—Apuesto a que usted siempre se muestra muy sensible.
—Antes ha dicho que no le parezco una princesa sometida y ahora afirma que soy sensible. Para no conocerme, tiene un concepto muy claro de mí.
Todavía no te he dicho que me pareces un poco resabida, pensó él, pero te lo perdono por ser tan guapa. Dejó escapar una media sonrisa.
—Sólo trato de estar a la altura en nuestra primera conversación.
El verse coqueteando en sus circunstancias le hizo sentir cierta lástima de sí mismo, pero cuando menos estaba pasando un rato relajado. No había nada de malo en estirar la charla un poco más.
—¿Cree que va a haber más conversaciones? —le preguntó ella, directa.
—No estoy en mi momento más lúcido y es difícil saber lo que piensa una japonesa. —Ella soltó una carcajada espontánea, quebrando por completo su contención—. ¿Qué ocurre?
—Los japoneses no hacen esas cosas.
—¿Qué cosas?
—Dejar al descubierto sus dudas frente a un desconocido.
—¿De qué sirve encarcelar los sentimientos? —musitó Emilian mientras se daba cuenta de cuántas veces había evitado hablar con Veronique de los conflictos que los estaban destruyendo. Pensó en la habitual paradoja que suponía abrirse más a un desconocido que a la persona con la que compartes tu vida.
—Eso es cierto —asintió ella con convencimiento.
Una empleada de la galería la reclamó desde el otro extremo de la exposición de forma nada discreta.
—La estoy monopolizando —se anticipó Emilian, haciendo un gesto para indicarle que ya se iba.
—Lo siento, hoy es un día ajetreado.
—Puedo invitarla a tomar algo cuando cierre?
—No creo que sea posible —resolvió ella sin brusquedad.
—Como quiera. —Permanecieron un par de segundos mirándose a los ojos sin decir nada—. ¿En qué piensa?
—Le examino, como usted a mis cuadros. ¿Conoce el parque Yoyogi?
—Sí.
—Acabo de decidir que quiero enseñarle algo. Espéreme junto al puente de la entrada mañana a las nueve. ¿Podrá?
Una cita... Estuvo a punto de recular y huir, pero ¿qué podía perder?
—Desde luego.
Dio media vuelta y se acercó a un grupo de clientes que la recibieron con aspavientos.
Emilian abandonó la galería confuso, pero bastante más tranquilo de lo que había entrado. Una vez en la calle sólo pensaba en una cosa: encontrar pronto un restaurante de sushi. La comida japonesa le ayudaba a sentirse limpio de cuerpo y alma, era como un antídoto contra el óxido que en las últimas veinticuatro horas le estaba corroyendo por dentro. No tardó en pasar junto a uno con buena pinta. Se sentó en la barra frente al cocinero, hizo hueco entre las jarritas de soja para que le colocasen los platillos con su comanda y respiró el aroma del hielo sobre el que reposaba el pescado.
Cerveza Asahi.
Sopa misho.
Cuatro makis de aguacate.
Una ración completa de sashimi de salmón.
Dos makis de erizo.
Té.
La noche, al igual que la anterior, fue más dura. A medida que el hechizo de Mei se difuminaba volvían a golpearle sin compasión tanto la escena vivida en el Gobierno Metropolitano como las posteriores palabras de Yozo a través del teléfono. Pasó horas dando vueltas en la cama. Incluso fantaseó con suicidarse arrojándose por el ventanal de la habitación —que ni siquiera se podía abrir—. Amaneció acurrucado junto al cristal. Abatido. Sólo podía dedicarse a esperar una rectificación del gobernador que, en buena lógica, nunca se produciría.
También estaba la cita con Mei.
¿Voy o no voy?, se preguntó tres o cuatro veces.
Decidió que no le vendría mal. Puede que una mañana en el parque fuera justo lo que necesitaba para no caer en la demencia. Salir a tomar el aire, mezclarse con los turistas, olvidarse de todo durante un rato... Sonaba un tanto patético, pero ¿qué otras opciones barajaba?
Llegó con tiempo de sobra. El parque Yoyogi era un inesperado pulmón en el centro de Tokio, un islote en el mar de neón. En su interior, los árboles se abrazaban ocultando el cielo para dar cobijo a pasiones sin edad y ensayos de teatro sobre la hierba mullida. Las hojas se desplazaban movidas por el viento al ritmo de las secuencias del Tai Chi, de forma cadenciosa y muda. Se detuvo en medio del puente por el que se accedía a la entrada principal, allí donde los fines de semana se reunían las cosplay-zoku, una tribu urbana de adolescentes cuya estética asociada a los personajes de animación admitía desde el gótico más siniestro hasta la pulcritud de las muñecas de porcelana. La mirada descarada de aquellas niñas, sumada a la falta de sueño que arrastraba, volvió a sumirle en el profundo desasosiego del que trataba de huir con su visita al parque. Se encadenó a unos ojos agazapados tras unas lentillas de gato y un par de pestañas postizas que trazaban una violenta curva hacia arriba.
