El haiku de las palabras perdidas (4 page)

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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama

BOOK: El haiku de las palabras perdidas
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—Aquí jamás pasará algo así —dijo el doctor.

—Esperemos que el dios de los cristianos nos ayude, porque está claro que los nuestros nos han olvidado.

Se alejó llorando hacia la cocina.

El doctor lanzó a Kazuo una mirada tranquilizadora y fue tras ella.

Kazuo trataba de apartar de su cabeza lo que acababa de oír.

No quería pensar en nada que no fuera su encuentro del día siguiente con Junko, pero a cada momento le asaltaba una misma idea: demasiadas estrellas fugaces.

Se encerró en su habitación y sacó el rollito de papel de la bolsa.

El cuarto haiku...

Y de pronto le asustó leerlo.

La mañana amaneció nublada. Junko estaba tan nerviosa como Kazuo. Se había despertado muy temprano; en realidad apenas había dormido pensando en su cita, deseando que sonase la campana del recreo para echar a correr hacia la loma. Antes de salir para la escuela se acercó a su madre. Estaba recortando las hojas muertas de una flor marchita para clavarla en un tiesto junto a un capullo cerrado, simbolizando la muerte y el renacer. Admiraba a su joven madre. Sabía todo lo que había pasado para sacarla adelante desde que su padre, movilizado en Manchuria, cayó en una emboscada sin llegar a conocerla. Sólo se habían tenido la una a la otra... hasta que apareció Kazuo.

Junko quería pedirle algo, pero no sabía cómo hacerlo.

—¿Qué haces? —le preguntó su madre, notándola rara.

—Mirarte.

—Pues no me distraigas.

—¿Para quién es ese arreglo?

—Me lo ha encargado la esposa de un capitán. Quieren un ikebana para meditar —le contó mientras espolvoreaba unas semillas sobre la arena del tiesto.

—¿Por qué lo estás haciendo tan fino? Se les va a romper sólo de llevarlo hasta su casa.

—El espacio vacío es tan importante como la configuración del arreglo. Además, hija, la vida es cada día más efímera. Espero que el capitán se dé cuenta de eso cuando medite.

Junko caminó alrededor de la habitación. Pasó la mano sobre el papel de las paredes. Se detuvo en uno de los listones de pino y abrió la ventana para que entrase más luz.

—Así verás mejor. Y las plantas te lo agradecerán. A ellas les gusta el sol.

—Yo sé lo que les gusta o no a las plantas. ¿Me vas a decir ya qué es lo que quieres?

—Ponerme el kimono de seda —confesó de un tirón.

—Eso no es posible —le respondió su madre volviendo a concentrarse en el tallo—. Y no me gusta ver que empiezas con caprichos.

—No es un capricho.

—No me repliques. Sabes que llevar kimono de seda se considera un gesto irrespetuoso desde que comenzó la guerra. ¿Para qué vas a ir con kimono a la escuela? ¡Sólo conseguirás que el Kempeitai venga a hacerme preguntas! Bastantes problemas me ha traído ya tu amistad con ese chico extranjero.

—¡No es extranjero!

Junko corrió hacia la puerta de la calle con lágrimas en los ojos. Antes de calzarse se volvió una vez más a mirar. El haz de luz que se colaba por la ventana estallaba en el tatami al fondo de la casa. Escuchó con atención para detectar cualquier movimiento de su madre, pero no oyó nada. Seguiría cortando el tallo con la delicadeza de un orfebre que pule un diamante. Fue hacia la habitación con cuidado de no hacer ruido. Abrió el arcón. Introdujo sus manos entre las telas y sacó el kimono de seda rojo, con dibujos de árboles en dorado. Lo extendió y se tomó un tiempo para contemplarlo. Con él, su pelo negro brillaba más y su tez se volvía más blanca. Quería ponérselo para Kazuo. Lo apoyó sobre la tapa del arcón y se quitó el pantalón y la camisola. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo, pero no de frío. Volvió a asomarse. El polvo permanecía suspendido en el haz de luz. Sin pensarlo más se lo enfundó. Cogió unas agujas de madera para confeccionarse un moño y, entonces sí, salió espacio, separando los dedos del pie para abrazar al paso la tira de la sandalia de madera.

Para entonces, Kazuo ya estaba llegando a la escuela. Se sentó en el pupitre y trató de atender. La clase versó otra vez sobre historia. El profesor les hablaba de guerras pasadas en el empeño de que olvidasen que vivían la peor de todas. Pasó la mañana entera repasando las sublevaciones de los señores feudales del período Edo, la misma época en la que vivieron los poetas que escribieron los haikus de Junko. Incapaz de concentrarse, dejó volar su mente y se imaginó siendo el shogun, o uno de los señores feudales que le plantaban cara, o incluso el jefe de sus samuráis. Lo que no variaba en aquellas vidas ficticias era que Junko siempre estaba a su lado.

