El haiku de las palabras perdidas (32 page)

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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama

BOOK: El haiku de las palabras perdidas
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14. El hombre con el rostro escondido tras una máscara antigás

Ginebra, 8 de marzo de 2011

E
milian contemplaba a Mei en la penumbra. Desnuda sobre el suelo del salón, como si añorase el tatami de su casa de Tokio, con el pelo negro extendido y su cuerpo de acuarela respirando plácido. Mirándola resultaba sencillo imaginar cómo las antiguas geishas anulaban la voluntad de los hombres y les inyectaban enormes dosis de deseo sin tan siquiera practicar el sexo, llevándolos a un estado de gozo que aquéllos necesitaban experimentar una y otra vez. ¿Qué estaba ocurriendo? Ni siquiera pensaba en volver a poseerla, era más un deseo de perderse en el silencio de sus movimientos, de forma natural.

Ella abrió los ojos.

—¿Por qué me miras así? —preguntó, regresando al mundo de los vivos.

—Me fijaba en ese antojo que tienes bajo la clavícula.

Ella lo tocó, como para constatar que todavía seguía allí.

—Es la marca de la familia. Mi abuela Junko también lo tiene. Ya lo ves, desde que nací estaba predestinada, no escogí ser su proyección... Aunque estoy orgullosa de serlo.

—Tiene forma de pájaro.

—Es un pájaro —confirmó mientras se estiraba en el suelo como si llevase varias horas dormida, a pesar de que apenas habían pasado veinte minutos—. Cuando mi abuela lo necesitaba, echaba a volar y la llevaba lejos de todos los problemas.

Emilian miró la hora.

—Tenemos que ponernos en marcha.

Hizo por levantarse, pero Mei se incorporó lo justo para sujetarle del brazo mientras le atravesaba con sus ojos rasgados.

¿Qué no había en aquella mirada?

—Mei...

Ella comenzó a besarle, impidiéndole hablar, al tiempo que le abrazaba con su pierna y se colocaba de nuevo sobre él para retomar las cosas donde las habían dejado. Emilian se separó de la forma más delicada que pudo, pero aun así resultó brusco.

—¿Qué ocurre?

Era como si las tornas hubieran cambiado con respecto a su encuentro en la escalera, cuando Mei no se creía capaz de entregarse.

—Es sólo que...

Se detuvo. Antes de decir nada, necesitaba traducir a palabras lo que sentía. No podía permitirse errar.

—Te aseguro que estoy bien —le tranquilizó ella.

—El día que llegaste —se decidió por fin Emilian—, cuando te conté que había hecho por mi cuenta algunas averiguaciones sobre la empresa de Kazuo, me dijiste que haciéndote feliz me convertía en una persona mejor. ¿Recuerdas?

—Sí.

Le cogió ambas manos.

—Te ruego que me dejes llegar al final.

—No comprendo.

—Necesito terminar al menos una cosa con la que me haya comprometido. Quiero encontrar a Kazuo para ti.

—Son dos cosas diferentes —susurró ella.

—No para mí.

Le aterraba pensar que la pasión que se había desatado fuera un reflejo de los arrebatos que le llevaban a poseer a Veronique para solapar las carencias de su relación. No quería una aventura, por fascinante que fuera. Necesitaba saber que compartían algo cierto. Y para que Mei pudiera entregarse con la misma plenitud que él estaba dispuesto a ofrecerle, primero tenía que cerrar aquella ventana por la que ella perdía gran parte de su calor.

—No quiero vivir de deseos, como los de las estrellas fugaces que mi abuela vio la víspera de la bomba —le advirtió Mei—. Sólo te pido que nunca hagas que me sienta así.

Se levantó muy seria, se puso el tanga y cogió del suelo la camiseta de Emilian. La contempló un instante. Tenía el emblema del Instituto Tecnológico de Massachusetts donde él cursó la beca. Se la enfundó, sacó un iPad de su bolso y fue a sentarse al sofá cruzando las piernas desnudas.

Él también se vistió y se acomodó a su lado.

—Cuando nos separamos ayer —comenzó Mei mientras abría el navegador—, me dediqué a buscar por internet cualquier entrada relativa a Concentric Circles, el nombre que según dijiste tiene la empresa de Kazuo.

Parecía haber aparcado toda cuestión referente a la relación que estaban —o no— iniciando para concentrarse en la búsqueda del holandés. A Emilian le resultó placentero que ella respetase sus tiempos, aunque temía que entretanto se le escapase entre los dedos como el agua de una fuente.

—Una de sus empresas —corrigió él—. Marek dijo que en Concentric Circles posiblemente participen otras sociedades. Por eso es tan difícil seguirle la pista. Por cierto, aún no te he dicho que antes me ha llegado un mensaje de Sabrina.

Mei recordó a la guía italiana que había conocido en el Palacio de las Naciones.

—¿Ha encontrado algo su amigo?

Emilian apretó los labios y negó con la cabeza.

