrancar de los cuerpos quemados los fragmentos de cristal de mayor tamaño y a apartar la carne muerta y la sangre seca. Un paciente tras otro.
—¿Por qué tardas tanto, Kazuo? —preguntó al aire un rato después con gesto de preocupación.
Suzume le miró y, sin decir nada, depositó el último trapo hervido sobre la espalda de una anciana que atesoraba en sus manos dos palillos de comer arroz.
Tokio, 25 de febrero de 2011
N
o debió escribir aquel artículo. Sabía que no era buena idea, ¿cómo no iba a saberlo? Estaba claro que habría sido mejor esperar a que sus ánimos se calmaran antes de cocinar aquella sopa de letras envenenadas, pero sus dedos se ensañaban de forma frenética con el teclado. Parecía estar poseído. Lo estaba, en realidad, por la temeridad de quien ya no tiene nada que perder.
Emilian conocía bien la línea editorial de aquella revista on-line. Nadie iba a decirle que el artículo era demasiado agresivo, que rayaba la ilegalidad. Pero ya habían pasado veinticuatro horas desde que el gobernador lo echó de su despacho y no había hecho otra cosa que vomitar y tratar infructuosamente de conciliar el sueño. Necesitaba dar un paso en alguna dirección, aunque sólo fuese escribir unos párrafos cargados de resentimiento e ira.
He estado dedicado durante años a un proyecto baldío, pensaba mientras redactaba. Engañado por el gobernador. Utilizado, que era un adjetivo aún más difícil de digerir. Todo mi dinero invertido en una memoria que jamás se ejecutará sobre el terreno. Una memoria olvidada, qué paradoja. Toda mi vida entregada a una burda entelequia. ¿A cambio de qué he perdido a Veronique? A cambio de nada.
Estaba solo y no tenía nada.
Tituló el artículo «Todo es mentira» y no dejó títere con cabeza. Habló de hipocresía en torno a las centrales nucleares por parte de los gobiernos y de las propias organizaciones de detractores; de la falta de preparación de la sociedad, que se dejaba conducir por eslóganes propagandísticos hacia un extremo u otro del debate según la conveniencia de los agentes económicos y políticos; de la corrupción que rodeaba cualquier decisión en torno a la energía atómica, salpicando incluso a alguno de sus compañeros del IPCC que, afirmaba sin tapujos, habían sido capaces de apañar estudios a cambio de sobornos. Por un momento dudó si debía entrar en esa guerra, pero siguió adelante. Los grandes emporios de combustibles no temblaban al comprar científicos que firmasen informes favorables a sus intereses: no hay destrucción de capa de ozono, no hay cambio climático, no hay nada de lo que preocuparse. Todo es mentira.
Cuando terminó ni siquiera lo releyó. En otras circunstancias lo habría repasado cien veces. Las palabras equivocadas son astutas y se esconden donde nadie las ve, solía decir. Pero no quería caer en la tentación de repensar de forma racional lo que había escrito. Si lo hacía, es probable que lo mandase a la papelera de reciclaje o, lo que sería igual de triste, a una carpeta del procesador de textos de la que nadie lo rescataría jamás. Y no quería flaquear. Lo habían enterrado en la fosa más honda de un mohoso panteón y quería darse el gusto de gritar a los cuatro vientos lo que pensaba.
Preparó un correo dirigido al director de la revista. Se conocían desde hacía años. Normalmente era él quien le pedía a Emilian artículos de investigación o columnas sobre temas de actualidad relacionados con su parcela profesional. Sin duda estaría encantado de recibir aquel libelo, ya que solía reprocharle que se mojaba poco. No era cierto. Emilian siempre había defendido con convencimiento su postura pronuclear, lo que no estaba reñido con tildarla de escalón transitorio. La consideraba la solución menos contaminante hasta que se pudiese acceder de forma masiva a las todavía impagables energías cien por cien limpias y sin riesgos.
Adjuntó el archivo al correo.
Llevó la flecha hasta el icono correspondiente.
Levantó el dedo índice sobre el ratón. Un par de segundos, tan solo dos, para pensarlo por última vez...
«Enviar.»
El clic fue como la consumación de una de aquellas inflamadas sesiones de sexo que solía mantener con Veronique tras sus peleas, cuando se entregaban a una lucha encarnizada por sorber al otro a sabiendas de que no era verdadera pasión, que sólo trataban de liberar ansiedad y más pronto que tarde volverían a explotar en descalificaciones y reproches. Así fue aquel clic, una falaz bocanada de opio.
Unos segundos después, el teléfono comenzó a vibrar.
No es posible que lo hayan leído ya, se sobresaltó.
Miró la pantalla. Era Tomomi.
