—Vaya...
—Sus compañeros de clase terminaron de hacer todas las que faltaban hasta mil. Y después consiguieron que se construyera una estatua en el Parque de la Paz de su ciudad dedicada a Sadako y a todos los demás niños que murieron por las bombas. Fue una maravilla. Aún sigue allí, con la leyenda «Éste es nuestro grito, ésta es nuestra plegaria: paz en el mundo».
Emilian miró a la abuela Junko.
Seguía sentada sobre la hierba mullida. Había terminado su grulla y la acariciaba como si estuviera viva.
Para ella lo estaba. Completamente viva.
—Es una historia muy bonita —dijo.
La anciana se inclinó hacia el estanque y posó su tesoro en el agua.
Al primer contacto surgió una serie de círculos concéntricos.
Uno tras otro, alrededor del pequeño pájaro.
Al final los círculos habían triunfado. No los círculos de la muerte que partían del epicentro y ascendían por las laderas de las montañas de Nagasaki, sino los círculos del amor. Como el doctor Sato le dijo a Kazuo el día que se despidieron, cada diminuto acto de amor era capaz de alcanzar cotas insospechadas. Allí estaban ellos: Junko, su nieta Mei y Emilian, más de medio siglo después, percibiendo en el corazón el empuje del último círculo del amor de Kazuo. Aquel que les decía que todo era posible, que saldrían adelante como siempre habían hecho.
La abuela Junko cerró los ojos y volvió a apoyarse en el tronco del cerezo. Respiraba con una inusitada placidez.
—Mei... —susurró Emilian.
—Dime.
—Pensaba en el día que nos conocimos en tu galería, cuando me dijiste que tu nombre significaba brote, comienzo. Tengo cerca de cuarenta años. ¿Dónde has estado todo este tiempo?
—Ya no hay nada que lamentar, Emilian —le consoló ella cogiéndole de la mano—, ni nada que temer. Tenemos todo el tiempo del mundo. El tiempo del país del sol naciente, sin principio ni fin.
—Sin principio ni fin —repitió él mientras contemplaban en silencio cómo la grulla movía sus alas de papel y nadaba hacia el centro del estanque.
FIN
Quiero comenzar dando las gracias a mi editor Alberto Marcos, el cual ama tanto como yo la cultura y la tradición japonesa; y a mi agente Montse Yáñez, que no deja de recorrer el mundo con mis novelas bajo el brazo.
A Tomomi Miyakawa, Yozo Kawabe, Elizabeth Handover, Marek Kirszenbaum y Veronique Vincent, por darme mucho más que sus nombres para algunos de los personajes. No alcanzo a ver un Japón y una Suiza sin vosotros.
A Manami Morimoto y a su padre, por servirme de enlace con la inextricable historia reciente de Karuizawa; y al Doctor Dietrich Buss, de la Universidad de Lamirada (California), por sus recuerdos en primera persona sobre la repatriación de diplomáticos tras la rendición japonesa.
A Emma López, por abrirme las puertas de la desconocida historia de Nagasaki. A Florencio Manteca, por asesorarme en desarrollos tecnológicos compatibles con el futuro de nuestro planeta, reservándose su opinión personal sobre las nucleares y cualquier otro debate de los abordados en esta novela. Y a Carmen Capel, por conducirme por las bambalinas del Palacio de las Naciones de la ONU desierto en domingo. ¡Aún no me lo creo!
También a aquellos a los que he formulado preguntas a traición para aprovechar sus conocimientos, como a los japonólogos Alfonso Falero y Rosa Morente; y a Dorota Maslanka y Tote Grande. Ya Miren Arsuaga y a sus compañeros de la parroquia de la Sagrada Familia, quienes han inspirado la asociación de acogida de niños afectados de Chernóbil que creé en la ficción.
Cada grano de arroz es igual de importante en este cuenco.
Gracias al pullitzer George Weller, el primer occidental en poner un pie en la Nagasaki destruida, por sus crónicas rescatadas de la quema. Al equipo de Feliz Navidad Mr. Lawrence por mostrarnos las interioridades de los pows. A José Juan Tablada, poeta mexicano amante de la lírica japonesa, por los versos del grillo. A Haruki Murakami, por su universo literario (le ofrezco el guiño a las linternas que se atraen en la vasta oscuridad) . Y a Buda, que ya iluminó varios párrafos de mi guardián de la flor de loto, por la frase que pronuncian las piedras del jardín zen.
Gracias en general a todos los japoneses que me han ayudado a componer una obra en la que he tratado de plasmar su delicada cultura, con mis disculpas anticipadas por cualquier error que haya cometido al occidentalizar vuestros mitos. Y sobre todo gracias a los supervivientes que, superando el agónico peso de los recuerdos, han puesto sus historias personales a disposición de la Humanidad, en especial a todos aquellos cuyas voces escuché en el Museo Atómico de Nagasaki. Cómo no, a Keiji Nakazawa por su estremecedor testimonio gráfico.
A mi familia y mis amigos de toda la vida —como decimos por aquí— no os voy a nombrar de forma individual. En realidad no creo que vuelva a hacerlo en ningún libro de los muchos que espero me queden por escribir, porque ningún criterio de selección u orden resulta acertado. Todos formáis parte de mi vida y de mis novelas, que también son vuestras porque sin vosotros no hubieran sido escritas —ni mi vida, ni mis novelas—, y por eso me esfuerzo en decíroslo en persona cuantas veces puedo, y así lo seguiré haciendo hasta que nos toque dar el paso hacia el lejano mundo de los ancestros. Aquí o allá, siempre juntos.