—El chico de presupuestos ha estado rebuscando por todos los listados a los que tiene acceso, pero no ha dado con ninguna información que nos pueda valer.

—Qué pena —resopló Mei—. Confiaba en esa vía.

—Yo también. ¿Qué es lo que ibas a enseñarme? Yo estuve googleando el primer día y no encontré nada que mereciera la pena.

Se recolocó el pelo detrás de la oreja y volvió a concentrarse en la pantalla que reposaba sobre sus piernas.

—Al principio yo tampoco. Aparecían muy pocas entradas, y todas las que consultaba eran listados de sociedades inscritas en el registro mercantil y otros reclamos publicitarios de bases de datos de telefonía o cosas del estilo. Pero en un momento dado...

Accedió a una página que tenía guardada en el historial.

—Es un blog... —advirtió Emilian.

—Espera que se abra por completo y verás.

Se trataba del blog de una asociación suiza de familias de acogida de niños y niñas de Chernobil llamada Familia y Futuro. Tenía una pestaña con varios números de contacto, otra con los estatutos, información para las familias interesadas y anuncios de empresas colaboradoras para enviar paquetes a Ucrania a bajo coste. También varios vídeos y artículos. Otra vez Chernobil, pensó Emilian. Mei percibió su gesto de disgusto.

—¿Qué ocurre?

—Cada vez que alguien quiere echarme en cara mi apoyo a la energía nuclear saca a colación este accidente.

—¿Y te extraña?

—Han pasado más de veinticinco años, Mei.

—Más que suficientes para reflexionar sobre lo ocurrido.

—Y más que suficientes para aprender de los errores pasados. Hoy se construye de diferente forma y los estándares de seguridad no tienen nada que ver con los de entonces. El reactor que servía de base para mi proyecto, por ejemplo, es...

Se detuvo.

—¿Qué pasa?

—No quiero justificarme, Mei. Ahora no estamos hablando de mí.

—Es legítimo que intentes justificarte. Es más, si lo haces me quedaré más tranquila.

Emilian caviló unos instantes.

—En el mundo en el que vivimos no hay nada perfecto —entró finalmente al trapo—. Tenemos que luchar y salir adelante con aquello de lo que disponemos. ¿Crees que no se me pone la carne de gallina cada vez que pienso en los niños ucranianos que hayan podido morir o sufrir enfermedades por la radiación? Me aterroriza apoyar un programa nuclear capaz de generar un accidente así, pero combato la ansiedad pensando en todos los científicos que se dejan la piel perfeccionando sus prototipos para mejorar las condiciones de este planeta. Está claro que necesitamos inventar una nueva fuente energética, pero ¿qué quieres que hagamos mientras tanto?

—Cambiar los modelos de sociedad. Eso es lo que tenemos que hacer. No cerrar los ojos y seguir adelante como cobardes suicidas amparándonos en la doctrina del mal menor.

Permanecieron callados durante unos segundos.

—¿Qué querías enseñarme? —cortó él por lo sano.

Ella aceptó olvidar la cuestión y regresar a lo que tenía entre manos.

—¿Has oído hablar de los liquidadores?

—Creo que la suya es una de las mayores gestas de la humanidad. Todo el mundo debería saber lo que hicieron. Y te lo dice un defensor de la energía nuclear.

—Me alegro de que pienses así. No vas a creer lo que voy a enseñarte.

Recorrió con el dedo varias entradas del blog referentes a artículos de actualidad y se paró en una que habían titulado «Homenaje a los liquidadores». Clicó encima y se abrió un texto ilustrado con fotografías en blanco y negro tras el que se desplegaba un rosario de comentarios. Era lógico que suscitase reacciones, ya que narraba una de las historias más espeluznantes y al mismo tiempo más asombrosas escritas por la entrega y la compasión del ser humano. Tal y como explicaba el post, cuando estalló el reactor 4 de la central nuclear de Chernobil lo primordial era apagar el incendio del cilindro de grafito que, como una enorme chimenea, no dejaba de proyectar material radiactivo a las capas altas de la atmósfera. Dado que el sistema electrónico se había destruido y no era posible llevar a cabo los trabajos de contención con robots, la única opción era utilizar seres humanos, a pesar del peligro que correrían todos aquellos que se acercasen a unos niveles tales de contaminación que se percibían en la boca y en la piel sin necesidad de medidores. Los primeros héroes fueron los pilotos de los helicópteros que se detuvieron sobre el reactor para verter arena con plomo y boro; y también dos ingenieros de élite y un trabajador de la central que bucearon hasta el fondo de unas piscinas de enfriamiento altamente contaminadas para abrir a mano las válvulas de vaciado antes de que el reactor se fundiera y, al contacto con el agua, provocase una catástrofe mucho mayor. Todos ellos sabían que iniciaban un camino sólo de ida, y sin embargo no dudaron en ofrecerse voluntarios y entregar su vida para frenar el desastre. Pero en las fases posteriores de las labores de sellado, el número de héroes se multiplicó hasta rondar los setecientos mil. Ése fue el número de liquidadores, las personas que acudieron, bien por iniciativa propia o movilizadas por el gobierno ruso, para hacer el trabajo de limpieza más sucio de la historia: acercarse al núcleo y, durante un tiempo nunca superior a dos minutos, arrojar paladas para construir el sarcófago diseñado para contener la radiación liberada. A pesar de la manipulación de la información por parte del régimen soviético, casi todos ellos sabían bien a lo que se exponían. No sólo eran militares, policías y bomberos. También acudieron allí todo tipo de obreros, funcionarios, técnicos y estudiantes de las facultades de física e ingeniería nuclear que conocían bien la fuerza destructiva de un reactor destripado.