¿Qué querría? ¿Estaría Yozo con ella? Necesitaba odiarle, pero en lugar de eso sintió unas incontrolables ganas de llorar. Había sido su amigo del alma durante años. ¿Estaría Tomomi al tanto de su traición? El móvil vibraba insistente, reptando sobre la mesa. ¿Acaso estarían buscando perdón, o absolución, o querrían proponerle compartir el soborno?
El teléfono se calmó por fin. Emilian también. Se tumbó en la cama. Tenía el cuerpo empapado. En la calle hacía frío, pero el climatizador llevaba horas arrojando aire caliente.
El teléfono de nuevo.
—¡Joder! —gritó.
Lo apagó con nerviosismo, lo arrojó sobre la mesa y se lanzó a la calle tratando de buscar otra vía de escape donde nadie pudiera encontrarle.
La marea humana del barrio de Shibuya le condujo como un barril a la deriva hasta la zona roja. Vagó hipnotizado por la música hiriente de las tragaperras Pachinko y se dejó acariciar por las bailarinas que, en pleno día y a pesar de la baja temperatura, aprovechaban para captar clientes mientras fumaban en ropa interior en las puertas de los locales. Por un momento estuvo a punto de dejar que una de ellas le condujese al interior de un garito al que se accedía por una escalera estrecha. Tenía el pelo teñido de rojo sobre la cara salpicada de pecas y unos pechos operados que reventaban detrás de un biquini de Hello Kitty. En el último momento se apartó con repulsión y siguió adelante.
Se adentró en un entramado de calles limpias con el suelo recién regado. De repente se respiraba tranquilidad y orden, un ambiente como de familia acomodada de provincias. Así era Tokio. Tan sólo había cambiado de manzana y parecía estar a mil kilómetros del desfase de música y neones, y si seguía caminando hasta la siguiente calle quizá encontrase casas tradicionales y aromas a incienso de altares sintoístas. La ausencia de ruido hizo que comenzase a pensar. Pensar... era lo que menos necesitaba en aquel momento.
Decidió regresar al barrio rojo, pero un detalle apenas perceptible llamó su atención desde la otra acera: una mujer que despedía a una pareja en la puerta de un establecimiento inclinó la cabeza en señal de respeto y su negro cabello liso le tapó el rostro. Era más alta que la japonesa media. Sin embargo, sus movimientos a cámara lenta parecían los pasos milimetrados de una danza kabuki. Vestía una blusa blanca estratégicamente desabotonada para mostrar la curva de sus pequeños pechos, falda corta gris jaspeada y unos elegantes zapatos de tacón. Emilian se fijó en la pared de mármol blanco: Dark&Light galería de arte, rezaba en pequeñas letras cromadas. Una vez que la pareja se hubo alejado, la mujer dio media vuelta con la suavidad de un campo de arroz mecido por una leve brisa y volvió a entrar.
Emilian cruzó la calle y fue tras ella. Sintió curiosidad por ver el establecimiento que regentaba. Desde fuera ya se percibía la amplitud de los espacios inmaculados y cierta estética industrial en las conducciones de ventilación dejadas a la vista por el techo. Al menos se distraería durante un rato y, con suerte, volvería a verla.
Un vigilante privado le observó de arriba abajo. Había bastante gente. Estaban presentando una exposición monográfica, según informaban los dípticos que se ofrecían en abanico sobre una mesa de hierro en la que también había cuencos con pequeños dados de fruta. Se detuvo delante de un lienzo que ocupaba toda una pared. Le desasosegaba. El pintor había derrochado cubos de óleo para generar la textura cambiante de un acantilado.
—¿Le gusta Kisho? —escuchó a su espalda.
Era ella. Le pareció aún más joven. ¿Veinticinco años? Quizá treinta. Las japonesas siempre aparentaban menos. Aparte de gustarle su forma de moverse, le pareció muy bella. Tenía la cara de porcelana, un poco redondeada, las cejas pequeñas, con un arqueo un tanto melancólico y los labios gruesos pero no abultados, integrados en el rostro como si estuvieran dibujados sobre un lienzo.
—Había oído hablar de él, pero nunca había examinado uno de sus cuadros —respondió volviendo a mirar la pintura como si estuviera interesado.
—Contemplado.
—¿Cómo?
—Los cuadros se contemplan, no se examinan —le corrigió ella sonriendo.
—Deformación de técnico —se justificó Emilian.
—¿Qué clase de técnico?
Se le contrajo la boca del estómago. En aquel momento aciago le costaba responder esa ingenua pregunta que quizá llevase a otras más comprometidas sobre los motivos por los que estaba en Tokio. Pero intuía que, si no era sincero, la mujer lo notaría y se marcharía a atender a otro cliente. Y lo que sí tenía claro era que le apetecía disfrutar un poco más de ella. Su aura, o lo que fuera que desprendía, causaba en él un terapéutico efecto sedante. Pensó que el instante de verla en la calle unos minutos antes había sido una experiencia similar al avistamiento de un oasis por alguien que está a punto de morir de sed en el desierto.