Al llegar la hora del recreo se escapó sin decir nada a sus amigos, no fuera a ser que alguno decidiera seguirle. Atravesó el mercado del puerto, saludó a la tendera de los cebollinos, miró de soslayo a las prostitutas de las casas de té, se encaminó hacia el valle de Urakami, ascendió la ladera empinada, se arrastró bajo los matorrales y salió a lo alto de la colina en la que sólo se escuchaba el silbar de un viento ligero. El cielo cubierto de nubes adquiría el aspecto de una acuarela.

Había llegado antes que Junko. No podía parar quieto. Leería el haiku delante de ella y la besaría al terminar el último verso.

Se entretuvo mirando con los prismáticos. Respiró al comprobar que habían desenterrado al pow. Le extrañó ver tantos prisioneros por el patio del campo. A esa hora deberían estar trabajando en la fábrica.

—¿Qué pasa hoy? —murmuró para sí.

Miró hacia abajo. Le corroía la impaciencia. ¿Por qué no llegaba ya?

Dio unas vueltas a la piedra en forma de sofá antes de ponerse de puntillas en la parte más elevada, tratando de divisar la ladera por encima de los matorrales.

Ni rastro de ella.

Junko, Junko, Junko ...

Ven ya., Ven ya. , Ven ya.

Metió la mano en el bolsillo y sacó el haiku enrollado.

Ven ya. Ven ya.

Lo apretó fuerte en su mano.

En ese momento, un rumor comenzó a abrirse paso en el cielo.

Levantó la vista. El cielo estaba encapotado.

Era un rumor de motores.

¿Por qué no sonaban las alarmas?

Las nubes se abrieron lo suficiente para que pudiera ver que no se trataba de una escuadra de bombarderos, sino de un solo avión. No, corrigió al momento. Dos aviones. Sin duda se habían perdido. Era normal que no sonasen las alarmas. Por la altura a la que volaban, tampoco se activaron las baterías antiaéreas.

Cogió de nuevo los prismáticos y reguló la rueda. El que iba delante era un B-29 aliado. En ese momento desplegó sus compuertas y dejó caer algo. ¿Qué demonios...? Era un paracaídas. ¿Han permitido que salte un único soldado? Ni un verdadero samurái sería capaz de saltar solo. Poco a poco, el paracaídas fue haciéndose más visible. Lo que llevaba colgando no era un soldado, sino una caja. Siguió bajando. No, tampoco era una caja. ¿Una bomba? No puede ser, se convenció. Eso que cae es demasiado grande. Y, además, ¿para qué se molestarían los aliados en lanzar una sola bomba sujeta a un paracaídas sobre el inmenso valle de Urakami?

Siguió la caída pausada del objeto.

Mudas las alarmas antiaéreas.

Volvió a dudar. Quizá sí fuera una caja, una de esas que en ocasiones lanzaban con octavillas de propaganda americana.

El avión seguía su camino.

El paracaídas se balanceaba a media altura.

De repente, una luz se apoderó del valle.

Más intensa que el sol.

Toda la luz.

2. Carbon Neutral Japan Proyect

Tokio, 24 de febrero de 2011

C
ada vez que Emilian Zách se desplazaba a Japón se apoderaba de él una suerte de calma. El país nipón era el mejor bálsamo para su mente acelerada. Allí el aire parecía más ligero, inundaba sus pulmones desde la primera bocanada. Sus antiguos compañeros de Naciones Unidas no terminaban de creer que un hombre con su temperamento, siempre a punto de prender como la mecha de un explosivo, pudiera encontrar relajante un lugar tan plagado de impactos visuales y auditivos. «No tenéis ni idea de lo que se esconde allí», solía decirles él.

Recostado en el asiento trasero del taxi que le llevaba del aeropuerto al hotel, quería creer que el paisaje de neones rosados y azules le daba la bienvenida. Era cierto que aquellas luces la música publicitaria terminaban por marear a cualquiera, pero más allá de ese océano embravecido amanecía una sociedad conectada a la naturaleza en idílica armonía. Los millones de personas que caminaban por las aceras sin rozarse, e incluso los trenes supersónicos que se deslizaban con exactitud milimétrica, acompasaban sus tiempos a la caída de las flores de los cerezos. Allí, su mente no se enfrentaba a ningún conflicto. Todo era previsible, como una buena película ya disfrutada. Todo era suave, como el trato de los empleados de sus comercios o la textura del sashimi. Por eso había escogido la tierra del sol naciente como marco para su proyecto definitivo, aquel en el que había volcado todo lo que tenía: sus conocimientos, su dinero... su propia vida.

La primera vez que visitó Japón fue en diciembre de 1997, con ocasión de las reuniones que culminaron con la firma del Protocolo de Kioto. Por aquel entonces, y a pesar de su juventud, Emilian estaba muy bien considerado como arquitecto especializado en urbanismo amigo del medio ambiente, y ya formaba parte del IPCC —el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático—, un grupo de expertos creado por Naciones Unidas para atenuar el efecto invernadero. De hecho, fue debido a un osado informe que confeccionó sobre la incidencia de las ciudades en el calentamiento global y, más en concreto, su convencido apoyo a la energía nuclear como la mejor alternativa para mitigarlo, por lo que le invitaron a participar en las ponencias de Kioto. Gracias a ello se granjeó el respeto de muchos colegas y la enemistad de algunos caciques del sector energético. Pero, por encima de todo, quedó hechizado por aquel país donde todo discurría al mismo tiempo tan deprisa y tan despacio, en un equilibrio tan sutil como la danza de los planetas.