—¿Qué tiene esto que ver con Concentric Circles? —preguntó Emilian.

—En uno de los comentarios al post aparece el nombre de la empresa.

—¿De verdad?

—No vas a creer lo que pone...

Mei corrió el cursor hasta dar con el que buscaba. Ambos lo leyeron al unísono.

De Oleksander Bondarenko: Quiero saludar a los miembros de la asociación Familia y Futuro. Gracias por todo lo que hacéis por la gente de Chernobil. Sois unos ángeles y Dios os lo recompensará acogiéndoos a su lado como vosotros hacéis con nuestros hijos. He leído el post dedicado a los liquidadores y me he emocionado. De hecho llevo miles de noches emocionándome cada vez que pienso en esas personas, sobre todo en una de ellas, de nacionalidad suiza. Por eso os escribo, para dejar patente mí agradecimiento a uno de vuestros compatriotas. Cuando ocurrió el accidente yo tenía ocho años y vivía con mis padres en Prípiat, la ciudad más próxima a la central. Dos días después fuimos evacuados a toda prisa a Piski, una aldea cercana. Nos marchamos con lo puesto, y pronto comprendimos que jamás podríamos regresar a nuestro hogar. Todas nuestras pertenencias, que no eran muchas pero sí el fruto de toda una vida de trabajo, se pudrirían en una ciudad fantasma. Mientras mis padres lloraban de impotencia yo me dedicaba a vagar por las calles del pueblo detrás de las brigadas de liquidadores que se organizaban allí antes de ser trasladados en autobuses a la central. Me fascinaban sus trajes de plomo y sus máscaras de morro de cerdo, como las utilizadas para la guerra química, tan aparatosas como ineficaces, y aprovechaba para mendigarles algo para echarme a la boca. La mañana de la que quiero hablaros estaba sentado en el bordillo de una acera devorando un mendrugo de pan. Un liquidador se separó del grupo y se acercó a mí. Me pareció un astronauta. Se quitó la máscara y me preguntó por qué estaba solo. No sé por qué le mentí, pero le dije que mis padres habían muerto y estaba esperando que mi tía de Kiev viniera a buscarme. Debí de darle mucha pena. Me preguntó mi nombre y yo se lo dije. Entonces se desabrochó las protecciones, metió la mano en el bolsillo interior de una chaqueta que llevaba debajo y sacó una tarjeta. Me la ofreció y me dijo que si alguna vez caía enfermo llamase de inmediato a ese teléfono, dijese quién era y alguien se ocuparía de organizar mi cura en un buen hospital de la región. Por desgracia, pronto me diagnosticaron cáncer de tiroides. Pero saqué la tarjeta de aquella empresa, Concentric Circles, y mi padre llamó al teléfono de Suiza que aparecía en el reverso. No podíamos creer nuestra suerte. En veinticuatro horas estaba siendo atendido por los mejores doctores de Ucrania, quienes me trataron durante años hasta mi completa curación. Esto es lo que quería contar. Espero que mi recordatorio sirva como humilde homenaje a aquel liquidador venido desde tan lejos, así como a todos los demás que acudieron de forma voluntaria para convertir un infierno en un verdadero cielo gracias a la luz que trajeron consigo. Que Dios los bendiga.

—No puedo creer que Kazuo fuera en persona hasta Ucrania —murmuró Emilian, fascinado.

—Yo hubiera hecho lo mismo de haber estado en su lugar.

—Desde luego que sí, Mei. Quería decir que me sorprende que, siendo tan escrupuloso con su anonimato, dejase una pista tan clara. Aunque no es extraño que tuviera un desliz en un momento semejante.

—¿Qué podemos hacer?

—¿Has tratado de localizar a la persona que escribió ese comentario?

—Sí, pero no he sacado nada en claro. He buscado titulares de teléfonos con su nombre en Piski, el pueblo al que su familia fue evacuada, pero no figura ninguno. Y en el resto de Ucrania hay cientos de personas que se llaman como él.

—Es una pena. Si tuvieron un contacto tan directo, sabrá dónde vivía Kazuo en aquel entonces o, cuando menos, el nombre que adoptó al venir a Suiza.

—Podríamos llamar uno a uno a todos los Oleksander Bondarenko del listín ucraniano hasta dar con el que buscamos, pero puede que tardásemos semanas. Y no tenemos tanto tiempo.

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