—Estudié arquitectura.
Sintió una última punzada, pero ya estaba dicho.
—Levantar una casa es como pintar un cuadro —comentó ella—. En ambos casos se busca el equilibrio.
—En realidad me dedico al urbanismo sostenible y locuras semejantes.
—Dónde está el umbral de la locura? Algunos ingenuos consideran un demente a un visionario como Kisho —dijo desviando la mirada al cuadro, adoptando de nuevo su rol de encargada de la galería—. Es cierto que lleva vida de anacoreta, pero si examina sus cuadros verá que hace honor a su propio nombre. Kisho significa «Aquel que conoce su propia mente».
—Y supongo que él la conoce bien.
—Considera que su cerebro actúa como un sofisticado wok en el que se cuecen todas las tendencias artísticas de la historia de Japón, transmitidas de generación en generación. Eso incluye, desde las cerámicas neolíticas hasta la más delicada pintura a la tinta.
—Y manga de temática sexual —atacó Emilian señalando otro lienzo que parecía inspirado en los cómics japoneses más extremos. Ella permaneció callada. ¿Por qué había dicho esa estupidez?—. No quería molestarle.
—No me ha molestado. El sexo explícito ya estaba presente en las novelas ilustradas del feudalismo nipón. Tendría que ver las historias que los antiguos maestros dibujaban sobre ansiosos samuráis y princesas sometidas. En realidad, todo lo que somos o hacemos los japoneses se sustenta en nuestras tradiciones.
—Usted no tiene aspecto de dejarse someter como las princesas feudales.
—¿Por qué dice eso?
—Me llamo Emilian Zách —se presentó, cortando por lo sano aquel juego de malabares.
—Mei Morimoto —correspondió ella.
Se estrecharon la mano.
—Un nombre precioso, Mei.
—Significa brote. O comienzo, como usted quiera.
—Me gusta que todos los nombres japoneses signifiquen algo.
—Así ha sido siempre en este país. ¿Ha venido aquí de vacaciones?
—No.
—Entonces le habrá enviado su empresa.
Habían llegado al momento fatídico de la charla. ¿Qué podía responder? No quería engañarle y mucho menos hablarle de su fallido proyecto.
—Suelo colaborar con el IPCC de Naciones Unidas —se le ocurrió decir—, un comité de expertos sobre el cambio climático.
—Así que estoy frente a un experto.
—No quería resultar pedante —se excusó—. Evaluamos literatura científica sobre el tema y confeccionamos informes para que los gobiernos sepan cuál es la verdadera situación.
—¿Vive usted en Ginebra? Lo digo porque allí está la sede de la ONU, ¿no?
—La sede central está en Nueva York —corrigió Emilian—. Pero sí, vivo en Ginebra. ¿Ha estado en Suiza?
Negó con la cabeza al tiempo que comenzaba a andar despacio por la galería. Emilian la siguió de cerca. Aquella mujer desprendía un cierto halo de arrogancia, pero a la vez le hacía sentir inmerso en una burbuja a la que el resto de los presentes no tenía acceso. Sin perder en ningún momento la prudencia nipona, se mostraba abierta y directa en sus preguntas; incluso llevaba las riendas de la conversación. A la vista de esa forma de comportarse, Emilian habría apostado a que Mei había vivido en el extranjero algún tiempo; al menos estaba seguro de que habría salido a menudo de Japón.
—Su nombre también es especial —susurró ella al poco con sensualidad, confirmando aún más sus cavilaciones. Echó su pelo a un lado y cerró un instante los ojos, culminando el lenguaje gestual—. Emilian... Nunca lo había oído.
Escuchar su nombre de pila a través de sus labios gruesos, y sentirlo impregnado de la palidez de aquel rostro perfecto —que parecía de talco—, le provocó un atisbo de excitación.
—No puedo decirle lo que significa —bromeó—. Supongo que mi padre lo escogió para seguir la tradición familiar de nombres poco habituales en mi país. Él se llama Ezequiel, como un profeta bíblico.
—Lo conozco.
—¿Conoce la Biblia?
—Profetizar es una dura tarea —declaró ella deteniendo de pronto el paseo—. Imagine por un momento que le encomendasen lanzar al mundo un mensaje como el que Ezequiel transmitió al pueblo de Jerusalén: sois impuros a los ojos de Yahvé, la ciudad ha de ser destruida... —Le atravesó con la mirada—. Usted, que se dedica al urbanismo, ¿cree que las cosas se arreglan destruyendo ciudades?
Le cogió desprevenido, aunque era obvio que se refería a las bombas atómicas.
—No creo en la violencia reparadora —contestó, diplomático.
—Discúlpeme —reaccionó ella al instante—, no he debido preguntarle eso. Con motivo de los actos en recuerdo de las víctimas de Hiroshima y Nagasaki se ha multiplicado la información en los medios haciendo que nos mostremos más sensibles con este tema.