El taxi le dejó en la puerta del Cerulean Tower Hotel, un moderno rascacielos que se elevaba en medio del bullicioso barrio de Shibuya. Mientras esperaba apoyado en el mostrador de recepción a que terminasen el papeleo echó un vistazo al restaurante de la planta baja, decorado con un exquisito diseño que recreaba la estética de los cincuenta. Disfrutaba probando sitios nuevos, pero sus preferidos seguían siendo los pequeños locales callejeros donde veía al cocinero envolver el arroz con alga al otro lado de la barra. Se abalanzó sobre él la imagen Veronique paseando por el mercado de pescado de Tsukiji en el viaje que hicieron juntos unos años atrás. A ella no le gustaba el sushi, decía que era como dar dentelladas a una carpa recién sacada de una pecera.

Se la quitó de la cabeza, y también dejó de pensar en comida. Era más de la una de la madrugada y sólo quería echarse a dormir. Recogió por fin su llave y subió al piso 34. Una vez en la habitación fue directo al enorme ventanal que ocupaba la pared del fondo, desde el que se obtenía una vista de Tokio similar a la que ofrecería la ventanilla de un avión. Sumergió su mirada en el vacío y recorrió la ciudad como quien pasa el índice por un mapa, tomando como referencia los rascacielos más emblemáticos y los tejados de las pagodas. Cuando subieron su maleta la abrió para colgar en el armario una chaqueta y un par de camisas, apartó de la mesa auxiliar las revistas de cortesía para vaciar sobre ella todo lo que llevaba en los bolsillos y se dejó caer en la cama. La legión de cojines y almohadas y el edredón, tan blanco que producía ceguera, le engulleron sin piedad.

—Dormir... —murmuró.

Como en un mal sueño, el móvil que acababa de dejar en la mesilla comenzó a vibrar.

«Yozo», rezaba la pantalla iluminada.

—¿Sabes qué hora es, maldito amarillo? —espetó Emilian al descolgar.

—Todavía estoy en el estudio —dijo riendo el otro—, así que no te quejes. ¿Qué tal el viaje?

—Todo bien. He venido repasando los informes y no se me ha hecho largo. Y tú, ¿qué haces trabajando a estas horas?

—Pulir tu maldito proyecto.

—No habrás encontrado algún fallo de última hora...

—Qué va, está todo perfecto. Pero mañana tienes la reunión más importante de tu vida y merece la pena repasar hasta el mínimo detalle, ¿o no? Estaba dando una última vuelta a los puntos que mandaron corregir el mes pasado, pero creo que tienes todo más que cerrado. Has hecho un trabajo excepcional, de verdad.

—Se supone que lo de mañana ha de ser más un encuentro de protocolo que otra cosa: firmar, hacerme la foto con el gobernador y punto.

—Seguro que irá bien.

—Pásame a Tomomi. Me apetece saludarla.

—Te la pasaría si estuviera. Ha dedicado la tarde a repasar el capítulo de las conducciones y después se ha ido al club de tenis a relajarse. Ya me gustaría a mí tener una válvula de escape como esa. Cuando coge la raqueta se evade de este mundo.

Emilian se recolocó en mejor postura, mirando al techo.

—Tengo ganas de veros. Me habéis ayudado mucho con esto.

—Déjate de sentimentalismos a estas horas de la noche, que me ablandas a mí también. Además, no trabajamos gratis.

—Eso no tiene nada que ver.

—Mañana celebraremos juntos tu éxito. Tomomi lleva días hablando de un local nuevo que quiere enseñarte. Dice que sirven unas verduras hervidas increíbles... Tienes suerte, ¡a mí todavía no me ha llevado!

Durante unos segundos ninguno de los dos dijo nada.

—Ve a casa con ella —retomó Emilian un tanto triste.

—¿Qué tal llevas lo de Veronique?

—¿Desde cuándo sois tan directos los japoneses?

—Vaya, lo siento —se disculpó Yozo en tono distendido—. Ya hablaremos cuando quieras.

—Discúlpame tú —rectificó Emilian—. Voy tirando. Depende de la hora... Por la noche suele ser peor.

—¿Os veis alguna vez?

—En ocasiones coincidimos por los pasillos del palacio. No voy mucho por la ONU, pero tengo algunas reuniones con la gente del IPCC en las salas de conferencias, ya sabes.

—Entonces, al final decidió quedarse en Ginebra.

Emilian asintió con la cabeza antes de contestar, como si le costase hablar.

—Sí —dijo por fin.

—Tomomi y yo nos acordamos mucho de ella, pero bueno... No puede llover hacia arriba.

—¿Cómo?

—Algunas cosas que deseamos son incompatibles con otras que queremos tanto o más.

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