—¿Le gustan? —dijo alguien a su espalda.
Se volvió, sobresaltado. Era un joven japonés de rasgos muy marcados, con el pelo cortado a cepillo, las cejas depiladas y una perilla delineada con exactitud milimétrica. Casi tan alto como él, lo que no era muy habitual, y un poco más robusto. Bajo la cazadora gruesa vestía una llamativa camisa hawaiana, desabotonada hasta la mitad dejando ver el enorme tatuaje de un demonio abrazado a un pez que le cubría el pecho. Las gafas de espejo con cierto aire retro se ajustaban a las últimas tendencias pero, combinadas con el resto de su indumentaria, le hacía parecer un miembro de los Yakuza, la mafia japonesa. A eso también ayudaba la postura que adoptó al reclinarse de forma chulesca sobre la balaustrada del puente.
—¿Cómo dice?
—Me refiero a los disfraces —aclaró—. No vaya a pensar otra cosa.
—Se disfrazan para huir de su realidad —murmuró Emilian sin saber por qué intimaba con él—. A veces es difícil sentirse bien dentro de uno mismo.
—A mí me encanta ser yo mismo.
—No lo dudo —ironizó, tratando de marcar una frontera a tiempo y cortar la charla por lo sano.
Un instante de silencio. Algunas cosplay-zoku aprovecharon para pasearse a pocos centímetros de ellos.
—¿Por qué no me acompaña? —le pidió de pronto el japonés.
—¿Cómo?
—Que venga conmigo...
Estiró el brazo como para cogerle del suyo. Al hacer aquel gesto, la cazadora se le abrió un poco más dejando ver durante un segundo una cartuchera con una pistola automática que colgaba de una sobaquera.
Emilian se desembarazó de él y echó a correr sin pensarlo hacia el interior del parque. Se abalanzaron sobre él mil pensamientos en cascada: la revista ha publicado el artículo y el gobernador me ha enviado un sicario; o habrán sido los petroleros; no pueden liquidarme sin más, no merezco la pena; no se atreverán a hacerlo a plena luz del día; sólo quieren asustarme; se me ha ido la mano con el artículo, se me ha ido la mano... Trataba de ganarle ventaja, pero su perseguidor no se despegaba de su espalda. ¿Por qué no había enfilado hacia la calle? En el parque apenas había nadie. Apretó el paso poniendo a prueba sus piernas bien entrenadas. Tras ascender una leve ladera que terminaba en una laguna, de detrás de los setos recortados salió uno de los policías que patrullaban la zona a caballo. Emilian soltó una carcajada nerviosa mientras, sin bajar la velocidad de la carrera, hacía gestos para llamar su atención. El policía tiró de la brida hacia él y Emilian se giró para señalar al sicario. Se quedó de piedra. ¿Dónde se había metido? Rebuscó entre el laberinto de troncos. No eran tan gruesos como para ocultar a una persona. ¿Cuándo había dado media vuelta?
El policía le habló desde la montura. Emilian recuperó el resuello a duras penas y, excusándose, le pidió que le escoltase hasta la salida del parque. Marcharon al paso por un sendero de gravilla.
Ya estaban llegando cuando divisó al fondo, observándole como un hada del bosque sobre las hojas, la turbadora figura de Mei. Vestía un vaquero pitillo gris metido por dentro de unas botas altas de piel de oveja y un chaquetón de corte marinero. Llevaba el pelo recogido en una coleta alta, haciendo que resaltase aún más su flequillo, y un bolso grande de cuero. A pesar de su indumentaria más informal que el día anterior, mantenía un indiscutible toque distinguido que la hacía parecer una escultura.
El jinete se alejó al trote, pero permaneció a una distancia prudencial para no perderlos de vista.
Se pararon frente a frente. Dudó si debía besarla o darle la mano. Ella no se movió un ápice, envolviéndolo con su halo de misterio y el mismo aroma del día anterior, una colonia fresca con un toque de sándalo o alguna otra madera exótica.
—Has aparecido de la nada —dijo él.
Le costaba hablar sin que su agitación se hiciese patente en cada sílaba.
—¿Como un espíritu? —preguntó ella con dulzura.
—Más bien como una flor silvestre.
—Eres muy intuitivo.
—¿Por qué dices eso?
—Las mujeres de mi familia se han dedicado durante décadas al arte floral del ikebana. Mi abuela se mueve con la suavidad de las plantas.
—Seguro que fue ella la que te puso el nombre de Mei.
Apenas sin terminar la frase hizo una respiración profunda, pero se le entrecortó a mitad de camino.
—¿Estás nervioso?
—No, no. Lo que ocurre... —Miró hacia ambos lados. Fue a decirle que tenían que alejarse de allí a toda prisa, que estando con él corría peligro. Pero había bastante gente a su alrededor y seguían vigilados por el policía, por lo que no era probable que aquel individuo de la camisa hawaiana se atreviera a aparecer de nuevo. Incluso pensó que todo había sido fruto de su imaginación debido al estrés. Decidió no hablarle de ello—. No estaba seguro de que fueras a venir —fue lo que dijo.
—Has vuelto a hacerlo —sonrió.
—¿El qué?
—Lo que un japonés nunca haría. Mostrarme tus dudas.
—¿Te parece mal?
—Me gusta.
Apenas había tenido tiempo de disfrutar un segundo aquellas dos palabras, Emilian sintió una presencia. Se giró de nuevo hacia la arboleda. El sicario apareció detrás de una celosía, a un paso de donde se encontraban. El corazón le dio un vuelco. Buscó al policía, pero debía de haberse marchado ya.
—¡Corre! —gritó.
Agarró a Mei del brazo y tiró de ella hacia la salida del parque.
—¿Qué ocurre?
—¡Hazme caso!
Ella se desembarazó con un movimiento brusco.
—¿Estás loco?
—¡Corre, por Dios! ¡Ese hombre lleva una pistola!
Mei se volvió y lo vio.
—¡Es mi hermano Taro!
Emilian se detuvo en seco. No podía creerlo.
—¿Tu hermano?
El sicario-hermano se les acercó de forma pausada, sin descomponer el porte chulesco.
—¿Otra vez vas a salir huyendo, maldito europeo?
—¿Qué demonios te pasa a ti? —se le encaro Emilian—. ¿Por qué antes no me has dicho quién eras?
—Pero ¡si no me has dado tiempo! Casi me echas encima a ese policía.
—¡Llevas una pistola! ¿Qué querías que hiciera?
—Calmaos de una vez —les pidió Mei, y lanzó a su hermano una mirada de desaprobación.
—Ya me explicarás cómo quieres que te proteja si no voy preparado —se justificó Taro.
Ella se tragó una réplica, le dedicó otra mueca adusta y se volvió hacia Emilian.
—¿Me acompañas? Mi hermano ya se va.
—Claro que me voy —espetó mientras se marchaba por donde había venido—, pero os estaré vigilando. ¡Por vuestro bien!
¿Dónde me estoy metiendo?, se preguntó Emilian. Bastante tenía con sus problemas como para sumergirse en un medio que, desde luego, no era el suyo. Pero el aura hipnotizante de aquella mujer lograba que sus enormes problemas se redujeran a simples contrariedades. Tal vez la estuviera sobrevalorando; era lógico que lo hiciera desde la dramática situación que atravesaba, pero lo cierto era que cuando estaba con ella se sentía bien. Se le antojaba imprevisible, pero al mismo tiempo le parecía una antigua geisha dedicada a generar belleza a su alrededor con cada movimiento de sus manos, de sus párpados, sumiendo a su hombre en un universo de perfección. Un universo quizá irreal, pero de perfección al fin y al cabo, por el que quería dejarse guiar.
—No es real —dijo ella. Emilian dio un respingo. Era como si le hubiera leído el pensamiento—. Me refiero a la pistola, es una réplica de fogueo.
—¿Qué?
—Te pido disculpas por su comportamiento.
—No puedo creerlo. ¿Qué demonios hace con...?
—Mi hermano es una persona especial.
—De eso no hay duda —respondió, sarcástico, Emilian.
—Me refiero a que su mente no es como la tuya o la mía. Vaga por nuestro mundo tan perdido como un conejillo de Indias enviado al espacio.
—Vaya, lo siento.
Emilian pensó que incluso le daba más miedo después de esa confidencia.
—Le gusta creer que pertenece a los Yakuza. Viste como ellos, y luego está ese maldito tatuaje... Se lo hicieron a la antigua, con una varilla de bambú terminada en una cuchilla de acero. Sólo de pensarlo me pongo enferma.
—No creo que a los verdaderos Yakuza les haga mucha gracia tener a un imitador por ahí.
—Cualquier día nos va a dar un disgusto muy serio.
De repente estaba muy afectada.
—Mi reacción ha sido desproporcionada —se disculpó él.
—Viéndolo así, tan apuesto y joven, resulta difícil de entender. Pero su mente... Es como si tuviera trece años. Mi abuela dice que es por culpa de...
Dejó la frase sin terminar.
—¿Por culpa de?
—No importa. —Mei miró el reloj—. No nos entretengamos. Falta poco para que abran las puertas.
—¿Adónde vamos?
—Al Meijrjingü —respondió ella echando a andar. Se refería al santuario sintoísta que se ocultaba entre los gigantescos cipreses del corazón del parque, al que los fieles acudían cada día para pedir por los recién nacidos, las bodas o la buena marcha de sus negocios—. La Asociación de apoyo a las familias afectadas por las bombas atómicas ha montado un jardín zen en el paño del templo. Un jardín de rocas y arena que durante unos días ayudará a meditar a los que lo visitemos y después se desvanecerá llevado por el viento, como se va la vida.
—Es curioso este país.
—¿Porque nos negamos a olvidar los horrores del pasado?
—No me refería a eso. Es envidiable que miréis hacia atrás con intención de meditar y no con resentimiento.